La relación entre los dominios de la teología y la política es compleja. Llegar a cierta síntesis entre dichos dominios, hasta el punto de hablar de una teología política, no siempre ha sido tarea fácil. Entre los diversos esfuerzos por vincular teología y política existe el riesgo, por una parte, de justificar teológicamente un orden político determinado, tal como hizo Eusebio de Cesarea (265 d. C-339 d. C) durante el Imperio de Constantino I y como hizo Carl Schmit (1888-1985) durante el régimen nacionalsocialista en Alemania. Fue así como el teólogo Erik Peterson (1890-1960), por temor a dicho riesgo, negó la posibilidad de toda teología política, afirmando que la concepción trinitaria de la divinidad impide la transferencia unívoca de categorías del orden político al ámbito teológico, y viceversa. Por otra parte, en la teología política también existe otro riego, el de asumir una representación acrítica de la realidad, representación que estaría sesgada por ciertas ideologías, como la ideología de la Ilustración, así como las ideologías derivadas del marxismo. Sin embargo, esta tensión entre el discurso teológico y el discurso político encuentra una respuesta en el teólogo alemán Johann Baptist Metz (1928-2019). Este afirma la existencia de una teología política que adquiere la forma de una praxis cristiana crítica.
En el presente número nosotros mostraremos los fundamentos teóricos de la teología política de Metz, la cual se apoya fundamentalmente sobre los análisis del fenómeno de la secularización. En el próximo número mostraremos tanto el aspecto crítico de dicha teología política: la crítica teológica, la crítica ideológica y la crítica de las instituciones, así como sus límites y ventajas, ventajas que nos ayudan a reflexionar sobre la realidad política, social y religiosa cubanas.
La secularización: el fenómeno de la mundanización del mundo
Según Metz, a finales de la Edad Media se produjo un cambio en la forma en que el hombre comprendía el mundo. Este cambio se caracteriza por una creciente autonomía del mundo respecto a la esfera de lo divino. Aclaremos que, para Metz, el concepto de mundo se entiende en el sentido heideggeriano. Es decir, el mundo no es una categoría independiente de otra distinta que llamaríamos el hombre. El mundo, que forma parte de la esencia del ser humano, está atravesado por la temporalidad y la historia. El mundo es ante todo el conjunto de relaciones espaciales y temporales donde se teje la existencia humana. Lo mismo cabe decir del término comprensión. La comprensión no es solo una actitud teórica, sino la forma fundamental de la actividad del ser humano que lo vincula al mundo. La comprensión del mundo es una actividad de la cual resultan la ciencia, la tecnología, el arte, la religión y toda forma instituida de relación entre personas.
Dicha autonomía del mundo respecto a la trascendencia divina se manifestó en un cambio lento y continuo de las relaciones institucionales en la esfera política. La nueva concepción del Estado se apartó de aquella que, en la Edad Media, había utilizado conceptos teológicos, como el de la voluntad divina, para legitimar el poder político (a menudo en forma monárquica). El Estado se convirtió en una institución desacralizada que se distanció cada vez más de la Iglesia. En otras palabras, la representación del Estado basada en el derecho divino es abandonada por las nuevas teorías políticas contractualistas, en las que la legitimidad política quedaba garantizada por la voluntad de los individuos. El cuerpo político se afirma frente al poder eclesiástico, como observaba Ernest Kantorowicz. Pero contrariamente a lo que este último teorizaba, Metz sostiene que el cuerpo político pierde su carácter sagrado en lugar de ganarlo.
Con respecto a la relación entre los distintos tipos de saberes, asistimos también a un proceso de reconfiguración o, en términos foucaultianos, a un cambio de episteme. La filosofía se independiza de la teología hasta el punto de ser reconocida como un saber autónomo. También surgen nuevas teorías científicas sobre la naturaleza. La regularidad del cosmos invita a representarlo como sujeto a ciertas leyes naturales que pueden descubrirse utilizando nuevos métodos científicos. Asistimos igualmente a nuevos descubrimientos técnicos y geográficos, de manera que los límites existenciales del mundo se amplían. El mundo se convierte en un objeto que hay que dominar mediante la manipulación activa del hombre, y se convierte justamente en objeto porque ha perdido el carácter sagrado que lo envolvía en otro tiempo.
