Lunes de Dagoberto
Ayer fue el Día de los Padres. Hoy me disculpo con mis lectores por hacer mi columna de forma testimonial y familiar. La dedico a mi padre Dagoberto Valdés Pereira (1923-1965). Les comparto esta muy recordada historia familiar que marcó mi vida.
Hasta mis nueve años viví prácticamente como un hijo de los pastores de una Iglesia Metodista que está a solo media cuadra de donde nací. Ellos no habían podido tener hijos. Una noche entre el 18 o el 20 de diciembre de 1964, regresaba yo del templo metodista a mi casa, eran como las 9 de la noche, después de un ensayo de la obra de teatro de Navidad en la que actuaba. Me encontré a mis padres sentados en la pequeña sala de la que hoy sigue siendo mi casa. Mi padre en el sofá y mi madre en su sillón. Mi padre me dijo que quería hablar algo importante conmigo. Me asusté un poco. Él se dirigió a mí, serena y dulcemente como lo recuerdo, con su empeño de educador, había estudiado con los padres escolapios.
Mi padre me dijo que mi abuela paterna, Nieves Pereira Simón, que era mi madrina de bautismo en la Iglesia Católica, quería que yo comenzara a asistir al catecismo para prepararme para la Primera Comunión y Confirmación. Yo iba a la Escuela Dominical de la Iglesia Metodista y me gustaban mucho las “historias” de los personajes bíblicos, recuerdo que tenía un álbum de postales con imágenes de esas historias y me impresionaba mucho la de Daniel en el foso de los leones.
Le dije a mi padre que haría lo que ellos decidieran. Pero me respondió rápidamente: el que tiene que decidir lo que va a hacer eres tú. Me resistí, lloré, pero mi padre sin alterarse insistía pacientemente. Tendrás que decidir hoy, ahora. Después de unos minutos, que me parecieron horas, no sé por qué le dije que iría al catecismo para hacer la Primera Comunión.
Me abrazó y después de un momento, cuando yo pensaba que todo había terminado, me dice: Daguito, te falta algo. Ahora subes la loma y llamas al pastor a su oficina y le dices que tú has decidido ir a la Iglesia Católica. Me volví a resistir, pero sin alzar la voz me repitió: vas a ir ahora y hablas con el pastor, no delante de la gente, sino en su oficina. Subí la escasa cuadra hasta la Iglesia, pedí al pastor hablar con él en la oficina y, asombrado, me llevó hasta allí. Le dije entre temblores y llanto que yo había decidido ir a la Iglesia Católica para hacer el catecismo y la Primera Comunión y cómo había sido la conversación con mi padre.
Creo que el pastor era un hombre de Dios. Me señaló para un almanaque de aquellos grandes con una lámina en que se veía a Jesús con un cayado tocando a una puerta de madera y decía: “Yo estoy a la puerta y te llamo” (Apocalipsis, 3,20). Desde entonces esa imagen me recuerda siempre aquel momento. Flor Reina, que así se llamaba el pastor, me dijo algo parecido a esto: Ves esa lámina? Jesús llama de muchas maneras, ve a la Iglesia Católica y sé siempre un buen cristiano. Ahora arrodíllate que te voy a dar mi bendición. Me vino el alma al cuerpo y arrodillado escuché aquella bendición bíblica con la que siempre terminaba los cultos y que después supe que era la misma que utilizaba Moisés para bendecir a los hijos de Israel: “El Señor te bendiga y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; el Señor alce sobre ti su rostro, y te dé la paz” (Números 6:24-26).
Desde entonces, cada decisión que he tomado en mi vida ha tenido como referencia y fundamento aquella enseñanza de mi padre que en aquel momento no entendía bien, pero que fui comprendiendo después, poco a poco, con los años y las encrucijadas. La imagen de mi padre fue creciendo ante los ojos de mi memoria y su lección de vida me ha fortalecido en cada desafío.
