Por Vicente Echerri
La más importante secuela de la toma de La Habana por los ingleses fue la devolución de esta plaza a España en julio de 1763, de lo que ahora se cumplen 250 años.
La evolución de nuestro proyecto nacional, los rasgos que configuran nuestro carácter como pueblo…
Por Vicente Echerri
La más importante secuela de la toma de La Habana por los ingleses fue la devolución de esta plaza a España en julio de 1763, de lo que ahora se cumplen 250 años.
La evolución de nuestro proyecto nacional, los rasgos que configuran nuestro carácter como pueblo, la evolución de nuestras ideas políticas y del discurso que por más de dos siglos ha ido definiendo eso que se ha llamado “lo cubano” son el resultado directo de esa restauración luego de los once meses de dominación británica que, por demás, sirvió para destacar la importancia de la capital de la Isla: el territorio ocupado -en rescate del cual la Corona española estuvo dispuesta a ceder la Florida- se extendía tan solo de Mariel a Matanzas.
Para gobernar la ciudad devuelta a su soberanía, Carlos III nombró a Don Ambrosio Funes de Villalpando, conde de Ricla, que llegaría a La Habana el 30 de junio para hospedarse en la quinta San Juan, propiedad de los padres betlemitas, a fin de dar tiempo a que los ingleses dispusieran la evacuación y entrega de la plaza. El cambio de poderes tuvo lugar en la mañana del 6 de julio cuando Ricla, acompañado de Alejandro O’Reilly -que dejaría una noble memoria en el pueblo cubano y quien venía nombrado para el recién creado cargo de Segundo Cabo-, entraron en coche descubierto por la puerta de Tierra en medio del desbordante entusiasmo popular.
Parecía cerrarse así el capítulo que comenzara exactamente 13 meses antes cuando, el 6 de junio de 1762 se presentara frente a La Habana la más formidable Armada que hubiera cruzado jamás el Atlántico: doscientas naves tripuladas por más de ocho mil marinos y doce mil soldados. Gran Bretaña parecía decidida a castigar a España por su audacia de aliarse con Francia, casi al final de la guerra de los Siete Años (1756-1763), contienda en la que esta última habría de perder las posesiones coloniales de la India y el Canadá, además de varias islas del Caribe.
En los libros de historia que estudiamos de niños solían resaltar siempre la sorpresa que se llevó el gobernador Juan de Prado Portocarrero, y los habaneros en general, con la súbita aparición de la flota británica. Lo que no nos explicaban con claridad es que la costa norte de Cuba había sido durante siglos una ruta casi cerrada a la navegación; de suerte que los barcos que venían de España, incluida la flota de Indias, llegaban a La Habana recorriendo enteramente la costa sur de Cuba y doblando por el cabo de San Antonio. Ese era el trayecto obligado y el que los españoles vigilaban. Suponían que cualquier ataque a La Habana de parte de los ingleses tenía que provenir de Jamaica y acercarse a la ciudad desde Vueltabajo (Pinar de Río).
Sabedores de esto, los ingleses le confiaron a Sir George Pocock, un almirante experto, que hiciera pasar la inmensa flota a través del Canal Viejo de Bahamas; algo a lo que muy pocos se habrían atrevido en ese tiempo, ya que esa ruta -de más de 800 kilómetros, que corre paralela a la costa norte de Cuba, entre los cayos de Jardines del Rey y el banco de Gran Bahama- abunda en bajos que habían hecho encallar a infinidad de embarcaciones. Sin embargo, el Primer Lord del Almirantazgo estaba en posesión de un antiguo mapa español, de minucioso trazado, que lo llevó a pensar que un buen marino, con los prácticos necesarios, podría hacer la travesía y salir casi frente a Matanzas sin ser notado. Valiéndose de este mapa, así como del auxilio de pilotos contrabandistas que estaban familiarizados con el canal y de los resultados de una investigación llevada a cabo por el capitán Elphinstone -que había recorrido con la fragata Richmond todo el trayecto y hecho las anotaciones oportunas- los ingleses se decidieron por esa vía y el 6 de junio el enorme convoy se presentaba frente a La Habana.
