Tres leyes del espíritu humano: la de pensar, la de hablar y la de obrar.

Discurso de Ignacio Agramonte en el aula magna de la universidad de La Habana


Sr. Rector e Ilustre Claustro.
 
Señores:

La administración que permite el franco desarrollo de la acción individual a la sombra de una bien entendida concentración del poder, es la más ocasionada a producir óptimos resultados…

Discurso de Ignacio Agramonte en el aula magna de la universidad de La Habana

Nota del Consejo de Redacción:

Por la importancia y vigencia para el presente y el futuro de Cuba, Convivencia desea publicar el texto íntegro de este trabajo del joven camagüeyano Ignacio Agramonte. Para idear el futuro es necesario profundizar en las raíces de la Nación que estos patricios fundaron. También nos ayuda un artículo especialmente creado para esta sección de Convivencia por el reconocido abogado Dr. René Gómez Manzano, presidente de la Corriente Agramontista. (Fin de la Nota)
 
Ignacio Agramonte
Ignacio Agramonte
Sr. Rector e Ilustre Claustro.
 
Señores:
 
La administración que permite el franco desarrollo de la acción individual a la sombra de una bien entendida concentración del poder, es la más ocasionada a producir óptimos resultados, porque realiza una verdadera alianza del orden con la libertad.
 
Vive el hombre en sociedad, porque en su estado natural, es condición indispensable para el desarrollo de sus facultades físicas, intelectuales y morales, y no en virtud de un convenio o de un pacto social, como han pretendido Hobbes y Rosseau.
 
La sociedad no se comprende sin orden, ni el orden sin un poder que lo prevenga y lo defienda, al mismo tiempo que destruya todas las causas perturbadoras de él. Ese poder, que no es otra cosa que el Gobierno de un Estado, está compuesto de tres poderes públicos, que cuales otras tantas ruedas de la máquina social, independientes entre sí, para evitar que por un abuso de autoridad, sobrepujando una de ellas a las demás y revistiéndose de un poder omnímodo, absorba las públicas libertades, se mueven armónicamente y compensándose, para obtener un fin determinado, efecto del movimiento triple y uniforme de ellas.
 
Me ocuparé de uno de esos poderes: del poder ejecutivo o administrativo; y solo él, porque tal es el terreno en que me coloca la proposición que defiendo. En ella se ha tomado la palabra administración en una de sus diversas acepciones, en la del ejercicio del poder ejecutivo en toda la extensión de sus atribuciones.
 
La divina mano del Omnipotente ha grabado en la conciencia humana la ley del progreso, el desarrollo indefinido de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre; y para llegar a ese fin, ciertas condiciones que constituyen en él deberes de respecto a Dios, porque tiene que someterse a ellas, para llegar al cumplimiento de su destino, destino grandioso, sagrado, marcado por la Providencia; y derechos con respecto a la sociedad que debe respetarlos y proporcionar todos los medios para que llegue a aquel desenvolvimiento. “Detener la marcha del espíritu humano, ha dicho un célebre escritor, privándole de los derechos que ha recibido de la mano bienhechora de su Creador, oponerse así a los progresos de las mejoras morales y físicas, al acrecentamiento del bienestar y felicidad de las generaciones presentes y futuras, es cometer el más criminal de los atentados, es violar las santas leyes de la Naturaleza, es propagar indefinidamente los males, los sufrimientos, las disensiones y las guerras, de que los pueblos no han cesado de ser las víctimas”.
 
Estos derechos del individuo son inalienables e imprescriptibles, puesto que sin ellos no podrá llegar al cumplimiento de su destino; no puede renunciarlos, porque como ya he dicho, constituyen deberes respecto a Dios, y jamás se puede renunciar al cumplimiento de esos deberes. Se ha dicho que el hombre, para vivir en sociedad, ha tenido que renunciar a una parte de sus derechos; lejos de ser así contribuye con una porción de sus rentas y aún a veces con su persona al sostenimiento del Estado, que debe defendérselos, que debe conservárselos íntegros, que debe facilitar su libre ejercicio. Bajo ningún pretexto se pueden renunciar esos sagrados derechos, ni privar de ellos a nadie sin hacerse criminal ante los ojos de la divina Providencia, sin cometer un atentado contra ella, hollando y despreciando sus eternas leyes. “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos”, como en Francia la Asamblea Constituyente de 1791.
 
