Los seres humanos nos distinguimos del resto de los seres vivos porque contamos con el lenguaje como la base de la comunicación sistematizada y comprensible, aunque a veces no hagamos uso adecuado de él, o nos limitemos a la cultura del monosílabo y la cerrazón.
A través del lenguaje nos podemos expresar, intercambiar con el otro, comunicar ideas y sentimientos e interpretar el mundo que nos rodea. El lenguaje es la habilidad intrínsecamente humana. El diálogo es el hecho en sí mismo, la acción-ejecución de esa habilidad. Y como todo lo humano, no es perfecto, tiene sus puntos flacos y su necesidad de corrección cuando caemos en deformaciones propias de nuestra naturaleza.
En estos tiempos que corren, donde la pandemia del Coronavirus es el abc de muchos titulares, se habla de los efectos en la salud y en la economía, y también, un poco menos, de los efectos en los hábitos de vida que describen comportamientos humanos. En Cuba, un país marcado por la ausencia de diálogo eficaz entre los representantes del gobierno y la ciudadanía, el divorcio entre las leyes y su puesta en práctica, y el secretismo de Estado, el tema de la COVID-19 se ha convertido también en un problema de propaganda política, desde la producción de candidatos vacunales autóctonos, hasta el manejo de las estadísticas y la gestión de riesgo.
No he escuchado una sola historia, en más de un año de azote de la pandemia en Cuba, que narre un manejo completamente acertado de personas que hayan estado aisladas o hayan resultado contagiadas con el virus y, desgraciadamente, han tenido que acudir a una institución sanitaria cubana (o de otro tipo, porque escuelas, campismos populares, y otras instalaciones se han convertido en albergue, como si se tratara de las “escuelas al campo” y no de una situación de salud de elevado riesgo e incidencia). Pero no me voy a referir a ese asunto particular porque daría para un trabajo mucho más extenso, con otros análisis que incluso llevarían consigo propuestas de políticas públicas, que en muchos lugares, y en Cuba también, se han hecho (por ejemplo, el Informe del Centro de Estudios Convivencia sobre “La Covid-19 en Cuba y su impacto en la etapa de post-pandemia: visión y propuestas”. A veces el gobierno hace oído sordo, que es también una forma de manifestar ese cierre al diálogo, ese descuido del lenguaje que permite exponer y proponer, para entender y solucionar lo que de verdad se necesita.
Quiero referirme de forma sintética a tres actitudes que describen este tiempo de pandemia, y que se aplican lo mismo en la escala macro (de país a la hora de emitir cifras y aplicar medidas) y micro (en las instituciones de salud, centros de aislamiento y a nivel del personal de pesquisaje):
1. Mantener desinformado. Pareciera que, contrario a la tendencia humana de que conociendo se va asumiendo con más tranquilidad lo que está por venir, la máxima es informar cada vez lo mínimo, lo que está establecido, que puede ser tan solo una fecha o un dato. Y encuentras respuestas como: “estamos desbordados por la pandemia”, “eso no es necesario que lo sepas”, “¿en qué te ayuda saber eso?”. Información es poder, lo que dirigido hacia las relaciones humanas se traduce en estabilidad y tranquilidad para asumir diagnósticos y tratamientos.
2. Asumir que la opinión de los demás no cuenta. Esto es algo que viene sucediendo desde hace mucho tiempo en Cuba, en muchos sectores, lo que ahora se aplica a la salud con el tema del manejo de la COVID-19. El ciudadano, en este caso paciente (paciente como sujeto, pero también como calificativo que describe la espera para los diagnósticos y tratamientos) debe asumir que todo lo establecido por un mecanismo casi omnipotente, llamado “protocolo” es lo correcto. Y como así está establecido, aunque no se cumpla, o la lógica indique que deba adaptarse a las condiciones reales, o comprender excepciones, deberá ser entendido sin derecho a réplica, como tantas cosas que suceden en Cuba.
3. Censurar o “ponerle el ojo encima” a quienes ejercitando las capacidades que nos dotan como seres diferentes de otros animales, se expresan para exigir una explicación, un diálogo sosegado, una información cierta y concreta, una respuesta necesaria a un problema puntual.
Quiero dejar bien claro el reconocimiento y la alta consideración que todos le debemos a los trabajadores de la salud: médicos, epidemiólogos, enfermeras, auxiliares, a todos por su entrega sacrificios y, en especial, a aquellos que a pesar de toda la presión que los rodea, mantienen la paz, y la comunican.
Tengo miedo que, pensando en otros efectos de la crisis ocasionada por el Coronavirus, se descuide la capacidad de la persona humana de comunicarse correctamente y resolver los problemas por la vía del diálogo y la comunicación efectiva. Este efecto de la pandemia no debe incorporarse al acervo cubano de cerrazón y silenciamiento de voz de la ciudadanía.
- Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
- Licenciado en Microbiología.
- Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
- Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
- Responsable de Ediciones Convivencia.
- Reside en Pinar del Río.