Una de las muchas cosas singulares que pueden pasarle a uno en La Habana Vieja es entrar en la iglesia más antigua de Cuba al llamado de una campana que lleva 300 años tocando el “Ángelus”, sentarse cerca del altar mayor frente a la tumba de un obispo, junto a dos catacumbas donde se amontonan huesos del siglo XVIII, y observar cómo imparte la misa un poeta de la generación de Orígenes que es también el autor del primer texto crítico importante sobre José Lezama Lima.
Todo esto ocurre a diario en la esquina de Cuba y Acosta: la iglesia es la del Espíritu Santo, monumento nacional, y el poeta es Monseñor Ángel Gaztelu, su cura párroco. Pudiera decirse que el templo y su sacerdote parecen haber sido hechos tal para cual. No hay en Cuba iglesia tan llena de rasgos interesantes ni cura tan peculiar. Pero entremos por la sacristía…
Monseñor el poeta
Tras la puerta hay una cancela barroca en madera calada y más allá se amontonan libros, revistas y papeles. Sobre la meseta de tablas enterizas de una monumental cómoda de caoba que cubre todo el ancho del recinto, coexisten, juntos y revueltos, viejos cuadernos religiosos con las últimas ediciones de Casa de las Américas, tomos con reproducciones de arte y registros parroquiales, las portadas relucientes de las novelas de moda y el polvo ancestral del edificio. Muebles barrocos, imágenes religiosas, piezas decorativas, platería colonial, aquel es un recinto dominado por los objetos. Lo salva de ser adusto la luz tan suave que penetra desde un patio contiguo, donde las plantas crecen como deseaba Hemingway: sin que nadie las moleste.
Este patio de estampa andaluza fue dibujado por Portocarrero, al igual que muchos otros lugares de la iglesia. Es el patio cantado por Gaztelu: “Nada se escucha. Los silencios redondos de las gotas/ caen despaciosos sobre el sueño del patio/ y avivando el brillo de las mojadas losas/ entran en la estancia con cautela de pasos”… “¡Oh temblor de esta noche y estos árboles, / recorriendo las cuerdas oscuras del patio y de la casa!”. Un poco más allá el canistel sembrado por el poeta proclama sus frutos aromáticos y sensuales, nada acordes con la austeridad del monumento en cuyos costados hunde sus raíces, cerca de los orificios de iluminación de la cripta funeraria.
El patio, “la única edificación capaz de heredar y diversificar lo cubano”, dio a Cintio Vitier la clave para su interpretación de la poesía de Gaztelu como la “romanidad cubanizada” de un religioso cuya “catolicidad más fruitiva que ascética o mística” lo sitúa en “la línea robusta y ardiente de Fray Luis”.
Este mundanismo de un párroco amante de la belleza ha modulado a través de los años el ambiente del edificio, suavizando su rigor. Las paredes de la habitación sobre la sacristía –cubierta por un techo mudéjar que es como una gran cúpula de madera, un magnífico alfarje de 8 faldones- estaban forradas con obras de Portocarrero, Mariano, Diago y otros pintores cubanos, las cuales fue necesario almacenar debido a filtraciones que están echando a perder el alfarje y afectando la conservación del monumento. Gaztelu ha convertido a la iglesia en una pinacoteca que va de Nicolás de la Escalera a Cabrera Moreno. Hay piezas excepcionales, pero la más valiosa cuelga en la oscuridad de la sacristía, con sus extraños azules iluminados suavemente por la luz invasora del patio: “El entierro de Cristo”, de Arístides Fernández, quizás la obra máxima de la escasa y singular producción de este artista, y a la vez uno de los óleos de mayor tamaño de nuestra pintura neocolonial.