La justicia, la verdad, la razón, solo pueden ser la suprema ley de la sociedad; decir: “salus populi suprema lex est” es tomar el efecto por la causa. El derecho para ser tal y obligarlo, debe tener por fundamento la justicia.
 
Tres leyes del espíritu humano encontramos en la conciencia: la de pensar, la de hablar y la de obrar. A estas leyes para observarlas, corresponden otros tantos derechos, como ya he dicho, imprescindibles e indispensables para el desarrollo completo del hombre y de la sociedad. Al derecho de pensar libremente corresponden la libertad de examen, de duda, de opinión, como fases o direcciones de aquel. Por fortuna, estas, a diferencia de la libertad de hablar y obrar, no están sometidas a coacción directa; se podrá obligar a uno a callar, a permanecer inmóvil, acaso a decir que es justo lo que es altamente injusto. Pero ¿cómo se le podrá impedir que dude de lo que se le dice? ¿Cómo que examine las acciones de los demás, lo que se le trata de inculcar como verdad, todo, en fin, y que sobre ello formule su opinión? Solo por medios indirectos; la educación, las precipitaciones, las costumbres, influyen a veces coartando el franco ejercicio de ese derecho, que es la más fuerte garantía para la sociedad y el Gobierno de un Estado que se funda en la verdad y la justicia.
 
A pesar de que la razón y la experiencia nos demuestran que no podemos formarnos una opinión exacta en ninguna materia sin examinarla previa y detenidamente, no han faltado hombres y aún clases enteras en la sociedad, que con miras interesadas y ambiciosas, han querido despojar al hombre de esos derechos revelados por la razón a todos, pues son universales, y monopolizarlos ellos. En cuanto a nosotros, siempre diremos con san Pablo: “Examinémoslo todo y atengámonos a lo que es bueno”.
 
Consecuencia de la libertad de pensar es la de hablar. ¿De qué servirían nuestros pensamientos, nuestras meditaciones, si no pudiéramos comunicarlos a nuestros semejantes? ¿Cómo adquirir los conocimientos de los demás? El desarrollo de la vida intelectual y moral de la sociedad sería detenido en medio de su marcha.
 
De la enunciación de los diversos exámenes, de las contrarias opiniones, de las diferentes observaciones, de la discusión en fin, surge la verdad como la luz del sol, como del eslabón con el pedernal, la ígnea chispa.
 
Pero la verdad, se ha dicho, no siempre conviene exponerla; en realidad no conviene; pero es al poderoso que oprime al débil, al rico que vive del pobre, al ambicioso que no atiende a la justicia o injusticia de los medios de elevarse; lejos de ser perjudicial, es siempre conveniente al ciudadano y a la sociedad, cuyas felicidades estriban en la ilustración y no en la ignorancia o el error, y a los gobernantes cuando lo son en nombre de la justicia y la razón.
 
La prensa con razón es considerada como la representación material del progreso. La libertad de la prensa es un medio de obtener las libertades civil y política, instruyendo a las masas, rasgando el denso velo de la ignorancia, hace conocer sus derechos a los pueblos y pueden estos exigirlos.
 
No carece de inconvenientes la prensa completamente libre, pero ni contrapesan sus ventajas, ni son de tanta importancia como se ha tratado de hacer creer. “Se puede abusar de la prensa, dice un autor inglés, por la publicidad de principios falsos y corrompidos; pero es más fácil, añade el mismo, remediar este inconveniente combatiéndolo con buenas razones que empleando las persecuciones, las multas, la prisión y otros castigos de este género”.
 
También se ha dicho que puede ser perjudicial por las infamaciones; a esto respondemos con Ovidio: “Conciamens recti famae mendacia ridet”; o con el emperador Teodosio, en una ley que promulgó en 393, en la que dice: “Si alguno se deja ir hasta difamar nuestro nombre, nuestro gobierno y nuestra conducta, no queremos que esté sujeto a la pena ordinaria, marcada por las leyes, ni que nuestros oficiales le hagan sufrir una pena rigurosa, porque si es por ligereza, es necesario despreciarlo; si es por ciega locura, es digno de compasión; si es por malicia, es necesario perdonarle”.
 
