LA SEMANA SANTA Y EL DRAMA HUMANO

Lunes de Dagoberto

El mundo cristiano ha comenzado la Semana Santa de 2020 en medio de una de las situaciones globales más dramáticas vividas por la Humanidad. El planeta ha sido invadido por una pandemia de proporciones incalculables. Lo que hasta ahora preveíamos en los filmes de ciencia ficción apocalípticos ha pasado a formar parte de la existencia cotidiana.

Un nuevo coronavirus ha partido de una provincia china y, por los mismos caminos que el desarrollo humano abrió, se ha expandido por todo el planeta. Entonces la vida humana comenzó a sufrir un cambio nunca visto. Las grandes ciudades desiertas como el páramo, los países paralizados, las fronteras cerradas, los aeropuertos vacíos, los pabellones de renombradas exposiciones convertidos en morgues, los hospitales colapsados, las estanterías de los mercados vacías, todo el mundo amordazado bajo una mascarilla como en las antiguas representaciones griegas cuando intentaban alejar la muerte. La muerte campeando sin diferencia ni distinción, la agonía de nuestros familiares en soledad, su deceso desolado, su entierro si lo hubo sin el trato de los humanos. Los ataúdes dejados al azar en los caminos, los muertos recogidos días después por los ejércitos. Los abrazos prohibidos, los besos censurados, la movilidad paralizada.

Una larga pasión, un vía crucis planetario en el que participan creyentes, ateos y agnósticos por igual. Hay Pilatos que se lavan las manos desentendiéndose y creyendo que se pueden librar del drama humano. Los que se rasgan las vestiduras como los sacerdotes en la antigua religión de “la ley, el sábado y el templo”, que someten al ser humano a las normas y estructuras que le debían servir y no reprimir. Unos azotes sin cuenta ni piedad, una crucifixión domiciliaria. Justos y bandidos juntos en el suplicio. Una larga agonía en la penumbra que se ha cernido sobre el mundo. Miles, millones, con el mismo grito de Jesucristo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Cientos de miles asfixiándose lentamente sin poder alcanzar un respiro, exactamente como narran los científicos que es la muerte al ser colgado de una cruz. Hasta que, quedando solo con tres personas, en el Calvario o en la sala de un centro de salud, cada uno de esos miles de anónimos, exhalando el último aliento, se une a la pasión de Cristo balbuceando: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”

Pero todos sabemos y celebramos, en esta y en todas las Semanas Santas, que el dolor, la injusticia, la soledad, el abandono y la tragedia humana de la muerte, no tienen ni tendrán la última palabra. Ahora mismo, mientras usted lee esta reflexión, hay discretas mujeres que se solidarizan con el que sufre, que le acompañan y lloran solidariamente. Hoy son miles los cireneos, hombres y mujeres, que pasan de regreso del trabajo y son compelidos o se brindan voluntariamente a ayudar a cargar con la cruz de la pandemia y de los familiares: médicos, enfermeros, personal de la salud, transportistas que abastecen, dependientes que despachan, voluntarios que sirven donde haga falta, sacerdotes, pastores, líderes religiosos o cívicos que están al pie de la cruz.

Mientras hay gentes a la vera del camino o medios de comunicación vociferantes y dispensadores de pánico, también hay mujeres valientes, que se meten en el problema, se comprometen con el drama, se escurren entre los seres pasivos y curiosos. Tienen una sola meta, una única dirección, mientras el mundo se paraliza, estas mujeres como aquella que la tradición cristiana llama Verónica, han traído de su casa, han sacado de sí, un sudario, un paño de solidaridad, una suave gasa para limpiar el rostro de Cristo, de los Cristos de la pandemia, de los que sufren ayer y hoy. No pueden hacer otra cosa que enjugar, al mismo tiempo, el sudor y la sangre, el miedo y la incertidumbre, la angustia y la desfiguración del rostro que se acerca a la muerte.

Pero el dolor y la muerte no tienen la última palabra. Siempre al pie de la cruz de la pandemia está por lo menos uno de los discípulos, dos mujeres, y la madre de Cristo, de pie, despedazada del sufrimiento por fuera, pero fuerte por dentro, con corazón y alma de mujer y de madre. Esa mujer, virgen por su pureza y madre por engendrar a la nueva humanidad, el verdadero hombre nuevo, llamado Jesús de Nazaret, esa mujer es la humanidad entera que hoy permanece desolada por fuera y fuerte por dentro, luchando con el dolor y la muerte, contra el contagio y el pánico, contra el abandono y la insolidaridad en el que nos habíamos acostumbrado a vivir en este mundo que estaba, hasta hoy, tan seguro del progreso material, de las tecnologías, de las comunicaciones, de las falsas seguridades de la fuerza y las armas, que olvidó que “lo esencial es invisible a los ojos”, olvidó que sin alma los pueblos se vuelven contra sí mismos y las personas, incluso las familias, se convierten en extraños.

El Viernes Santo de la crucifixión y muerte de Jesús siempre tiene un Domingo de Resurrección. Lo hemos podido vivir al ver esa imagen del Papa Francisco, a pie, atravesando aparentemente solo la Plaza de la Cristiandad, caminando en la penumbra, bajo un persistente y significante “rorate caeli”: “rocío del cielo” (Isaías 45: 8). Era el himno de nuestro drama humano, es la plegaria de nuestra naturaleza caída que necesita para renacer un rocío de lo Alto, es decir, un soplo de espiritualidad, un “suplemento de alma” que durante mucho tiempo ha sido sustituido por el también necesario pero complementario suplemento vitamínico. Los placebos de la postmodernidad han sucumbido ante la pandemia de un virus microscópico. Entonces el líder religioso se despoja de toda pompa, camina solo, bajo la fina lluvia y toca la imagen del Cristo Sanador de la Peste de 1522, que desde entonces no salía a las calles. Imagen y representación de la humanidad sufriente, crucificada, asfixiándose del virus de las cruces de hoy. Y allí, en silencio, solo, era como si el Pontífice, el que construye Puentes, elevara al cielo de la Roma universal esta oración de los siglos:

“Rorate Caeli desúper et nubes plúant justum”.

