Por Jorge Olivera Castillo
Mi partida al exilio es hoy parte de una posibilidad encerrada en las redes del pasado. La permanencia en Cuba, una decisión irrevocable, la opción elegida el pasado 12 de octubre en las oficinas donde se decide que cubanos pueden salir y entrar al país, de manera temporal o definitiva.
Cuando abandoné la cárcel, mediante una Licencia Extrapenal por motivos de salud, el 6 de diciembre de 2004, pensé en la idea de abandonar Cuba.
Los casi 22 meses en prisión, tras ser condenado a 18 años en el mes de marzo de 2003 por ejercer el derecho a la libertad de expresión, habían multiplicado mis quebrantos de salud. Por otro lado quería alejar a la familia de unas condiciones, todavía enmarcadas dentro del mapa totalitario con toda la carga de presiones, vicisitudes y peligros que esto constituye, tanto para quienes actúan directamente en los grupos de la sociedad civil alternativa, como para sus respectivos familiares y amistades cercanas.
Después de esperar más de un lustro por una respuesta de las autoridades pertinentes en referencia a mi inicial petición de salir al exterior, con carácter definitivo junto a mis familiares; hace pocas semanas es que llega la autorización para el viaje sin retorno.
Mi invariable determinación de permanecer en Cuba no está basada en alarde alguno de patriotismo, ni otros presupuestos desnaturalizados y carentes de una basamento serio. Sencillamente, es una elección soberana tomada al calor de mis convicciones y del derecho que como ciudadano cubano tengo para irme o quedarme, por encima de la existencia de leyes espurias y abusivos decretos que niegan o condicionan tales opciones, según les parezca mejor a los policías y funcionarios que encabezan los equipos dedicados a diseñar y aplicar las respectivas torturas psicológicas.
He preferido quedarme con el objetivo de continuar ejerciendo la labor civilista a favor de los derechos fundamentales, que comencé en 1993 y que espero culmine lo más pronto posible por el bien del pueblo cubano.
Solo soy un simple ciudadano que cree en la necesidad de que el destino de Cuba se encamine por la senda de la transición a la democracia con todos sus atributos.
El periodismo que me llevó a la cárcel, es el mismo que persisto en hacer, más allá de miedos, obstáculos y toda una arquitectura dispuesta para entorpecer una función que nació de la voluntad y el deseo de abrir cauces en la tortuosa geografía del totalitarismo.
No aspiro a un lugar en el altar del heroísmo, tampoco busco los aplausos que podrían convertirse en los peldaños que culminan en las puertas de la vanidad y el resto de los endebles espacios de las fatuidades y los engreimientos. Quedarse o marcharse del país, sin la sombra de los condicionamientos, debe considerarse como un acto natural, como un derecho inviolable, aún desafortunadamente atado al arbitrio de un grupo de personas con la abominable costumbre de administrar la vida, en sus mínimos detalles, de todos los habitantes del país.
Si algún día salgo fuera del territorio nacional tiene que ser con la certeza del regreso. De otra manera la respuesta está dada:
Definitivamente me quedo en Cuba apostando por otro porvenir que no sea el de un régimen que niega la posibilidad de disfrutar de todas las libertades consagradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La doble moral como coartada para la supervivencia, el miedo a expresarse libremente por el temor a ser tildado de contrarrevolucionario y la vigencia del humillante permiso de salida para todo el que quiera viajar al exterior, siguen siendo algunas de las múltiples asignaturas pendientes en la Cuba “socialista”.
Por eso, y mucho más, he decidido permanecer aquí en mi humilde apartamento de la Habana Vieja, poniendo mi granito de arena en la construcción de una Cuba plural, tolerante, abierta a nuevas ideas y a la espera de un nuevo amanecer.
Jorge Olivera (Ciudad de La Habana, 1962)
Presidente del Pen Club cubano.
Uno de los 75 condenados en la Primavera de 2003.