El sitio duró más de dos meses por el empecinamiento de Albemarle de tomar el Morro antes de asaltar la ciudad, y en el ínterin la fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales causaron serios estragos en las tropas sitiadoras. Centenares de soldados ingleses dejaron sus huesos en las inmediaciones de La Habana sin que esta calamidad moviera la estulta rigidez de Albemarle, apegado a las lecciones de la academia militar de su tiempo, que prescribían la necesidad de tomar primero la ciudadela de cualquier plaza sitiada. Por su parte, el gobernador español hizo hundir tres navíos de línea en la boca del puerto para evitar la entrada de los buques ingleses, al tiempo que dejaba encerrados en la bahía -y por tanto inútiles- a trece naves de guerra que le habrían servido para enfrentar, o distraer al menos, a la flota enemiga. Esta medida, que tenía por objeto, además, poder usar a los marinos en la defensa de la ciudad, privó a España de la única fuerza naval significativa que contaba en la zona y, en consecuencia, dejó a los ingleses como dueños absolutos del mar.
Al fin, vencida la resistencia del Morro, que tuvo como secuela la muerte de su insigne defensor Don Luis de Velasco el 31 de julio (en cuyo honor los contendientes decretaron un día de tregua), extenuados y sin municiones, los españoles izaron banderas blancas a mediodía del jueves 12 de agosto. El viernes 13 se firmaría el acta de capitulación, y la entrega formal de la plaza tuvo lugar el sábado 14 cuando el ejército invasor entró en la ciudad.
La inconformidad de los vecinos ante la ocupación fue notoria, aunque Albemarle se mostró diligente en evitar saqueos e innecesarias humillaciones. Sin embargo, al encuentro con otra cultura, donde primaba la libertad de comercio y el ideal del progreso, no fueron inmunes los habaneros que, sujetos hasta entonces al monopolio comercial que imponía España, se vieron de repente visitados por innumerables barcos mercantes e inundados de productos de todas partes, provenientes muchos de ellos de las vecinas colonias que dos décadas después se convertirían en los Estados Unidos. Pese a los expolios y tributos de guerra que los ingleses le impusieron a la ciudad vencida, la ocupación dio lugar a un período de tal prosperidad que algunos ilustres habaneros solicitaron directamente a Londres que no devolvieran la plaza. El impacto de la dominación británica en La Habana puede juzgarse como una auténtica conmoción cultural que daría frutos a corto y largo plazo.
Uno de los resultados más inmediatos fue la mayor atención que el gobierno de Carlos III le prestó a Cuba luego de la restauración española. Aunque se reimpuso el odioso monopolio comercial (habría de durar hasta 1793), las ideas de la Ilustración que primaban en la metrópoli tuvieron mayor repercusión en la Isla a partir de entonces, gracias, entre otras cosas, al gobierno de algunos notables magistrados (el conde de Ricla, Bucarely, el marqués de La Torre, el conde de Santa Clara, Luis de las Casas) que van a llenar ese último tercio del siglo XVIII en el que aparecen las primeras instituciones con las que empieza a surgir el perfil de nuestra nacionalidad. Otro fue el inicio de una relación -comercial, cultural y más tarde política- con nuestros vecinos del Norte que solo habría de acrecentarse con el paso del tiempo y que influiría decisivamente en nuestra idiosincrasia como pueblo.
Más de una vez he oído a cubanos decir: “¡si los ingleses no se hubieran ido, cuán distintos seríamos!” Tan distintos que, simplemente, no seríamos. Si la soberanía española no hubiese regresado a Cuba en 1763, ninguno de los cubanos actuales (y particularmente los cubanos blancos) existiría, porque aún los que tenemos antepasados que llegaron a Cuba antes de la restauración, somos el resultado de numerosos enlaces de inmigrantes españoles venidos después, que nunca se habrían aventurado a ir a nuestro país de haber sido colonia inglesa. Desde luego, la historia hubiese sido completamente distinta, como distintos hubiesen sido sus protagonistas; basta señalar que a esa Cuba ni Mariano Martí ni Ángel Castro jamás hubieran ido a servir de soldados ni a fundar sus familias. Lo que sí no habría variado sería el destino de Cuba como gigantesca plantación azucarera y sitio de importación y exportación de africanos (si bien la trata, abolida por Inglaterra en 1807, se habría visto menos vulnerada). En la actualidad, nuestro país sería otra nación negra del Caribe, semejante a Jamaica, a la que Gran Bretaña le habría concedido su independencia sin derramamiento de sangre.
Pero la historia no es lo que pudo haber sido, sino lo que fue, y nosotros los cubanos de hoy somos necesariamente los herederos de estos últimos 250 años de historia como resultado ininterrumpido de causas y efectos, como es el escribir esta nota conmemorativa desde el exilio, mientras nuestro país se hunde en el envilecimiento y la ineficacia y ciertas zonas de La Habana parecieran recién bombardeadas por la marina inglesa, y Rufus Keppel, décimo conde de Albemarle, diseña camisas en una tienda neoyorquina.
Vicente Echerri.
Escritor cubano que reside en Estados Unidos.