No se puede hablar de la iglesia del Espíritu Santo sin conocer a Gaztelu. Nacido en Navarra en 1914, vive en Cuba desde 1927; en 1938 se ordenó sacerdote. Seis años antes había nacido su amistad con Lezama Lima. Es Gaztelu quien inicia al gran escritor en los estudios teológicos. También colabora con la revista Verbum, donde publica en 1937 un comentario sobre
el primer libro de Lezama, “Muerte de Narciso”, que tiene el mérito de iniciar bien temprano la copiosa bibliografía sobre el autor de “Paradiso” y ser aún un texto con vigencia. Miembro del consejo de redacción de Espuela de plata, Gaztelu codirigió después con Lezama aquella otra publicación que llevaba el nombre más sorprendente que ha poseído jamás revista alguna: “Nadie parecía”. Integró el grupo nucleado alrededor de Orígenes y publicó los libros de poesía “Poemas” (1940) y “Gradual de laúdes” (1955), este último prologado extensamente por Lezama y repleto de viñetas de Portocarrero, algunas inspiradas en la iglesia del Espíritu Santo. Es autor además de una reseña histórica sobre el monumento (1963) y traductor de Lactancio Firainismo y Pico Della Mirandola.
La iglesia más antigua de Cuba
Todo parece indicar que la fábrica de la nave principal del Espíritu Santo es la más antigua que de una iglesia cubana se conserva. El origen del templo no puede ser más humilde y popular: “una ermita pequeña y pobre que dedicó la devoción de los negros libres al Divino Paráclito, por los años de 1638”, según informa Arrate, nuestro más temprano historiador. Habrá tenido que ver la sincretización de alguna creencia africana con la fundación del monumento.
Lo cierto es que, en razón del crecimiento de la ciudad, dos décadas después se autorizó convertir la ermita en la segunda iglesia parroquial que tuvo La Habana. De esa época debe ser la nave principal. A ella da acceso la puerta frontal del templo, rodeada en la portada por una suerte de alfiz o arrabá, esa faja rectangular sobresaliente típica de las fachadas moriscas, un ejemplo más de la influencia mudéjar en la arquitectura cubana anterior a la segunda mitad del XVIII. Una placa exterior reproduce la inscripción de 1855 que declaraba al Espíritu Santo “única iglesia inmune en esta ciudad”, es decir, provista del privilegio de asilo establecido por una bula de 1772. La presencia árabe se destaca de nuevo en el alfarje de cedro de más de 40 metros de largo que cubre la nave. “Un bosque de madera”, exclama Gaztelu señalándolo con orgullo, porque además probablemente tenemos el privilegio de estar bajo el techo de madera más antiguo de Cuba.
Un techo enigmático
Junto con el más antiguo, la iglesia posee el techo más enigmático de Cuba. Según Arrate, a principios del siglo XVIII el obispo Gerónimo Valdés mandó construir un presbiterio con una bóveda nervada de raigambre gótica, caso único en toda la historia de la arquitectura colonial en nuestro país. El hecho de que por aquella época el estilo gótico ya había sido descartado vuelve aún más curioso este hecho provisto de cuatro estrellas y una flor talladas en piedra.
Son varias las diferencias que ha provocado entre los estudiosos. Prat Puig sugiere que debe corresponder a una fecha anterior a la señalada por Arrate, mientras Weiss da la explicación más plausible: se trata de un gusto erudito del obispo Valdés, quien construyó la capilla mayor con el fin último de ser sepultado en ella.
Las campanas no tocaron para los ingleses
Por esos mismos años se erigió la torre, donde en tiempos de Arrate existía un reloj que se conservó hasta hace poco, y donde siguen tañendo a diario tres de las campanas más viejas de La Habana, sobrevivientes a la confiscación de bronce practicada por los ocupantes ingleses: la de San José, 1688, encargada del “Ángelus”; la de San Cristóbal, 1709, responsable, junto con otra pequeña, del toque de Animas, a pesar de encontrarse herida por un disparo que la alcanzó durante el ataque al castillo de Atarés; y una de 1738 usada para llamar a misa. Otra de las singularidades del Espíritu Santo es ser la única iglesia en La Habana que todavía toca con regularidad sus campanas.
La nave lateral del monumento fue levantada en 1760 por orden del obispo Morell de Santa Cruz, quien dos años después será expulsado a la Florida cuando la toma de La Habana por los ingleses. El dignatario se había opuesto a entregar una lista de los bienes eclesiásticos y a ceder un templo –que podía haber sido el Espíritu Santo- para la religión de los ocupantes. ¡Mucho habrán repicado las campanas al marcharse los ingleses!