“Derramad, oh cielos, vuestro rocío de lo alto, y las nubes lluevan al Justo.

No te enfades, Señor, ni te acuerdes de la iniquidad.
Eh aquí que la ciudad del Santuario quedó desierta:
Sión quedó desierta; Jerusalén está desolada.
La casa de tu santidad y de tu gloria,
donde nuestros padres te alabaron.”
[1]

Estoy seguro, la última palabra será de la Vida, de la Vida en plenitud, de la vida íntegra: cuerpo y alma, materia y soplo, carne y aliento de trascendencia. No hay cruz sin resurrección, no hay soledad sin rocío, no hay muerte sin vida, no hay sufrimiento sin luz al final del túnel, no hay dolor sin Amor. No es una teoría. Doy testimonio de haberlo vivido en mi vida. Muchos lo han vivido en su familia. La Iglesia lo ha vivido en Cuba y en los mártires de hoy, en todo el mundo.

Cuba y el mundo entero, viven hoy una Semana Santa sin ceremonias públicas, sin abrazos de paz, sin procesiones ni gestos en las plazas, pero quizá sea la Semana Santa que más se parezca a la de Jesús. Nuestras cruces unidas a la Suya. Nuestras muertes a su Muerte, nuestros silencios y soledades a la de su Madre al pie de la cruz. Nuestros hogares convertidos, después de siglos, en iglesias domésticas. La Iglesia que vive más en las casas que en los templos. El Calvario que se repite en hospitales y hogares de ancianos. La tumba vacía de la resurrección de una humanidad que sale de ella, después de la cuarentena, más humana, más consciente, menos egoísta, más solidaria.

Tengo la convicción de que saldremos de esta pandemia. La vida tendrá la última palabra y no solo eso, que es mucho, saldremos todos, independientemente de nuestra credo o religión, saldremos de esto mejores seres humanos, más virtuosos, más cariñosos y más fraternos. El dolor convoca al Amor. Así lo decía San Juan Pablo II en su memorable viaje a Cuba en 1998, en su mensaje al mundo del dolor en el Rincón, que adquiere hoy nuevas resonancias:

El sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior sino interior… Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo… Este es el verdadero sentido y el valor del sufrimiento, de los dolores corporales, morales y espirituales. Ésta es la Buena Noticia que les quiero comunicar.

A la pregunta humana, el Señor responde con una llamada, con una vocación especial que, como tal, tiene su base en el amor. Cristo no llega hasta nosotros con explicaciones y razones para tranquilizarnos o para alienarnos. Más bien viene a decirnos: Vengan conmigo. Síganme en el camino de la cruz. La cruz es sufrimiento. «Todo el que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Jesucristo ha tomado la delantera en el camino de la cruz; Él ha sufrido primero. No nos empuja al sufrimiento, sino que lo comparte con nosotros y quiere que tengamos vida y la tengamos en abundancia” (cf. Jn 10, 10).

La dimensión cristiana del sufrimiento no se reduce sólo a su significado profundo y a su carácter redentor. El dolor llama al amor, es decir, ha de generar solidaridad, entrega, generosidad en los que sufren y en los que se sienten llamados a acompañarlos y ayudarlos en sus penas… Por eso cuando sufre una persona en su alma, o cuando sufre el alma de una nación, ese dolor debe convocar a la solidaridad, a la justicia, a la construcción de la civilización de la verdad y del amor…

La indiferencia ante el sufrimiento humano, la pasividad ante las causas que provocan las penas de este mundo, los remedios coyunturales que no conducen a sanar en profundidad las heridas de las personas y de los pueblos, son faltas graves de omisión, ante las cuales todo hombre de buena voluntad debe convertirse y escuchar el grito de los que sufren…

Al pie de la Cruz, con los brazos abiertos y el corazón traspasado, está nuestra Madre, la Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores y de la Esperanza, que nos recibe en su regazo maternal henchido de gracia y de piedad. Ella es camino seguro hacia Cristo, nuestra paz, nuestra vida, nuestra resurrección. María, Madre del que sufre, piedad del que muere, cálido consuelo para el desalentado: ¡mira a tus hijos cubanos que pasan por la dura prueba del dolor y muéstrales a Jesús, fruto bendito de tu vientre![2]

 Amén.

Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.

[1] Himno del Oficio Divino. Obra maestra del canto gregoriano, inspirado en la lectura del profeta Isaías 45. También mencionado por San Juan Pablo II al despedirse bajo una fina lluvia, en el Aeropuerto de La Habana el 25 de enero de 1998. Disponible en https://es.aleteia.org/2014/12/07/rorate-caeli-el-mas-sublime-canto-gregoriano-de-preparacion-para-navidad/

[2] Mensaje de San Juan Pablo II al mundo del dolor, Leprosorio de El Rincón, Cuba. 24 enero 1998 Disponible en http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1998/january/documents/hf_jp-ii_spe_19980124_lahavana-san-lazaro.html

 

 


  • Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
    Ingeniero agrónomo.
  • Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
  • Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
  • Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
    Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
    Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
    Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
    Reside en Pinar del Río.

 

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