Por otra parte, no es fácil que se expusiera un escritor a que el calumniado entablase contra él, ante el tribunal competente, la acción de calumnia, y sufrir las consecuencias.
 
La libertad de obrar consiste en hacer todo lo que le plazca a cada uno en tanto que no dañe los derechos de los demás. No puede darse, empero, demasiada latitud a esa restricción; hay casos en que, obrando libremente el individuo, causa un daño a los demás y a veces a la sociedad entera; y sin embargo, no puede impedírsele el ejercicio de su derecho, sin causarlos mayores atacando la libre acción individual. Así sucedería cuando un hombre imprudentemente invirtiera su capital en empresas ruinosas; en tal caso los abastecedores de un consumo sufrirían un menoscabo, pues que esa menos salida tendrían sus frutos; perjudicaría económicamente a la sociedad, porque ese capital se pierde para la circulación y una cantidad equivalente de industria perece. El único remedio a males de esta clase, es fomentar la instrucción y estimular los sentimientos nobles y generosos. Por punto general, nadie conoce mejor los intereses de uno como él mismo; y cuando la opinión general está bien dirigida y por la conservación de la individualidad tiene energía, es un freno bastante poderoso contra el egoísmo, la avaricia, la prodigalidad, la envidia y demás carcomas del bienestar individual y social.
 
El individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funestas aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella. Debe el hombre escoger los hábitos que más convengan a su carácter, a sus gustos, a sus opiniones y no amoldarse completamente a la costumbre arrastrado por el número. Es muy frecuente ese deseo de imitar ciegamente a aquellos que se hallan a igual altura que nosotros en la escala social, cuando no en una mayor. De este modo el hombre libre, convirtiéndose en máquina va perdiendo esa tendencia a examinarlo todo, a querer comprender y explicarse cuanto ve, a comparar y escoger lo bueno, desechando lo malo. Tendencia tan natural como necesaria en él.
 
Así llega a ser capaz de grandes sentimientos, de esa voluntad fuerte, invencible, que se ha comparado a un torrente que arrastra cuanto encuentra a su paso y que caracteriza a los grandes genios. Una sociedad compuesta de miembros de aquella índole, en la que por la uniformidad de costumbres, de modo de pensar, no hay tipos distintos donde poder entresacar las perfecciones parciales, que reunidos en un solo todo pueda servir de modelo, se paralizará en su marcha progresiva hasta que otra parte de la humanidad, que haya ascendido más en la escala del progreso y de la civilización, sacándola del estado estacionario en que se encuentra, le dé nuevo impulso para que continúe en la senda de su destino. Dígalo si no la China, el Oriente todo.
 
Que la sociedad garantice su propiedad y seguridad personal, son también derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad. El olvido o el desprecio de ellos, si bien no es más criminal que los demás, sí es más a menudo causa de revoluciones y conflictos en que a cada paso se ven envueltas las naciones.
 
Estos derechos, lo mismo que los anteriormente expuestos, deben respetarse en todos los hombres porque todos son iguales; todos son de la misma especie, en todos colocó Dios la razón, iluminando la conciencia y revelando sus eternas verdades; todos marchan a un mismo fin; y a todos debe la sociedad proporcionar igualmente los medios de llegar a él.
 
La Asamblea Constituyente francesa de 1791 proclamó entre los demás derechos del hombre el de la resistencia a la opresión…
 
Demostrado ya que el gobierno debe respetar los derechos del individuo, permitiendo su franco desarrollo y expedito ejercicio, creemos haber llenado nuestro deber con respecto a la primera parte de la proposición. Pasaremos a la segunda, o sea a demostrar que solo la administración centralizada de una manera bien entendida o conveniente deja expedito el desarrollo individual.
 
La centralización llevada hasta cierto grado, es por decirlo así, la anulación completa del individuo, es la senda del absolutismo; la descentralización absoluta conduce a la anarquía y al desorden. Necesario es que nos coloquemos entre estos dos extremos para hallar esa bien entendida descentralización que permite florecer la libertad a la par que el orden.
 