La muerte bajo la capilla
El aspecto exterior del Espíritu Santo es adusto. De “herrerismo” lo califica Prat Puig, en alusión al austero constructor de El Escorial. Esta severidad se mantiene en el interior –con sus altares neoclásicos del XIX y su impresionante imagen del Cristo de la Coronación de la Humildad y la Paciencia- aunque dulcificada por algunos detalles, como las lucetas en colores repuestas por Gaztelu en ventanas y óculos.
Pero si algo sobrecoge en la iglesia son las dos catacumbas que se conservan bajo el presbiterio y la capilla del Sagrario. En esta última hasta hace poco sobrevivía una inscripción con su fecha, 1783. Como se sabe, hasta principios del XIX La Habana no tuvo cementerio: las inhumaciones se practicaban en las iglesias. El único testimonio “vivo” de aquella costumbre mortuoria lo conserva el Espíritu Santo. Allí todavía puede bajarse por una escalera y llegar hasta los nichos, llenos de huesos al aire. El tiempo les ha dado una tonalidad carmelita. Basta descender unos escalones y están ahí, al alcance de la mano. Sobre la pared se distinguen aún pinturas de cráneos coronados
con tiaras y mitras, tibias cruzadas y otros remedos de las “danzas macabras” del Medioevo. Acude a la mente una frase quevedesca de la inscripción en la cercana tumba del obispo Valdés: “Quien no supo de entierro, sabe ahora del polvo de la ceniza…”
Un obispo difunto recorre la iglesia
Muchos cubanos llevan el apellido Valdés sin saber que quien se los donó está enterrado en el Espíritu Santo. Ese era el apellido que se adjudicaba a los expósitos recogidos en la Casa de Maternidad y Beneficencia. Esta institución, signo de una época felizmente rebasada, fue erigida en 1710 por el obispo Gerónimo Valdés, obra que había inspirado su antecesor, el obispo Compostela, al enterarse de que una criatura abandonada en las calles de La Habana colonial había sido devorada por los perros. Valdés entregó su apellido a todos los amparados en la antigua Casa de Niños Expósitos. Por cierto, era su apellido materno: en los archivos secretos del Vaticano se descubrió hace años que, enigmáticamente, su verdadero nombre fue Gerónimo de Nosti y de Valdés.
El historiador Luis F. Le Roy investigó su vida. El obispo era un asturiano terco y voluntarioso, aunque íntegro y caritativo. Se opuso con una tozudez increíble a que los dominicos fundaran la primera universidad que tuvo Cuba, y en una ocasión se enfrentó de modo intempestivo con el capitán general, que era nada menos que Guazo Calderón, quien poco antes había aplastado la Protesta de los Vegueros con tanta violencia y crueldad que el mismo rey lo requirió porque se le había ido la mano.
Valdés murió en 1729 y, según su deseo, fue enterrado bajo la flor y las cuatro estrellas de piedra de su bóveda gótica Made in Havana, es decir, en un muro del presbiterio del Espíritu Santo. La situación de su sepulcro la confirman el obispo Morell y el historiador Arrate. Sin embargo, para la construcción de la nave lateral ordenada por el primero fue necesario derruir la pared, y con ella desapareció toda noticia de los restos de Valdés. Como la construcción de la crujía coincidió con la toma de La Habana por los ingleses, y sabemos lo que entonces ocurrió al también muy bragado obispo Morell, todo indicaba que los restos habían sido trasladados a un sitio provisional, con el fin de sepultarlos después a la altura de su dignidad. Pero como Morell murió en 1768, el asunto debió haber caído en el olvido, al punto de desaparecer toda referencia sobre el paradero del fundador de la Beneficencia.