Fue una impronta que me enseñó a pensar con mi cabeza, a decidir con libertad y a asumir las consecuencias de esas decisiones. Y me enseñó el respeto que le debemos a nuestros padres y que ellos deben cuidar de sus hijos, aún más cuando son pequeños. Eso fue en diciembre de 1964, comencé enseguida el catecismo y el domingo 20 de junio de 1965, Día de los Padres, tomé la primera comunión en la Catedral de Pinar del Río, de manos del Padre Cayetano Martínez y fui confirmado ese mismo día por Mons. Manuel Rodríguez Rozas, cuarto obispo de Pinar del Río. Mi padre moriría el 15 de diciembre de 1965 a solo un año de aquella lección que, junto con la fe y los valores cristianos, han sido la mejor herencia que pudiera dejarme mi familia.
Otra anécdota que recuerdo vivamente fue quizá por esas fechas, o un poco antes: estaba yo acostado en el piso leyendo al lado de la cama de mi padre que escuchaba “La Voz de las Américas” en un viejo radio junto a su cabecera. Escuché la palabra “comunismo” y le pregunté, (yo preguntaba mucho y siempre) ¿qué cosa era el comunismo? Recuerdo que apagó el radio, se volteó hacia el lado de la cama donde yo estaba en el suelo leyendo y me dijo: Te voy a hacer una historia. Y con aquella voz sosegada, me contó: Había una vez un rey llamado Atila que tenía una enorme caballería que, por donde pasaba, no salía ni la yerba, todo quedaba arrasado. Y dejando una pausa mientras mi imaginación recreaba aquella escena, terminó: Así es el comunismo.
El 20 de junio de 1965 cayó también domingo como este año, y fue el último Día de los Padres que tuve al mío en esta tierra. Sobre todo mi madre, mis tías, mis abuelas, continuaron la labor educativa de mi padre. La Iglesia, el Padre Cayetano, mis catequistas, el Obispo Siro, las Hijas de la Caridad, y tantos otros también contribuyeron a mi formación. Lo que soy hoy se lo debo todo a mi familia y a la Iglesia donde crecía y me formé. Mi padre murió muy joven, pero su impronta en mi formación demuestra aquel aforismo de un insigne educador cubano: “Denme un niño de uno a cinco años y les entregaré al hombre que será toda la vida”. Doy fe de esta educación y de su huella indeleble en el resto de toda la vida. Termino como lo hacía mi padre.
Moraleja:
✔️ Los padres somos y debemos ser los primeros y principales educadores de nuestros hijos. Nada ni nadie, ni la escuela, ni el Estado, ni ninguna ideología, puede sustituir o pretender escamotear, esa formación familiar.
✔️ Los niños, en los primeros años de su vida, aunque nos parezca que no entienden, que no hablan, que no “saben”, son como “esponjas”. Todo lo ven, todo lo aprenden, todo lo imitan. Y todo los marca para siempre. Para bien, o para mal.
✔️ Es deber de los padres dedicar tiempo, enseñar a pensar con su cabeza y cuidar, velar, orientar, las buenas decisiones de sus hijos. Hasta que no sean mayores de edad, nadie más que los padres puede decidir nada relacionado con sus hijos. Cuando sean adultos que cada cual decida con su conciencia bien formada.
✔️ Ni dependencia infantil sobreprotegida, ni abandonarlos en manos de otros haciendo dejación de la responsabilidad, paterna y materna irremplazable. Hay un justo medio entre tratarlos siempre como apéndices o abandonarlos a los vientos de lo que esté de moda, sean los tipos de educación, ideologías políticas o de género, o cualquier adoctrinamiento, todos tienen derecho a recibir una educación que esté basada en los valores y virtudes elegidos, primero por los padres, y luego por ellos mismos cuando sean adultos.
Esto no discrimina ni excluye a persona alguna, ni a las opciones que libremente escoja cada persona, sea esa escogencia relacionada con la religión, la política, el sexo, u otras preferencias. Creo que se trata de educar para la libertad con responsabilidad, con valores humanos para cultivarlos y convertirlos en virtudes, educar para vivir en una sociedad plural, diversa, incluyente, con los mismos derechos y deberes para todos.
Educar para ser antes que para tener, poder o saber. Educar para pensar con cabeza propia. Educar para discernir. Que ninguna campaña, sea cual fuere, desvíe, distraiga o enmascare los graves y profundos problemas de fondo en que estamos viviendo y para los cuales hay que educar para la virtud y el amor.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
- Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. - Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
- Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.