Vivir siempre es un regalo a la vez que un reto. Es un regalo tan preciado, que “jugar a ser Dios” y quitar la vida o impedirla puede ser considerado el mayor de los errores humanos. Supone un reto por los propios cambios que se suceden en nuestra vida, que implican avances y retrocesos pero, sobre todo, capacidad para decidir en cada momento.
Si hablamos del sentido de la vida tenemos que, desde una mirada de la filosofía, nos encontramos ante una búsqueda y tarea personal orientada a encontrar una trascendencia, es decir, un estado que supera el lugar actual y lo que somos, para reconocer la permanencia de lo que de verdad perdura y la finitud de otras muchas cosas en nuestro paso por este mundo. El sentido de la vida también podemos relacionarlo en muchas ocasiones con la felicidad, como realización de aquellas metas que conscientemente nos vamos trazando por el camino. Ellas siempre sirven como estímulo, precisamente, para reforzar la intencionalidad de cada acto, es decir, otorgarle sentido.
Pero sin ahondar en los aspectos filosóficos, en esa búsqueda del sentido de la vida podemos referirnos, al menos, a dos formas prácticas de vivir la vida: vivir “para” y vivir “de”. Esta separación en dos categorías nos puede ayudar a entender de qué lado se vive mejor. Y desde cuál de las dos posiciones nos percibimos mejores personas.
Vivir “para” nos coloca en una actitud de servicio, en un ofrecimiento del gran regalo de la vida. Esto no significa que no cultivemos la interioridad, que no vivamos en función de los nuestros, la familia nuclear, los amigos, los proyectos personales y sociales a los que nos entreguemos, sino que, teniendo en cuenta todo ello, comprendamos también a los demás en nuestra ecuación. Sin el complemento del otro, sin el prójimo como destinatario y también beneficiario de nuestras acciones, no hay obra plena.
El primero de los mandamientos, “amar al prójimo como a ti mismo”, precisamente nos convoca a replicar ese modelo de amor personal en el acto de dar la vida por los demás.
Vivir “para” pone a prueba nuestra capacidad de trabajar en equipo, de entender que la persona del otro no es un enemigo, que todo el mundo no quiere hacernos daño y que las cosas no se hacen o se dicen con un sentido más allá del que llevan implícitamente. Esta manera de ver la vida es entrega total, requiere de un corazón grande para entender que solos no podemos nada, que en las relaciones humanas radica el éxito de la vida, y que poner todo el tesón para hacer algo noble y perdurable es mejor que esperar pacientemente que pase por nosotros, sin huella, esa magnitud que llamamos tiempo.
Podemos decir que una persona se plenifica cuando vive para los demás, cuando pone sus energías en vivir con una intención clara, precisa y objetiva, cuando derrama su aliento por alguien. Es ahí cuando decimos que vivir “para” no es dejar pasar las horas, los días, meses y años, que se suceden en el tiempo para todos. Vivir solamente para sí mismos es convertir la vida en la mayor prueba del egoísmo humano.
Vivir “de” quiero usarlo en este caso para referirme a otra visión que contempla aprovecharse de los demás para alcanzar lo que consideramos como realización personal. Y así vemos a personas que viven, material y espiritualmente, a costa de los demás porque su discernimiento ético no les permite entender que esa actitud no es correcta. Hay quien vive no solo del otro, sino también de las instituciones en las que se desarrolla, no viendo a estas como una ayuda para el crecimiento personal y social, sino como un medio del que aprovecharse a través de beneficios directos, tráfico de influencias, posicionamiento en la sociedad.
Vivir “de” es una especie de parasitismo, una relación de dependencia que traspasa la necesidad del huésped para vivir, que en el caso humano se realiza, desgraciadamente, de forma consciente.
Esta segunda forma de vivir la vida es tan dañina que, a veces, sin darnos cuenta, se camufla con ese espíritu de vivir para los demás, porque se representan la pertenencia, la entrega y el compromiso. Cuando se asume esta actitud, fingida y exagerada, sin escrúpulos, justo se recae en una estrategia de confusión entre el vivir “para” algo o alguien y el vivir “de” ese algo o alguien.
Como todas las cosas en la vida, no se trata de blancos y negros, pero no podemos obviar que existen estas dos maneras de vivir y que, cada vez, cuesta más encontrar los matices, los intermedios y los equilibrios en nuestra sociedad.
Así vamos encontrándonos por el camino con personas que calculan el autobeneficio en cada acción; aunque también, y por suerte las que más, existen personas que han entendido que vivir para los demás, sin perder la riqueza de ser nosotros mismos, es corresponder generosamente al regalo de la vida.
Si al atardecer de la vida seremos examinados en el amor, prefiero ser de los que viven “para”, porque es tener también un “por qué” en la vida. Y eso, como decía Nietzsche, nos permite soportar casi cualquier “cómo”.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.