Ramón Junco, archivero de la iglesia, me cuenta cómo un día de 1936 una losa del piso cedió bajo el peso de los concurrentes. El había oído decir que al pie de cada uno de los altares laterales existían “tumbas de familias de antaño”, por lo cual se decidió levantar el piso en el lugar de la falla. ¡Cómo sería la sorpresa cuando al momento apareció nada menos que la mitra de un obispo, del obispo Valdés, que había ido a parar al otro extremo de la iglesia!
La conmoción fue general. ¡Hasta la policía tuvo que intervenir para evitar el desorden de la gente que hacía cola para observar los restos del prelado allí en medio del templo, todavía con los guantes y la casulla que había usado 200 años atrás!
Lo que sucedió después fue muy extraño. En el mismo sitio del hallazgo se construyó una sencilla sepultura cubierta por un cristal, donde los despojos del obispo permanecieron durante más de veinte años a la vista de todo el que entrara en la iglesia. ¡Macabra espectacularidad la de aquella tumba-vidriera, la única de que tengo noticias!
Fue el padre Gaztelu quien emprendió el esfuerzo por acabar con los avatares funerarios de Valdés. Su gestión consiguió construir un magnífico sepulcro con la estatua yacente del obispo. Los milicianos acantonados en la iglesia durante los combates de Playa Girón ayudaron a colocarlo en el lugar del primer enterramiento, a un costado del presbiterio. Desde 1961 reposa allí (¿definitivamente?) bajo su bóveda gótica, de 83 años de vida intensa y 252 de no menos agitada muerte.
Arango y Parreño bautizado antes de nacer
La muerte parece haber sentado plaza en el Espíritu Santo, la única iglesia-necrópolis de La Habana. ¿Cuántas tumbas ignoradas esconderá todavía su suelo? ¿Quiénes serán sus ocupantes?
Pero el monumento también está ligado a la vida. Uno de sus rincones más agradables es el baptisterio, donde la arquitectura abandona su rigidez para volverse tierna y sonriente. Por su pila bautismal, sobre la que se mueve una paloma de madera colgada del techo por Gaztelu, pasaron muchos niños destinados a desempeñar un papel relevante en la vida y la cultura cubanas: José de la Luz y Caballero (a los diez días de nacido), Antonio Bachiller y Morales (a los nueve días), Manuel de Zequeira (el futuro poeta tenía 16 días), losmúsicos Nicolás Ruiz de Espadero y Moisés Simons, el patriota Miguel Aldama, María del Pilar, la hermana de Martí, entre otros.
La fecha de la partida de bautismo de Francisco de Arango y Parreño es sorprendente: 21 de marzo de 1763. Esto, a primera vista, no tiene nada de asombroso. El detalle está en que en toda la bibliografía sobre el personaje, incluido el reciente “Diccionario de literatura cubana” publicado por el Instituto de Literatura y Lingüística, la fecha de nacimiento que se consigna es el 22 de mayo de 1765. Aunque Arango, quien llegó a ser miembro del Supremo Consejo de Indias, siempre fue muy precoz, pienso que no al extremo de que lo bautizaran dos años antes de llegar al mundo. La fecha de nacimiento que figura en los libros del Espíritu Santo es el 10 de marzo de 1763. Todo parece indicar que se trata de otro de esos errores que vienen arrastrándose desde Arrate y Bachiller Morales, por descuidos en la consulta de las fuentes. El documento nos informa además que el segundo nombre de Arango era Xavier.
En el Espíritu Santo se casaron el patriota Domingo Goicuría, los escritores José Manuel Mestre y José Zacarías González del Valle, el reformista Nicolás Azcárate, el músico Eduardo Sánchez de Fuentes, y aún pudiera proseguirse la relación de personalidades asentadas en los registros del archivo parroquial, entre ellos Francisco Xavier Báez, el primer grabador cubano, quien hizo referencia a la iglesia en una de sus obras.
Mucho puede contar el monumento por sus peculiaridades culturales e históricas y por el patrimonio que atesora, pudiera decirse que la iglesia del Espíritu Santo es también una iglesia del espíritu.
- Gerardo Mosquera (La Habana, 1945).
Curador, crítico, historiador del arte y escritor independiente. - Reside en La Habana.