Cuando se está lejos se extraña más la Patria, se valora más lo que, quizá, teniendo en lo cotidiano no somos capaces de valorar. No es exceso de patriotismo o pura pose, es comparar la triste realidad en que vivimos con la vida en libertad, es pensar Cuba con el talento, entusiasmo y creatividad de los cubanos sin limitaciones de gobierno y sin represión.
En días recientes he vivido unas experiencias inolvidables a mi paso por la ciudad de New York. Más allá de las luces, el ajetreo neoyorkino, el claxon de los automóviles que suena con frecuencia, el ambiente cosmopolita al caminar por sus céntricas avenidas, los rascacielos que hacen miniatura a la persona que extiende su vista hacia arriba para contemplarles, llevo en mi mente y en mi corazón algo más subjetivo, más perecedero. Las luces se pueden apagar, aunque le llamen la ciudad que nunca duerme, el sonido de los automóviles y el ajetreo en la ciudad disminuye con las grandes nevadas, de los rascacielos y esa realidad aumentada, a veces la gente quiere huir, para vivir más tranquilos, aunque con la certeza de que esos contrastes se pueden lograr cuando se desee. Ir y venir. Acercarse o retirarse. Estos son, entre otros, los beneficios de la libertad. Todo lo anterior puede cambiar, pero lo que no cambia es la esencia de una ciudad libre, pluralísima, como la variedad de las luces que cubren su noche, tan inclusiva como acogedora porque confluyen la diversas culturas del mundo y alegre porque, a pesar de sus cruces, de sus vicios, de sus corrupciones y violencias, la ciudad guarda su memoria histórica pero propone un futuro de justicia y amor.
Hay tres símbolos, entre tantos que pueden llamar la atención en una multitudinaria ciudad, que quisiera destacar: la presencia de Varela y de Martí, las huellas dolorosas y resilientes del terrorismo y la obra de las manos del hombre en libertad.
A los cubanos nos une mucho esta urbe, más de lo que podemos pensar cuando no le conocemos. Es la ciudad que acogió al Padre Félix Varela, fundador de nuestra nacionalidad y a José Martí, apóstol de nuestra independencia, quien vivió en Nueva York durante 15 años parte de sus momentos más fructíferos para el bien de la Patria. La presencia de Martí es impresionante, en sitios muy conocidos como el Parque Central, en la Avenida de las Américas, con su estatua ecuestre, que tiene réplica en La Habana; en el boulevard de New Jersey, sitio de congregación de muchos cubanos con un busto y una inscripción doctrinal: “La Patria es ara, no pedestal”, para referirse a la frase más amplia que explicaba una vida de servicio no de meros beneficios propios; o en otros lugares menos conocidos como placas en la acera, edificios de residencia o la última casa de Martí en New York. De tan presente que está, hasta en el Museo de la estatua de la libertad, en las pantallas interactivas que posee, aparece uno de sus aforismos para el mundo: “La libertad cuesta muy cara, y es necesario, o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio”. Martí se nota en esta ciudad, se recuerda y se admira. La presencia cubana, en un exilio bastante comprometido y entusiasta, revive la historia, le recuerda en bares, cafeterías, restaurantes, le pintan en la pared o le citan en escritos con connotación patriótica. Martí sigue siendo, aun en esta megametrópoli, un punto de encuentro, una comunión de esperanzas, la amalgama perfecta para juntar y proyectar hacia el futuro.
Lo segundo que me ha impresionado, como supongo que a muchos, es la huella del terrorismo en esta ciudad. En los tiempos que corren, con el actuar de Hamas y el apoyo de algunos gobiernos patrocinadores del terrorismo, estar frente al Memorial Nacional por los sucesos del 11 de septiembre de 2001, supuso para mí una oración por las víctimas, pasadas y presentes, un minuto de silencio profundo para superar el dolor y poner la rosa blanca de Martí. Allí hay un clima diferente, es una sensación indescriptible. Las enormes cascadas que hoy son las bases del edificio, sus huellas, invitan a rezar, a pasar de lo convulso que es a veces el ruido de la cascada, a la paz que también emana del agua, que cae y se precipita en un remanso amplio para reposar cristalina en el espacio vacío. Un gran espacio vacío que recuerda la pérdida. La ausencia es inevitable, la cicatriz honda, pero eso quiere ser, en medio de la metrópolis bulliciosa, el agua, luz y fuente de vida, y los cientos de árboles, especialmente uno que sobrevivió asombrosamente a la catástrofe. Otros muchos, sembrados después, rodean el perímetro. Son oxígeno y aislante del ruido, que invitan a pasar, bajar la cabeza, rezar y ofrecer en la lucha para que estos actos no tengan lugar nunca más en el mundo. En varios sitios de la ciudad se exponen fragmentos de los edificios de las torres gemelas, ante ellos se reza como un monumento nacional y mundial por las víctimas del terrorismo.
En tercer lugar, maravillado ante la inmensidad de la arquitectura, quisiera ponderar la creación del hombre, las benditas manos del hombre que Dios dota de creatividad para mostrar el gusto estético y la belleza desbordada. Admirar la Catedral de San Patricio, el Empire State, el exceso de tecnología en Times Square o el silencio del otro lado del río Hudson con la vista privilegiada del horizonte de Manhattan, nos hablan de la capacidad del hombre para crear en libertad. Así, al igual que estas grandes construcciones, están los pequeños espacios cubanos que mantienen viva la tradición del terruño, los grupos de coterráneos que desde este sitio de la Diáspora empujan por los cambios en Cuba, los sacerdotes que siguen llevando a Cuba en su prédica diaria. A todos los que encontré les sentí como hermanos que compartimos un mismo ideal, el bien de Patria.
Estos tres símbolos, de tantos que se pueden recordar de una visita a New York, están permeados por un componente común: la libertad. La libertad como supremo ideal del Apóstol. La libertad en sentido pleno, que destierre la opresión, el terrorismo y la guerra. La libertad en conjunción con la democracia, ingredientes esenciales para un verdadero Estado de Derecho. La libertad de conciencia y de religión, la libertad de empresa, la libertad de asociación, la libertad de expresión, en fin y en mayúsculas, el derecho sagrado a la libertad.
En New York, junto a estos tres símbolos, debo decir que me sentí más cubano y más feliz de ser cubano. Cuba es una sola que respira, vive y trabaja con esperanza, desde la Isla y desde su Diáspora.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.