Por Henry Constantín
Un hombre gobierna un país. Es verdad que el poder no lo consiguió solo: hubo gente que lo ayudó a quitárselo al gobernante anterior. Este hombre está convencido de tener virtudes que realmente solo le creen sus aduladores y la gente desinformada sobre la que impera.
Por Henry Constantín
Un hombre gobierna un país. Es verdad que el poder no lo consiguió solo: hubo gente que lo ayudó a quitárselo al gobernante anterior. Este hombre está convencido de tener virtudes que realmente solo le creen sus aduladores y la gente desinformada sobre la que impera. Sus servidores le temen y detestan, pero en su presencia guardan silencio y lo aplauden, fingiéndole la mayor admiración. Él también finge amar a la gente que gobierna, pero en realidad los desprecia porque no son capaces de rebelarse contra sus disparates. Una vez fue alguien popular, sobre todo porque quien gobernaba entonces era un tirano repulsivo. Pero una vez en el poder, se notó que amaba mucho la vida de palacio y nada las libertades de sus súbditos. Él mismo llegó a creerse que era el mejor de todos los gobernantes habidos en el país hasta ese entonces –cuando solo era el más loco y egoísta de ellos. Le gustaban la abundancia de soldados y las guerras, pero se cuidó muy bien de participar en ellas, y cuando lo hizo, era siempre en la retaguardia. El miedo y la pobreza hicieron que mucha gente le sirviera, y entre todos logró sembrar tal desconfianza, que pocos se atrevían a conspirar para derrocarlo. Amenazado por la muerte, periódicamente se regaban rumores de su fallecimiento, y entonces la gente se removía sin tristeza, imaginándose que la noticia era cierta, a ver si algo cambiaba.
Hablo de Cayo César Calígula, emperador romano.
Es que Carlos Díaz reestrenó en La Habana su versión de Calígula, una obra del francés Albert Camus.
“Todos sabemos lo que es un emperador loco”
Calígula fue una figura demasiado llamativa como para pasar desapercibido en la cultura moderna. Es célebre por su despotismo criminal que llevó a la muerte de decenas de personas por causas insignificantes, la desenfrenada vida sexual en la que incluyó a sus hermanas y a las esposas de los funcionarios a él cercanos, su amor al dinero y una fantasiosa vanidad que lo llevó a imaginarse superior a los dioses y a los emperadores anteriores. Epiléptico desde la infancia, manifestó su desordenada voluntad con actos casi siquiátricos.
El siglo XX le dedicó dos importantes obras artísticas: la teatral de Camus, de la que hablaremos, y aquel costosísimo filme pornohistórico que dirigió Tinto Brass.
Es el Nobel francés de Literatura quien lo acercó más a la realidad política contemporánea: Cayo César Calígula se vuelve loco cuando muere su hermana Drusila, que era mucho más que su hermana. El escepticismo sobre la vida lo inunda –ahí se ve la huella de Camus existencialista- para desbocarse en una carrera de constantes humillaciones a las cobardes figuras de su círculo político, y de decisiones económicas y religiosas lo suficientemente egoístas y absurdas como para que los que le rodean se decidan, guiados por CasioQuereas, a matarlo. Mientras, sus súbditos y amigos más cercanos esbozan los complejos sentimientos de amor, obediencia, cobardía o interés que los mantienen en la órbita del tirano.
“Gobernar es robar, pero hay maneras y maneras”
le dice el César a su ministro de Economía, con una ironía que Fernando Hechavarría no dejó escapar; al rato le grita Calígula al mismo personaje: Exterminaré a los opositores y a la oposición, y empezaré por ti.
Los personajes más llamativos son Cesonia, la mujer complaciente con el desenfreno de su esposo, interpretada muy bien por la misma actriz protagonista del reciente filme Penumbras,aunque su personaje padece el ser todo el tiempo una sombra confusa de los impulsos de Calígula-; y Quereas, el político instruido y paciente que aguarda el momento de destruir al César, convertido en literato y calmado conspirador por la imaginación de Camus, pero en realidad un militar cansado de humillaciones, y cuyo intérprete en la puesta de Carlos Díaz declamaba todo el tiempo, lamentablemente. El personaje de Quereas representa la libertad que toda dictadura trata de contener pero que, siempre, termina desbordándose. Te odio porque eres libre, le grita una vez el César a su literato disidente.
Llaman la atención los abyectos senadores, cargados de constantes ofensas que sin embrago no los inhiben de agachar la cabeza ante el Emperador. Los interpretan jóvenes actores, en los que a veces el tono teatral oprime a la naturalidad de las conversaciones.
Pero el centro imprescindible de la obra es Fernando Hechavarría, un actor habitual de El Público, y que absorbe, sin ninguna piedad con parte del elenco–que a veces se nota demasiado pequeño- todos los matices, inquietudes y desenfrenos del Calígula de Camus.
“Otras veces hemos tenido un emperador que disponga de todo el poder sin límites, pero es la primera vez que tenemos uno que usa el poder sin límites”
Como siempre, los actores interactúan con los espectadores, esta vez más de la cuenta: el séquito de Calígula hace subir al escenario a jóvenes elegidos al azar, a los que ponen, por parejas, a rendirle homenaje al César cuando este se declara dios. A todos les dan ramos de flores rojas. Quizás después de esta escena es que se resiente un tanto el dinamismo de la obra, que tarda más de lo debido en llegar al final. Un poco de culpa en esto tiene el original de Camus.
En las puestas de El Público siempre es muy llamativo el diseño de vestuario de los personajes, pintoresco y marcial, que nada tiene que ver con la época de los Césares, al menos con la de aquellos césares. En cuanto al diseño escenográfico, obsérvese la composición del fondo del escenario: dos paredes: una pintada con medallas y condecoraciones militares, y la otra con el cuello y las hombreras de un uniforme.
Uno de ellos, con una sorpresa de quien anuncia la primavera o algo mejor, gritando: Pueblo de Roma: ¡ha muerto el tirano Calígula!
Desesperado por la alegría que empieza a dibujarse en el rostro de muchos de sus súbditos, Calígula despierta de su falsa muerte y grita: ¡Todavía estoy vivo, vivo!
Poco después muere, esta vez para siempre. Entonces la obra termina, y todos aplauden.