La mujer de Damián no llegaba a 25 años. Tenía el rostro arrugado, las manos ampolladas y un caminar lento.
Su vida actual le parecía tan monótona como había sido en los viejos tiempos coordinar la entrega de los atributos mecánicos de un automóvil X al estudiar la carrera de ingeniería automotriz. Damián, prometedor ingeniero de desarrollo, regresaba de arrojar paladas en una tumba, del mismo modo en que según él había arrojado los años más importantes de su vida a un “hoyo profundo” mientras se ocupaba de hacer funcionar los sistemas de los automóviles sin esperanza de tener uno propio, en lugar de trabajar en otra cosa para cubrir la larga enfermedad de su madre.
Exhausto, adolorido, se preguntó si había hecho bien enterrándola allí, en la bóveda de los García. Tenía que enterrarla de todos modos y lo más rápido posible.
Su madre había pedido que la sepultaran en su pueblo de origen, junto a los restos de su familia de verdad. Pero no hubo tiempo para eso. No hubo tiempo para prepararse a pesar de que el fin se veía venir. No hubo tiempo para que Vilma les dijera a los niños que su abuela había ido a dar un paseo largo… Ni siquiera para saber que todo había cambiado.
Damián se adentra en la casa y despeina a sus hijos.
Es el único gesto de cariño hacia ellos, el único arrumaco que puede permitirse.
El día se le va del televisor y las noticias de contagios autóctonos a las gallinas de la venta, de las gallinas a una vieja insufrible que al menos en salud ya superaba a todos.
Encerrarse en el cuartucho de los trastos era una manera de partir al medio la rutina, de encontrar el equilibrio así como concibió equilibrar alguna vez rendimiento del motor y economía de combustible.
Tiene que hacer dinero. El dinero apenas alcanza para pagar las cosas de Brígida, comprar carne de cochino, algunas compotas, el aseo elemental, toallitas húmedas y culeros, ningún gusto extra preocupación porque tiene que planificarlo todo matemáticamente.
En aquellos años de Universidad no sospechaba que se estaba adiestrando para el futuro: saber distribuir la ganancia del negocio de gallinas entre un montón de necesidades que aumentaban a paso acelerado. Sus estudios de mecánica, electrónica, software e ingeniería de seguridad, solo le servían para sacer cuentas y economizar, ahora que se había ido por fin de la Oficina de Administración Tributaria donde lo ubicaron como un simple informático y estaba sin trabajo pues no existían corporaciones-factorías-agencias-de carros en la provincia y realmente no se había sacrificado tanto para ocupar una plaza cualquiera. Ahora que muchas cosas estaban paralizadas por causa de la pandemia.
Apunta todo en la “libreta de bolsa”. Restar y dividir con exactitud mantendrá al margen las penurias cotidianas y algún que otro imprevisto. Si hay suficientes compradores, y más allá, ahondando en la fuente primigenia: —sistema de engranajes que no pueden desnivelarse, del mismo modo que no pueden andar por su cuenta elementos como peso del automóvil, resistencia aerodinámica, dispositivos de control y neumáticos— si los pollos engordan hasta las seis libras y si mucho antes las gallinas ponen la cantidad necesaria, podrá ser un hombre feliz a principio del mes, un hombre que llevará a casa lo esencial.
La chiqui llora si Vilma la pone en la cuna. Llora cuando Vilma hace sonar sus juguetes coloridos, esos que habitualmente mantienen embobecidos a los bebés (menos a ella): carruseles melodiosos, iridiscentes, enviados por los colegas del “más allá”, esos que se comieron el duro cable universitario pero lograron encontrar puestos en importantes compañías del mundo.
La chiqui no se entretiene con nada, y Breixon el mayorcito hace trizas la vajilla, las bailarinas de biscuit, los jarrones de cerámica con los que alguna vez premiaron al padre en Fórums de Ciencia y Técnica, el trofeo de cuando el joven Damián fue Título de Oro de su graduación, y hasta le echó abajo a este los sueños de surcar el Río Grande y cruzar la frontera con un grupo de ingenieros recién graduados que no llegaron a desilusionarse como él frente a una arcaica computadora en la ONAT municipal.
Vilma intenta tocar la puerta del cuarto de desahogo, pero cambia de idea.
― “Últimamente siempre está ahí…”, piensa y va a preparar el almuerzo con La chiqui pegada en un costado.