Frecuentemente se confunde la unidad con la centralización; pero la unidad es: la uniformidad de intereses, de ideas y sentimientos entre los miembros del Estado, y la centralización: la acumulación de las atribuciones del poder ejecutivo de un gobierno central. Las más de las veces existen juntas, sin embargo la Historia nos las muestra separadas en Roma cuando estaba en su apogeo de grandeza; en ella, al paso que sus Emperadores habían concentrado en sus manos todo el poder, no había unidad en el Imperio; y en la moderna Inglaterra, donde hay unidad de sentir y de pensar al mismo tiempo que descentralización administrativa.
 
La centralización limitada a los asuntos trascendentales y de alta importancia, aquellos que recaen, o que por sus consecuencias pueden recaer bajo el dominio de la centralización política, es indudable que es conveniente; más que conveniente, necesaria: pero es abusiva desde el momento en que, extralimitándose de la inspección y dirección que en aquellos negocios le corresponde, interviene en otros que no tienen esos caracteres.
 
Por fuerte que sea un gobierno centralizado, no ofrece seguridades de duración, porque todavía su vida está concentrada en el corazón y un golpe dirigido a él, lo echa por tierra. Los acontecimientos palpitantes aún y que han tenido lugar en Francia a fines del siglo pasado, confirman esta verdad.
 
La centralización no limitada convenientemente, disminuye, cuando no destruye la libertad de industria, y de aquí la disminución de la competencia entre los productores, de esta causa tan poderosa del perfeccionamiento de los productos y de su menor precio, que los pone más al alcance de los consumidores.
 
La administración, requiriendo un número casi fabuloso de empleados, arranca una multitud de brazos a las artes y a la industria; y debilitando la inteligencia y la actividad, convierte al hombre en órgano de transmisión o ejecución pasiva.
 
A pesar del gran número de empleados que requiere la dicha administración, los funcionarios no tienen tiempo suficiente para despachar el cúmulo de negocios que se aglomera en el Gobierno por su intervención tan peligrosa como minuciosa en los intereses locales e individuales, y de aquí demoras harto perjudiciales, y lo que es peor aún, su despacho, tras dilatado, es encomendado por su número a subalternos, cuya impericia o falta de conocimientos locales no ofrecen garantía alguna de acierto.
 
Mientras los sueldos de los empleados son demasiado mezquinos para sostenerlos con dignidad en la posición que sus funciones demandan, obligándolos a descuidar aquella algún tanto y recargándose con otras ocupaciones, aquellos por su multitud forman una suma altamente gravosa para el Estado.
 
La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad. De allí al comunismo no hay más que un paso; se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción destruyendo su libertad, sujetando a reglamento sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas.
 
Lejos de tener todos esos inconvenientes una concentración bien entendida, disminuyendo el número de sus empleados, se les pagaría de un modo proporcionado a su trabajo y suficiente a satisfacer dignamente sus necesidades. Solo así podrían dedicarse exclusivamente y con entusiasmo al cumplimiento de sus deberes. Este es el gran secreto para que la administración esté bien servida, dice Jules Simon, observando la administración inglesa.
 
Estableciendo cierta independencia entre ellos, su dignidad en vez de humillarse estando sometidos a los caprichos de un superior, crecería hasta llegar a su correspondiente altura, con una responsabilidad legal y no arbitraria. Lejos de ser convertidos en máquinas de ejecución o de transmisión, necesitarían desplegar su actividad e inteligencia, que redundaría en provecho de él mismo y de la sociedad.
 
El individuo, con esta organización, podría tener garantizado el libre ejercicio de sus derechos contra los excesos y errores de los funcionarios, con acciones legales y entabladas ante los tribunales competentes.
 
Un código único. Arma regular y recursos financieros reunidos en la mano de un poder central para ser empleados conforme a la ley, sería una garantía bastante contra el federalismo y para repartir sus impuestos, administrar sus propiedades, construir sus vías de comunicación, gobernar, en una palabra, sus asuntos locales, que solamente ellos conocen y más directamente les interesan.
 