Estas manifestaciones de la secularización, las cuales toman la forma de una desacralización y desmitologización del mundo, son interpretadas por Metz como las posibles expresiones de la esencia más íntima del mundo. Esta esencia, que Metz denomina mundanidad, es el carácter de creatura del mundo frente a la trascendencia de Dios. En otras palabras, la mundanidad del mundo es la alteridad de la trascendencia absoluta de Dios. Aunque uno de los riesgos de la mundanización que caracteriza la época moderna sea el ateísmo, aunque la perversión de esta mundanización consista en un divorcio radical entre la autonomía de todo lo que existe y su principio trascendente, Metz subraya el carácter positivo de este fenómeno. La reflexión teológica metzeana no interpreta esta historia de la mundanización progresiva del mundo como una historia profana, paralela a la historia de la salvación. Al contrario, ella muestra que la secularización hunde sus raíces en la concepción cristiana del mundo y de la historia.
De Atenas a Jerusalén: los fundamentos cristológicos de la secularización
Contrariamente a lo que afirman las diversas ramas del ateísmo moderno, incluida la reflexión marxista sobre la religión, que ven en el pensamiento cristiano la proyección ideológica de un mundo divinizado, Metz considera que el cristianismo contiene potencialmente el proceso de desacralización del mundo que caracteriza el espíritu de la Edad Moderna. Esto resulta comprensible si tenemos en cuenta la novedad que la perspectiva cristiana aportó, en su nacimiento, a la cultura occidental, una cultura totalmente impregnada de la visión griega del mundo. De hecho, los griegos no tenían idea de la creación. Para ellos el cosmos era divino. La reflexión teológica griega más refinada, la cual encontramos en filósofos tales como Aristóteles y Plotino, conservaba los rasgos de una cosmología inmanentista. La multiplicidad de los fenómenos no era en el fondo sino la expresión de una esencia intemporal, sin origen. La naturaleza solo se concebía a través del prisma de una onto–teología. Por eso al pensamiento griego le resultaba ajena la noción de una emergencia creadora, la idea de que alguna novedad tuviera lugar en el orden natural.
Además de la concepción judeocristiana de la creación, en la que la naturaleza creada frente a la trascendencia de Dios implica la desacralización del mundo, el cristianismo aporta otra novedad en el concepto de la Encarnación del Hijo de Dios. Si tomamos en serio las implicaciones de este misterio fundamental del cristianismo, debemos suprimir toda oposición entre la adopción del mundo por parte de Dios y la autonomía del mundo. Como afirma expresamente Metz: “Adopción y autonomía no entran aquí en conflicto; al contrario, se complementan y crecen juntas”. Desde la perspectiva de la Encarnación, el mundo se hace más completo y más auténticamente pleno en la medida en que se deja acoger por Dios. La adopción del mundo no constituye una divinización progresiva del mismo, sino que permite al mundo manifestar su no-divinidad, su carácter de creatura, a través del Espíritu de Dios.
Otra diferencia entre las representaciones griega y cristiana de la realidad radica en sus puntos de vista sobre la historia. Para los griegos, los acontecimientos históricos no aportaban nada nuevo al conjunto de la historia. Esta podía representarse de forma cíclica, como un eterno retorno de lo mismo. Para el pensamiento griego los hechos históricos no eran tampoco objeto de conocimiento verdadero, sobre todo porque la historia es del orden de lo accidental. Sin embargo, la idea cristiana sobre la historia es radicalmente distinta, ya que su matriz es precisamente la novedad de un acontecimiento histórico: la llegada de Cristo. El cristianismo es la religión de la promesa, cuyo origen se funda en un futuro donde la historia permanece abierta e inacabada. De hecho, el Antiguo Testamento muestra que la trascendencia de Dios se manifiesta como poder sobre el futuro (Ex 3,14) y en el Nuevo Testamento (1 Pe 1,21; 1 Ts 1,3), descubrimos la esperanza como una categoría esencialmente vinculada a la fe.