Damián come con rapidez y vuelve al cuarto de desahogo.
Todos los días es lo mismo: asear a la abuela, salir a la calle disfrazado con una máscara para vender pollo, encerrarse hasta altas horas de la noche… Pero hoy es distinto.
– ¿Dónde vas ahora, Damián? Hay que quedarse en casa…
– Estoy harto; necesito respirar un poco.
– ¡Allá afuera hay virus!
– Lo sé, Vilma. Lo sé.
– Yo también estoy harta.
Pero Damián no escucha y da un portazo.
La vieja necesita tomar su medicamento y los niños tienen que dormir.
Vilma se asegura de que Brígida se trague las pastillas y va a acostarse con los niños. Les canta canciones arrítmicas y tristes como ella, hasta que el sueño vence al varoncito y luego cae La chiqui, al fin.
A pesar del agotamiento no consigue cerrar los ojos. Acuesta a La chiqui en la cuna y pone más almohadas para que Breixon no se mueva mucho.
Sale del cuarto y se deja llevar por sus pies. Sus pies la conducen al cuarto de desahogo.
Hace girar la llave de la puerta, Damián la había olvidado con el apuro.
Entra y enciende la luz.
Es un espacio grande. En el estante están los libros de la carrera de su marido y otros manuales de cálculo, física, diseño y geometría publicados en la vieja URSS.
Hay montones de placas, cables y pizarras eléctricas.
Vilma se deja caer en una silla. Hoy está más afligida, más desesperanzada.
La gente sigue muriéndose en el mundo…
Siente que su cuerpo ha perdido las curvas de la juventud, la frescura dérmica.
Pesan sobre ellas la tiranía senil de Brígida, La chiqui pegada todo el tiempo como hiperoartio, la maldita Covid, Damián que cada vez tiene menos que ver con la realidad…
La libreta de las cuentas está ahí, junto a un extraño aparato.
Aparta la vista de la armazón para concentrarse en la libreta que comienza a hojear desganadamente, de la misma forma en que se había dejado caer sobre la silla.
Palabras básicas y conocidas, resaltadas con paréntesis, asteriscos o líneas, van desapareciendo poco a poco de las páginas.
Hordas de números que suman y restan, multiplican y dividen, ceden espacio a operaciones incomprensibles y a dibujos de armatostes que no tienen pie ni cabeza.
Está demasiado cansada. Debe regresar al cuarto; es tarde. Tarde para cualquier cosa.
Damián llega de madrugada tropezando con los muebles.
Se acomoda como puede en el espacio que su mujer y el pequeño dejaron, y un sueño muy viejo lo rinde.
Es tarde para cualquier cosa…
El sol entra al cuarto de desahogo.
Damián ve la puerta abierta y la luz prendida, supone que Vilma ha descubierto su invención.
– ¿No me preguntarás?
Vilma intenta alimentar a La chiqui y lo mira unos segundos.
– Me preocupa que hayas dejado de sacar cuentas. ¡Y esa mierda que está matando gente!
– Es un radiotelescopio interferométrico…
– La niña no tiene culeros y a Brígida se le acabaron las aspirinas.
– Para comunicarme con el espacio exterior…
– No me enredes, Damián. Estoy muy cansada – dice Vilma y vuelve a concentrarse en su hija.
– Esto nos salvará…
Todos los días es lo mismo. No se sabe si es lunes o sábado, da igual: la vieja y sus gritos, la venta de pollos y de huevos, los ensayos en el cuarto de desahogo, los niños berreando…
Damián instala el dichoso ―radiotelescopio interferométrico‖ en el patio lleno de malezas.
Las luces emiten señales y sonidos que se asemejan a los de un radio fuera de frecuencia. Llegan hasta la sala pero Vilma no hace caso, ya tiene suficiente.
El ingeniero ajusta el plato de la pequeña antena para captar mejor las imágenes en emisión visible, las longitudes de ondulación de la propia luz.
Y veinticuatro horas no alcanzan.
Vilma siente los ruidos. Las irradiaciones de refilón la aturden un poco.
Suspira y traga. ¡Un problema más para su vida!
Damián almuerza rápidamente. Hay una chispa en sus ojos, algo que la esposa hacía mucho no notaba.
– Voy a salir. Necesito coger aire…
– ¿Y yo, Damián?
