Cuba: “Nadie se salva solo”

Lunes de Dagoberto

En estas cuatro palabras se pueden resumir todas las doctrinas sociales y religiosas. Se puede resumir la historia de la humanidad, la historia de cada persona. Son palabras que ha pronunciado el Papa Francisco el viernes 27 de marzo de 2020, “al atardecer” en la Ciudad del Vaticano, con una Plaza de San Pedro completamente desolada, aunque muchos la hemos percibido, como nunca, completamente colmada. Allí, entre los brazos siempre abiertos de la catolicidad, que es universalidad, no había peregrinos, ni turistas, ni vendedores, ni artistas con sus caballetes. Allí estaba asida de un hilo espiritual Roma, Italia, Europa y el mundo entero. 

No estamos hablando solo de los 1 313 millones de católicos, ni de los 630 millones de hermanos cristianos de otras confesiones, ni siquiera de los demás creyentes en Dios de todas las religiones. El Papa ha orado por todos, incluidos los ateos y los agnósticos, ha intercedido por el mundo entero. Todos estábamos ese atardecer en la Plaza de San Pedro, aunque algunos pocos no pudimos ver la ceremonia completa por nuestras televisoras, como es el caso de Cuba. Pero estábamos allí. Oramos, desde la incertidumbre, montados en la misma barca que es la humanidad.

Esto es verdaderamente universalidad. Esto es total inclusión. Esto es solidaridad sin fronteras geográficas, ideológicas, religiosas, de ningún tipo. Este gesto extraordinario y global convocado por la Iglesia Católica, no era un gesto de los católicos solamente, quería ser un gesto del género humano, claro está, mediado por signos cristianos, como todo lenguaje humano y como es identitario de la cultura occidental, como nuestros nombres, nuestros pueblos, nuestras calles. No conozco a ningún ateo o agnóstico que se haya querido mudar de la calle San Rafael en La Habana, o San Juan en Pinar del Río, por el solo hecho de llevar su dirección un nombre de signo cristiano. El Papa lo expresa en su trascendental Mensaje Urbi et Orbi (a la Urbe de Roma y el Orbe):

“La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades… La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces… privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos…”

A veces hay que vaciarse de lo circunstancial para poder ver y sentir lo esencial. Lo esencial de nuestra condición humana. Veo con profunda alegría que en Cuba crecen personas, medios y campañas, que defienden con métodos pacíficos a un grupo, no importa el tamaño, que demandan sus derechos y la igualdad de oportunidades en nuestra sociedad. Menciono solo algunos: animalistas, ambientalistas, LGBTI, mujeres, cuentapropistas, opositores políticos, reformistas económicos, comunicadores y medios independientes. Todos tienen derecho y esos derechos como son humanos y pacíficos, no son privados. Tienen derecho a un espacio en la vida pública sin complejos y sin tener que disculparse. El que discrimina a uno solo de estos grupos, discrimina a todo el género humano. “Porque todos vamos montados en la misma barca”. Esos derechos no son solo de la incumbencia de los concernidos. Y las expresiones públicas de cada uno, siempre que sean pacíficas y respetuosas de los demás, deben ser respetadas y deben encontrar su espacio público. Cuando se defiende un derecho se defienden todos, porque los Derechos Humanos son indivisible y universales. Esto incluye a otro grupo: el de los que profesamos una religión. Ser “religioso” no es un asunto privado, como no lo es defender a los animales, o cuidar la naturaleza, o defender los Derechos Humanos de un grupo específico. Todos los ciudadanos del mundo tenemos derecho a un espacio público y a manifestar con nuestros lenguajes y signos propios, nuestras aspiraciones, mensajes y servicios. Todos debemos poder ejercer nuestro derecho humano de tener un espacio en los Medios, públicos e independientes, siempre que no ofendamos a otros seres humanos. 

No dar espacio en esos medios es una forma pública de discriminación y exclusión, sea el medio privado porque habla de que en ese medio hay un sector excluido, o sea en un medio público porque pertenecen y deben estar al servicio de todos, porque todos hemos pagado una parte de esos medios con nuestros impuestos. No me refiero solo al reclamo de los católicos por la mutilación de la Bendición del Papa el viernes pasado, a la que me uno, claro está, más cuando el tema era la pandemia que todos sufrimos. Pero no quiero quedarme en eso. Quiero abrir el horizonte a mucho más que un derecho inalienable de una Iglesia a tener un espacio radial y televisivo, y ampliar el reclamo a todos los grupos, opiniones, opciones políticas y religiosas que respeten la plena dignidad de la persona humana.  

Creo que ese es el espíritu y la letra, el alma y la intención incluyente y universal del Papa Francisco, estemos o no en su religión, estemos o no de acuerdo con algunos de sus estilos u opciones. Para todos vale la discrepancia en la diversidad, todos estamos convocados a este llamamiento universal a centrarse en lo esencial y dejar al lado los estereotipos, las desconfianzas y los miedos. 

Dicho esto, remarcado el espíritu incluyente para todos, me permito compartir mis sentimientos ante este gesto extraordinario del Papa hacia la humanidad toda: ha sido uno de los momentos en que más he sentido sano orgullo de mi condición de aspirante a ser cristiano aun siendo pecador, como lo soy. He sentido orgullo y gozo interior de mi pertenencia a la Iglesia Católica que nos convoca con este mensaje y este gesto mundial a dejar nuestros estereotipos, nuestros sectarismos, nuestras divisiones, nuestras exclusiones y a tomar conciencia de que todos, todos, vamos en la misma barca, todos somos vulnerables a la tormenta, a esta y a otras por venir, que todos estamos llamados a la fraternidad universal, a la solidaridad sin fronteras, porque nadie, ni personas, ni grupos, ni sistemas, ni pueblos, podemos salvarnos solos.

Cuba puede salvarse, eso creo y por ello trabajo, cuando seamos capaces de “despertar” montados en “esta barca” y unirnos en la misión de conducir a nuestra Nación, Isla y Diáspora, hasta el puerto seguro de la libertad, la justicia y la paz, el Amor y la Virtud.

No quiero dejar de compartir, una vez más, con todos: creyentes, ateos, agnósticos, comunistas, disidentes, sociedad civil independiente, colegas de los medios, y todo cubano disperso por el mundo este mensaje universal y esperanzador del Papa Francisco.

Hasta el próximo lunes, si Dios quiere. 

(Texto oficial, íntegro, tomado de: http://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies /2020/ documents/papa-francesco_20200327_omelia-epidemia.html): 

 

MOMENTO EXTRAORDINARIO DE ORACIÓN
EN TIEMPOS DE EPIDEMIA 

PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE FRANCISCO

Atrio de la Basílica de San Pedro
Vaticano, viernes, 27 de marzo de 2020, 6.00 pm

Todos llamados a remar juntos 

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

A Dios, a Jesús le importamos todos

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

La tempestad descubre los intentos de olvidar lo que nutre el alma 

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

Frente al sufrimiento, es donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

Descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).

Francisco, Papa.


  • Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
    Ingeniero agrónomo.
  • Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
  • Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
  • Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
    Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
    Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
    Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
    Reside en Pinar del Río.

 

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