Por Maikel Iglesias Rodríguez
¡Qué arduo es hacer teatro contemporáneo, para un público que aún le está negado serlo! Fatiga y nos complica la existencia. Tantos años de espacios clausurados o prácticamente inhóspitos, desvencijados; cómo podrían describirse en forma moderada, buena parte de aquellos recintos que han estado animando el ambiente cultural de nuestro Vueltabajo durante muchísimo tiempo; nos han puesto el corazón y la cabeza en otra época, en otra parte. Han hecho de nuestra memoria, una zona de difícil cobertura.
Al teatro le sucede desde sus orígenes, quizá más que a ninguna otra manifestación de arte, una conversación perenne con la cotidianidad, un diálogo constante y paradójico, en el sentido de lo efímero que significa tan sólo una hora de representación dramática, o tres días de puesta en escena. Por momentos en la historia, este diálogo se torna impersonal, confuso, con índole de trabalenguas, pero a ratos y por suerte, logra definirse en personas concretas, sujetos con identidad propia.
Una sala de teatro clausurada, tiene el mismo valor simbólico de un espejo cubierto por una manta negra. ¿De qué podría servirnos? Sólo para recordarnos que un día fuimos hermosos, felices, o nos despertamos con la cara fea, hinchada de tanta maldad por los azares de la vida, o decirnos en el código de nuestras abuelas que aún está tronando. De pronto estos recuerdos se nos desdibujan, y nos cuesta cada día más, saber cómo nos diferenciábamos y a quiénes nos parecíamos.
Deben cuidarse muchos estos espejos, deben ser diversos y accesibles a los rostros de todos. Suele ocurrir con frecuencia una debacle espiritual cuando se rompen, se aíslan, o perecen de olvido estos cristales de pueblo o especies de bolitas mágicas, que han sido siempre las salas de teatro y cine en toda localidad. El mundo contemporáneo cada vez propone con mayores empeños, el proscenio ambulante, las pantallas del asfalto o los entornos rurales en estado natural. Pero siguen los seres humanos, precisando sin lugar a dudas, estos espacios íntimos, concéntricos, maravillosos; que le son como templos o lugares donde reencontrarse.
Tales han sido los casos en nuestra ciudad, de los agónicos espacios que han nombrado Praga, Pedro Saidén, La Edad de Oro, o el Pionero; este último, en pie a puro milagro y donde se ha plantado con romanticismo y gran fortaleza psíquica el grupo La Utopía. Uno de los buenos con que cuenta la provincia. Salir del búnker y llevar los mensajes del arte dramático, a una sala espaciosa y con historia como el Milanés, es una complicada y necesaria empresa, que no todos los grupos locales, tienen el privilegio de llevar a un término feliz.
Chamaco, un texto del joven dramaturgo cubano Abel González Melo, fue la pieza elegida por el grupo Rumbo para aproximarse a un público de carne, hueso y algo más; en su propia manera de hablar, en su onda. Sería el histórico teatro José Jacinto Milanés, referente principal de innumerables estampas vueltabajeras, el sitio escogido por estos artistas para su propuesta. Una cita inaplazable e individual con la tragedia de Cuba. Esta obra nos ubica en La Habana nocturnal de los tiempos presentes, mas podían acontecer los conflictos que ella expone en cualquier ciudad del mundo; claro, que serían otros los matices del entorno y el ajuar de las personas.
Confieso que estuve cortado desde el mismo inicio. El absurdo de esperar a que fueran vendidas todas las butacas de la platea, para luego conseguir un puesto en el segundo piso o en el tercero; desde donde algunos entre los que me encuentro, podríamos hallar esa mezcla de distancia, altura y ángulo preciso, para hacer una lectura sosegada de la obra, siempre que nos lo permitieran sus intríngulis.
¿Por qué había que esperar a que ocupasen toda la parte baja del recinto, para luego ofrecer las papeletas relativas a las localidades altas? Fuera de conseguir con ello más organización, se provoca incertidumbres y molestias que conspiran contra la presentación puntual. Además de ser muy poco educativo. Otro tanto difícil fue poder mantenernos concentrados, mientras seguían llegando personas de la calle, a casi 30 minutos después de haberse iniciado la función, ni qué hablar de los tonos de celulares indiscretos, los cuales no creo que estuvieran previstos en el orden del guión. Si es difícil para nosotros, cuánto más para el elenco y el equipo técnico.
Nada de esto que ahora testimonio, ni la subjetividad de mis valoraciones, impidieron que esta puesta dirigida por el connotado actor Jorge Lugo, quien tendría además sobre sus hombros, como cabeza gigante, un papel fundamental en esta controvertida obra; confluyera en los espacios interiores y atascados, de todos los cubanos y cubanas de hoy en día. Lamento que muchos espectadores, se detengan aún para evaluarla, en la cuestión superficial de los conflictos. Que no vayan más al fondo y se contengan con los archiconocidos puntos de la relación sexual, y salten de sus butacas cuando el bofetón que a más de uno hiere.
Hay un pozo profundo y oscuro en la violencia soterrada que se manifiesta a través de los silencios generacionales y el diálogo intrafamiliar que busca defender su espacio a toda costa, de la invasión estadual y de una sociedad terriblemente descompuesta. Hay una osadía digna de ser alabada en estos personajes encarnados, más felices en unos que en otros, como siempre ocurre; extraídos del reality show de nuestras noches insulares.
Pude constatar en quienes asumieron esta obra, los cuales por cortesía y esencia del teatro contemporáneo, ya aguardaban por nosotros encima de las tablas, unas ganas de volcar talento sobre la ciudad. No estaban todos los que representarían tan compleja pieza a la vista del público, pero sí la convicción de que querían confraternizar, llevar a cabo un diálogo inmediato con el público, realizar y realizarse; los telones abiertos y el carácter sobrio de la escenografía, indicaban claramente la voluntad del grupo para conectar su percepción de sueños y de realidades con los invitados, en los cuales a pesar del contratiempo histórico, existe fe y otros dones suficientes para enrumbarse a un destino más feliz.
Por esto felicito a todos los que permitieron que este diálogo por fin se haga posible en nuestras casas, por supuesto; es más honesta y sentida mi felicitación hacia los protagonistas: Jorge, Ariel, Lisis, Luis Ángel, Omar, Sandra, y Marlon; el joven que tuvo que responder en nombre de tantos chamacos, y haría según su mocedad y frescura el papel más jodido de la obra. No le tocaría sufrir tan sólo por jalar del cuerpo como mercancía, sino de esa soledad mortal de los desamparados.
Aunque Chamaco ha recorrido el mundo y ha tocado las puertas del cine, tiene mucho que decirnos todavía a los que aquí vivimos, también a los que se marcharon, porque ya no podían resistir el peso de las noches habaneras, el insomnio plagado de fantasmas que acechan a la auténtica familia cubana.