De este modo, Metz ve en la llegada del cristianismo la transición de una comprensión sagrada del mundo a la de un mundo hominizado. Es decir, el cristianismo ha reorientado el pensamiento, haciéndolo pasar de una mirada puesta sobre el mundo como objeto de contemplación hacia una mirada sobre el ser humano como sujeto activo y abierto al futuro. Esto no quiere decir que esta fuera la orientación que prevaleció durante toda la historia del cristianismo De hecho, la Edad Media cristiana manifestó una resistencia a este impulso fundamental del cristianismo primitivo. Con este último, el mundo dejó de ser visto como el simple escenario del hombre, para convertirse en parte de la existencia humana, en un mundo sujeto a la acción creadora. Es en este punto donde convergen el cristianismo y el espíritu de la Modernidad. La orientación hacia el futuro y la transformación del mundo, actitudes fundamentales de la Modernidad, son, en el fondo, actitudes de origen cristiano.
La reflexión teológica en un mundo mundanizado: la teología política
Según Metz, la reflexión teológica contemporánea debe partir de esta convergencia entre el fenómeno de la mundanidad del mundo y la fe cristiana. El giro antropocéntrico del pensamiento moderno y su orientación hacia el futuro obligan a superar cualquier disyunción entre teoría y praxis. Para el hombre moderno, lo fundamental ya no es la contemplación pasiva, sino la transformación de las condiciones de existencia, es decir, la transformación de su mundo. Así, una teología que quiera ser coherente con este hecho debe superar toda tendencia dualista que separe el ser mundano del ser cristiano, dualismo que reserva para el primer término de esta oposición las actividades del hombre social, mientras que reserva para el segundo todo aquello que se vincule a la fe.
Para Metz, una teología que subraye la relación esencial entre fe y mundo debe desarrollarse en la perspectiva del avenir cristiano; es decir, ella debe desarrollarse en el horizonte de una escatología “crítico-creativa”. Ella debe ser fundamentalmente una teología política, pues esta toma en serio las condiciones históricas y sociales del mundo en el que viven los creyentes. Esta teología política va más allá de una praxis limitada al ámbito cristiano. Ella va más allá porque su categoría fundamental, la esperanza cristiana, no es solo una esperanza anunciada para el pequeño mundo de los cristianos, sino que ella se abre a la salvación del mundo entero. De esta forma, la teología política de Metz subraya el aspecto católico de la fe cristiana, de manera similar a como Henri de Lubac lo subrayó en su obra Catholicisme.
Además, la teología política debe mostrar que seguir a Cristo no es una fuga-mundi que desprecia el mundo, sino una responsabilidad radical ante la complejidad del mundo. De este modo, la teología política descubrirá el verdadero valor de la ascética cristiana, la cual no consiste en una huida del mundo hacia un universo confortable, sino en una huida delante del mundo, es decir, en un constante esfuerzo hacia el Reino de Dios, esfuerzo que nos empuja hacia el cumplimiento de una promesa que no podemos controlar y que tiene el carácter de lo inesperado. A la luz de la teología política, la ascesis es vista como un esfuerzo humano que vive siempre del don gratuito de Dios. Del mismo modo, la mística, tal como la entiende la teología política, no es una elevación contemplativa que desprecia el mundo. Es la contemplación del gesto fundamental cristiano, el gesto del descenso de Dios hacia el hombre y su mundo. Por eso la mística es esencialmente una mística de la fraternidad, vinculada a la ascética. Ascética y mística, dos formas radicales de ser cristiano, conservadas por la tradición, no son negadas en la perspectiva de la teología política; ellas son devueltas a su origen común y, por tanto, a su sentido más auténtico.
En este artículo hemos partido del análisis del fenómeno de la secularización, de la creciente autonomía del mundo con respecto a concepciones religiosas, para luego mostrar que dicho fenómeno hunde sus raíces en el cristianismo mismo. El fenómeno de la secularización, lejos de ser un fenómeno negativo, constituye para Metz el fundamento de una teología que reflexionesobre las condiciones de existencia del ser cristiano. Esta teología política supera toda tendencia dualista que opone fe y acción en el mundo. Pero la forma de la teología política, tal como la concibe Metz, es esencialmente crítica, reflexión que dejaremos para el próximo número.
- Yasniel Romero Marrero (Alquízar, 1988).
- Jesuita.
- Máster en Matemática, Universidad de La Habana.
- Licenciado en Filosofía, Instituto superior Pedro Francisco Bonó, Pontificia Universidad Gregoriana.
- Estudia Lic. Teología, Faculté Loyola Paris.
- Estudia Máster en Filosofía, Faculté Loyola Paris, École Pratique des Hautes Études.
- Reside actualmente en Francia.