El reciente debate sobre el “centrismo” en la opinión electrónica cubana hizo evidente la poderosa resistencia oficial al avance de la autonomización de la sociedad civil y a la apertura de la esfera pública en Cuba. Un avance tan inevitable como la globalización misma, pero que perfila al sector inmovilista del poder cubano como un competidor desleal. El núcleo político del Estado cubano sabe que la diversificación y la autonomización son fenómenos sociales irreductibles, en el siglo XXI, pero no renuncia a ponerlos bajo su control.
Como ha observado el economista Pedro Monreal, en su blog El Estado como tal (https://elestadocomotal.com/), en una economía estatalizada, como la cubana, que se abre cautelosamente al mercado, no hay recursos para financiar dicha autonomización. Si en Cuba se hubiera producido una apertura económica consistente, el problema de la necesidad de financiamiento externo para la sociedad civil y la esfera pública, hoy se plantearía de un modo distinto. Sin embargo, dicha necesidad es tan acuciante para los sectores independientes como para el propio Estado.
El desarrollo de la sociedad civil en América Latina y el Caribe en las últimas décadas ha sido una de las prioridades de instituciones internacionales como la ONU y la Unesco, así como de instituciones públicas y fundaciones privadas de la Unión Europea y Estados, las iglesias y los foros regionales y globales de integración. Los gobiernos latinoamericanos y caribeños no penalizan el desarrollo de la sociedad civil porque consideran que la consolidación de la democracia depende de la vertebración de una institucionalidad autónoma que encauce la sociabilidad ciudadana. Para las democracias de la región no son antitéticos la autonomía de la sociedad civil y la soberanía del Estado nacional.
En Cuba, por el contrario, sí son antitéticos por una concepción no democrática de la soberanía, impresa en la Constitución, las leyes y el Código Penal. El ejercicio de las libertades de asociación y expresión, al margen del Estado y con fines de reforma o cambio pacífico del sistema político, es un delito punible. Dado que esa finalidad, por parte de la sociedad civil o la oposición política, es oficialmente asociada con el objetivo de la estrategia histórica de Estados Unidos hacia la isla, los actores independientes son criminalizados como agentes extranjeros.
Esa judicialización de la doctrina de la soberanía nacional impide que, en Cuba, la sociedad civil y la esfera pública deliberen autónomamente sobre las posibilidades de una reforma o un cambio del régimen político. Lo que ha podido constatarse en los últimos años es que esa limitación no solo afecta a las instituciones y actores independientes, sino a los afiliados total o parcialmente al Estado. Sin embargo, la estigmatización y, eventualmente, el procesamiento penal, por financiamiento externo, se aplican exclusivamente a los actores autónomos.
La tesis oficial es que tal autonomía es falsa, ya que una manera fácil de sublimar la dependencia del Estado es presentar a todas las instituciones y asociaciones alternativas como entes subordinados a otro gobierno, preferentemente el de Estados Unidos. La falacia de tal argumento no solo se evidencia en la estrategia global de las fundaciones privadas o su participación en proyectos del gobierno cubano sino en lo complejo que se ha vuelto, tras la última administración de Barack Obama, definir la política de Estados Unidos hacia Cuba como un plan hostil para producir el derrocamiento o el cambio súbito del régimen.
Aún después del retroceso de la política hacia Cuba de Donald Trump, muchas instituciones públicas y privadas de Estados Unidos siguen comprometidas con un apoyo a la apertura comercial, al desarrollo de la sociedad civil y a la democratización cubana, que no puede identificarse con la hostilidad practicada y heredada de la Guerra Fría. Esos objetivos –autonomía de la sociedad civil, apertura de la esfera pública, respeto a los derechos humanos- son asumidos por el sector más inmovilista del gobierno cubano como “subversivos” porque la política doméstica e internacional de la isla sigue atada a patrones superados en el hemisferio en el siglo XXI.
Como hemos comprobado en el último año, la normalización diplomática emprendida por la administración Obama no avanzó mucho en el cuestionamiento de esos prejuicios. La posición del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba fue inequívoca: la política de Obama buscaba lo mismo pero por otros medios. Según esta postura, toda política de Estados Unidos, encaminada a fortalecer los valores universales de la democracia, busca el derrocamiento o el cambio de régimen, por lo que la diferencia entre una transición gradual a una democracia soberana y un golpe de Estado se vuelve fútil.
La lección del fracaso de la política de Obama hacia Cuba, no por la marcha atrás de Trump sino por la respuesta del gobierno cubano, desde abril de 2016, plantea un reto enorme a la sociedad civil y la oposición política. Cerradas todas las vías institucionales, incluso las electorales, para intervenir en una democratización del sistema, las opciones más confrontacionales vuelven a emerger como alternativa. El paradigma de la resistencia cívica y del reclamo de legitimidades autónomas deberá prevalecer, si no se quiere que la estigmatización de los proyectos independientes se vea rebasada por una senda más represiva, que haga más distante la democracia en la Isla.
Rafael Rojas (Santa Clara, 1965).
Historiador y ensayista.
Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana y Doctor en Historia por El Colegio de México.
Miembro del Consejo Académico del Centro de Estudios Convivencia (CEC). Cuba.
Reside en México.