Dios ha entrado en la historia de la humanidad a través de una mujer. Se hizo hombre encarnándose en el seno de María para redimir nuestra suerte. Asumió nuestra condición a pesar de todo y se nos muestra pequeño e indefenso en un corral de pajas.
A esta obra da título un verso de la canción “Virgen de la Navidad”; melodía que se multiplica y extiende por esos días “natales” en iglesias de campo y de ciudad.
Aunque la tradición navideña que nos llega no relata árboles siempre verdes, por disímiles vías se ha entronizado en nuestras costumbres el cónico (o i-cónico) árbol de Navidad. Es común verlo en decoraciones eclesiales, domésticas, en espacios públicos, incluso, en lugares o instituciones pertenecientes al Estado. Todos llenos de luces, colores y figuras alegóricas a la Navidad -en el mejor de los casos-, en otros es un triste y deshojado “arbolito” colocado en un rincón.
El que presento, -el árbol- viene para transformar una realidad, penetrarla, transfigurarla. Atravesando el cuadro diagonalmente, la línea quebrada permite ver dos árboles. Del lado izquierdo está representado por la palabra, la forma y el tratamiento pictórico un árbol que se desborda de esa realidad adolorida y marchita que parece inundarlo todo, envolverlo todo, gobernarlo todo. Nuestro entorno se nos presenta cada vez más oscuro, convulso, arremolinado. Nuevas crisis y tensiones acechan a cada paso. Y sustantivos “propios” como MIEDO, INJUSTICIA, ANGUSTIA, RENCOR, COYUNTURA, ocupan en el cuadro, como en la vida, todo el espacio. Mejor dicho: todo el espacio que le demos o le cedamos.
Lo que viene a recordar el anuncio de los ángeles aquel día de Navidad, es precisamente el mismo signo que guió a los magos cuando se hallaban perdidos: la estrella. Guía y luz en medio de las tinieblas en que cree vivir cada generación. Meta y destino es el que es la Luz.
En este lado del cuadro, la claridad embarga la atmósfera, y se hace visible lo trascendente: la humildad del pesebre, un (niño) Dios en pañales, gloria en cielo, en la tierra paz a todos los hombres, luz que irradia concordia, que va saneando las partes enfermas de estos escenarios quebrantados. Una estrella que viene de lo alto y se integra con la debilidad humana, sin que ello le reste fuerza y valor a su mensaje. Una noticia que ha sido capaz de atravesar la Historia.
La dualidad entre blanco y negro equilibra visual y emocionalmente la pieza. Ni todo es negro, ni aún todo es iridiscente. Incluso, en esa tendencia al lamento y la concentración de energías hacia la detección del sufrimiento, de casi llegar a regodearse en él, el anuncio de aquella lejana y perenne noche permanece actual y actuante. Dios no se cansa de amarnos, sino que continúa entrando en la historia -personal y colectiva-, para trastocar el dolor e insuflar esperanza. Dios continúa iluminando nuestras noches. Llenando los vacíos de la existencia y redimensionando “los llenos”. Nos envía su santo Espíritu representado aquí en las siete ramas de este árbol que se vacía de sí, para llenarse del que es la Vida. Espíritu verde que trae el vigor, el color y la armonía entre Dios y el hombre.
El Padre se abaja, se hace chiquito como un niño. Niño que María muestra y ofrece. Dios en la humildad de un pesebre.
Wendy Ramos Cáceres (Guane, 1987).
Artista de la Plástica.
Estudiante de Conservación y Restauración en el Instituto Superior de Arte.