Por Armando Serpa
Hoy me siento triste, porque la realidad me ha hecho ver cómo se le ha roto el último de los sueños a mi amigo, con su muerte se ha apagado la última llama de esperanza que le quedaba y aunque me dé pena decirlo, hasta hoy no lo había comprendido nunca y por eso me creo un culpable más de lo que le ha pasado.
Por Armando Serpa
Hoy me siento triste, porque la realidad me ha hecho ver cómo se le ha roto el último de los sueños a mi amigo, con su muerte se ha apagado la última llama de esperanza que le quedaba y aunque me dé pena decirlo, hasta hoy no lo había comprendido nunca y por eso me creo un culpable más de lo que le ha pasado.
Quiero en su homenaje contarle la dolorosa vida de Alberto, los sueños de un gran amigo, las quimeras de un niño. Cuando pequeño, sus padres le leían La Edad de Oro y con ello aprendió sus primeros valores morales, siempre ser fiel a lo que se cree y que ningún gigante corte las esperanzas. Vivía con los deseos de convertirse en un aventurero y como todo niño decidió ser como Meñique, pero cuando llegó a la escuela le dijeron que tenía que ser como el Che, no entendió mucho por qué querían convertirlo en algo que no le gustaba y ahí encontró su primer gigante.
Un día en una obra de la escuela le dieron el papel de Meñique. Pensó: mi sueño está realizado, pero no pudo hacerlo, no entendía por qué el gigante se llamaba Estados Unidos y Meñique vestía con ropa militar, su primer desencanto y confrontación con el mundo. Yo tampoco lo entendí, pero, ¡cuánta razón tenía el loco Alberto! Sus padres, temerosos de que fuera a tener problemas, más de una vez le dieron un monólogo de cómo debía comportarse y sin darse cuenta cayeron en lo que más temían: tener que mentir e ir en contra de lo que creía.
Fue creciendo con pocos amigos y grandes sueños, que iban de ser un gran general a convertirse en un gran escritor. Encontró en los libros sus mejores amigos y su mayor enemigo en su conciencia. En la secundaria quería ser militar, pero no le dieron oportunidad de escoger la carrera. Cuando preguntó por qué, le respondieron con dos razones: una, no tenía condiciones ideológicas ni morales, dos, representaba un peligro para la revolución.
El pobre no podía creerlo ¿cómo un niño que no sabía ni qué era política, representaba un peligro para una revolución?, ¿en qué se basaban con lo de ideología? ¿Por no querer ser de la UJC, por no querer participar en matutinos? ¿Es tan peligroso eso? Sus amigos y familiares le dijeron que había de insertarse en el sistema, que tenía que bajar la cabeza y aceptarlo todo, pero, estaba fuera de él ser como los demás, ¿qué había de malo en ser diferente?
En el Preuniversitario, lejos de los grupos y las fiestas, alcanzó tras mucho esfuerzo la universidad, pero antes tenía que pasar el servicio militar y como todo joven lo pasó con la resignación de que nada se podía hacer, pero vio los maltratos y juró que ninguno de sus hijos pasaría lo que le tocó vivir y le dio gracias a Dios por evitarle haberse equivocado en la secundaria.
Cuando sale del servicio se encuentra con la dura situación en que vivían sus padres: un solo salario y muy malas condiciones, la quimera de convertirse por medio de los estudios en escritor se ve rota, no entra en la universidad. La calle está dura, pero no deja de soñar, quiere tener su propio negocio y abrirse en el mercado, ambiciona tener un puesto de pizzas, pero no hay material. Hay que ponerse en el invento para conseguirlos y tras algunos esfuerzos lo logra.
Pero a alguien no le cae bien y la policía lo detiene y mientras más le explica que es para sobrevivir menos lo entienden, lo pierde todo y le dan seis meses de reclusión. Al salir hay algo diferente en su mirada. Se ve segura y con nueva convicción, le cuenta a sus amigos que quiere escribir y denunciar las cosas absurdas y mediocres que ve en su país, que se ha dado cuenta de que él no está equivocado, que son ellos los culpables.
Encuentra al fin la satisfacción de sentirse útil, pero lo que escribe no es bien visto en los órganos judiciales y lo acusan de difamación, por más que se defiende y pide que se respeten sus derechos, más se le persigue. La vida se le vuelve imposible en su patria y decide continuar escribiendo desde el exterior, quiere salir del país pero no lo dejan. Esta vez no está de acuerdo con que le quiten su ilusión, decide salir en lancha.
Se le veía tranquilo el último día que lo vimos, con su cordial sonrisa y sus palabras alentadoras de siempre. Dos días después, nos enteramos que Alberto no llegó a los Estados Unidos, su lancha se perdió en el mar, envuelto en una tormenta.
Hoy tengo la certeza de que murió sin darse cuenta que era un héroe, que sus ideas, aunque incomprendidas en su momento, son ejemplo de libertad.
Amigo mío, en la calle hay muchos Albertos que, viéndose reflejados en ti, han encontrado faro para sus ideales.
Tus sueños se convirtieron en realidad, ningún gigante te contuvo.
¡Gracias!
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Armando Serpa Lazo. (Candelaria, 1991).
Informático.