Si me fuera permitido mayor extensión yo aglomeraría más razones y los hechos que apoyan una concentración bien entendida del poder, porque es una organización dictada por los sanos y eternos principios y confirmada por la experiencia; pero fuerza es que concluya esta parte y lo haré copiando un trozo de Maurice Lachatre: “Así como los antiguos romanos no usaban de la dictadura sino por cortos intervalos y solamente cuando la patria corría grandes peligros, es necesario tener en ellos una acumulación tan enorme de poder, como la de una máquina que permite a un solo hombre atar una nación y someterla a su voluntad. En tiempo de paz, la centralización (limitada como lo hemos hecho nosotros), es el estado natural de un pueblo libre y cada parte de su territorio debe gozar de la mayor suma de libertad, a fin de que siempre y por todas partes, los ciudadanos puedan adquirir el desenvolvimiento normal de todas sus facultades”.
 
Demostrado que solo una administración concentrada convenientemente puede dejar expedito el desarrollo de la acción individual, quédalo también que solo a la sombra de aquella puede realizarse esa alianza del orden con la libertad, que es el objeto que debe ponerse todo gobierno y el sueño dorado del publicista, porque aquella es la representación del orden; de esa armonía de los intereses y acciones de los individuos entre sí, y de los de estos con el gobierno en su más perfecta concurrencia de libertad, representada por ese franco desarrollo de la acción individual.
 
El Estado que llegue a realizar esa alianza será modelo de las sociedades y dará por resultado la felicidad suya, y en particular, de cada uno de sus miembros; la luz de la civilización brillará en él con todo esplendor, la ley providencia del progreso lo caracterizará y perpetua será su marcha hacia el destino que le marcó la benéfica mano del Altísimo.
 
Por el contrario, el Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan solo en la fuerza; y el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación.
 
Nota
El Dr. Juan M Dihigo y Mestre, en su Bibliografía de la Universidad de La Habana (1936), nos dice que: “Débese a la bondad del coronel del Ejército Libertador Cubano, Sr. Francisco de Arredondo Miranda, la copia de esta tesis, que publicamos en la Revista de la Facultad de Letras y Ciencias, Habana, 1912, vol. XV, p. 28-36, tomándola del Tomo II de la colección de Documentos Históricos de su rico archivo de Historia de Cuba y cuya tesis es una prueba de imprenta, con varias correcciones…” En la reproducción ofrecida por la citada Revista, léese al final de la misma esta fecha: Habana, Febrero 8 de 1862.
 
Nuestro malogrado compañero de estudios, el Dr. Eugenio Betancourt y Agramonte, nieto de El Mayor, en su notable libro sobre Ignacio Agramonte y la Revolución Cubana, obra póstuma, que vio la luz en 1928, pone esta nota explicativa al pie de su reproducción del mencionado trabajo: “Este discurso pronunciado en febrero de 1866, lo hemos copiado de un impreso antiguo que conserva en su archivo histórico el coronel Francisco de Arredondo y Miranda”.
 
Ahora bien, en el Expediente (sic) de la carrera literaria seguida por Ignacio Agramonte y Loynaz en la Universidad de La Habana, consta, sin lugar a dudas, que el héroe camagüeyano recibió la investidura de Licenciado en Derecho Civil y Canónico, el día 11 de junio de 1865. Y ya Antonio Zambrana, en el discurso que pronunció en la velada conmemorativa del 400 aniversario de la muerte del insigne caudillo (1913), afirmó que “en uno de los ejercicios que sostenían un día de la semana en el aula magna los estudiantes de cada facultad, leyendo el elegido para el caso una disertación a que otros, también designados por el catedrático a quien tocaba hacerlo, presentaban objeciones y reparos, leyó Ignacio Agramonte… un discurso vibrante, eléctrico, elocuentísimo, en que, a propósito de un tema de administración, habló de los derechos menospreciados de Cuba y de su pésimo gobierno”. Es decir, que para su condiscípulo Zambrana, el discurso de Agramonte fue simple y sencillamente un trabajo de academia, una juevina o sabatina como se decía en el lenguaje de las aulas.
 
Hagamos constar, también, que inútil ha resultado nuestra diligencia por encontrar, entre los papeles dejados por el coronel Francisco de Arredondo y Miranda, el impreso antiguo a que alude Betancourt Agramonte, las pruebas de imprenta, a que se refiere Dihigo.
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