Siente ganas de gritarle a esa mujer ahora mucho menos sensual que se largue de su vida de una vez, que no lo amenace. Y que deje a los niños ahí, como están ahora mismo: La chiqui aullando, y Breixon, embarrado de mierda hasta la frente.
– ¡Me llevo a los niños!
– Deja que les ponga nasobucos por lo menos. Llévatelos a ver si logro acotejar este infierno de casa.
– La casa siempre será un infierno…
Salen a la calle. Los niños llevan ropas de esas que envían los socios ingenieros desde distintas metrópolis, y nasobucos lavaditos y planchados.
Damián tiene necesidad de exprimir ese instante con sus hijos. Es una necesidad dolorosa, como la de una madre que se ordeña el último calostro.
Privada de ellos, la casa es una fábrica vacía, una superficie mustia que huele a residuos. Vilma-sacude-barre-lava-cocina-friega… todos los quehaceres juntos, arrugándose, inflamándose, mientras la vieja pide agua a viva voz y astilla el vaso de cristal contra el suelo cuando Vilma se lo alcanza. Luego Vilma-la-insulta y le dice:
– ¡Hija de puta!
Y la otra, rechoncha, bien servida, postrada en un sillón y emperifollada con joyas de aceroníquel, se echa a reír:
– Quieres quedarte con mi casa… ¡Pues no! Cuando llegue tu marido le voy a decir que me das golpes…
– ¡Muérete ya, Brígida!
Ni que el marido, padre de familia, hiciera caso…
Cuando llegue la hora, y ojalá no le llegue nunca, todo debe estar bien coordinado. Si le toca a ella, descomida como está, los leucos en el piso y un viejo enfisema pulmonar, tiene que dejar todo bajo control en casa, funcionando con la exactitud de una maquinaria, perfectamente, como debe ser la colocación ergonómica de los controles, según lo que oía decir a su marido.
Pero no hay forma de desprenderse de La chiqui y tampoco tiene quien le cuide a Breixon.
Por eso traga ajos y se exprime limones en la garganta, aunque nada parezca suficiente. Por eso alguna que otra vez maldice a esos vástagos que chupan su juventud a ritmo acelerado.
Sin embargo, ahora los extraña.
Ignora que sus hijos y su marido habían entrado hacía más de tres horas, mientras ella todavía trajinaba.
En el patio las sombras son interrumpidas por refulgencias confusas…
Y el hombre de la casa aparece. Viene desde el patio, sin los niños.
– Ahora puedes pensar en ti, Vilma. Ahora podemos hacer lo que siempre deseamos.
– ¿Dónde están los niños? ¡Habla Damián!
Pausadamente el infructífero ingeniero automotriz con diploma dorado abre el refrigerador, se sirve agua, bebe y vuelve a llenar el vaso.
Pone el vaso sobre la mesa e invita a su mujer a que se siente.
Brígida chilla y a él no le importa.
Entonces comienza a contar algo a su mujer que no sabremos con exactitud, que no comprenderemos del todo y que está relacionado con el radiotelescopio interferométrico.
Ella llora, camina como loca por la casa, huele las ropitas de los niños, llora…
Finalmente corre al patio y levanta la cabeza hacia la dirección indicada por su marido.
Una luz extraña tintinea allá arriba y parece sonar como los carruseles de juguete enviados desde diversas capitales del mundo.
Ella sabe que no está mirando un planeta, que no se trata de una gigante roja ni de una estrella fugaz, ni es un avión eso que parpadea y se mueve en el espacio oscuro.
Recuerda los documentales sobre galaxias inexploradas que veía antes de embarazarse, y los relaciona con el aparato en el cuarto de desahogo, con la ausencia de sus hijos.
– Es gente parecida a nosotros, con tecnología de verdad – la interrumpe Damián. – Allí no hay virus, mi amor.
Vilma abraza a su marido.
Hacía mucho tiempo no sentía el roce de esa piel…
– Tienes razón… los niños estarán bien.
Anisley Miraz Lladosa (Trinidad, 1981).
Graduada en Diseño Gráfico en la Academia de Artes Plásticas “Óscar Fernández Morera” de Trinidad.
Ganadora de premios y menciones en varios eventos literarios como la Bienal de Jarahueca (2000), Literatura Infantil “Mercedes Matamoros” (2002), Premio de la Ciudad Fernandina de Jagua (2003), Gran Premio Vitral de Poesía (2003) y Premio Poesía Vitral (compartido) (2004).