Jueves de Yoandy
Desde los tiempos de Aristóteles y sus enunciados filosóficos se plantea la frase “el hombre es un ser social por naturaleza”. La dimensión individual permite desarrollar la personalidad, el sello distintivo de cada ser; pero es en la dimensión social y en la dimensión trascendente en las que la persona humana completa el círculo de sus relaciones. A la vez que experimenta la autonomía y la autorrealización, conjuga estas capacidades con el aprendizaje de normas de conducta, lenguaje, cultura y espiritualidad compartidas que permiten la comunicación y las relaciones de convivencia a través de la comunidad
El hombre aislado no puede desarrollarse como persona; es por ello que la tendencia es a agruparse: la familia, la Iglesia y la sociedad son las nichos donde desarrolla su proceso de sociabilización. Parece que existe consenso en que la persona humana es un ser social, un ser político y un ser trascendente; sin embargo, sigue siendo un punto flaco la educación para el cultivo de las vocaciones a las que hemos sido llamados.
Dado el déficit evidente, reiterado y creciente sobre el papel de la persona humana en la polis y la función del laico cristiano en el mundo, me gustaría abordar brevemente estas dos aristas de un mismo problema: sabemos qué es, pero existen deficiencias sobre cómo desarrollar un rol específico en la sociedad civil y acerca de cómo vivir la vocación laical cristiana.
Para satisfacer las necesidades tanto físicas como espirituales que se van presentando para vivir, el hombre racional e individual se da cuenta de que no es autosuficiente, de que su naturaleza humana requiere la interacción, ayuda y protección de los semejantes. Es la esencia de la vida en comunidad. Una vez que toda persona se da cuenta que más allá de sus actos y de las consecuencias de los mismos, en su yo interior, también importan los efectos en el otro, crece la conciencia de comunidad. A su vez, se destierra el individualismo, el egoísmo o cualquier manifestación de preeminencia desbordada de la primera persona aislada del resto.
En ese proceso de juntarse de acuerdo a caracteres afines, metas comunes, carismas parecidos, espiritualidades y fe religiosa compartidas, cobra relevancia el surgimiento de la sociedad civil, que no es más que el conjunto de organizaciones que, desde el ámbito privado persiguen propósitos de interés público para garantizar el bien común. Dicho de otro modo, son las organizaciones intermedias entre la persona del ciudadano y el Estado en esferas como el deporte, la salud, la educación, los sindicatos, el mundo de la cultura, etc. para facilitar políticas públicas desde la solidaridad entre todas las partes constituyentes y que tienen al bienestar como máximo alcance.
Si la persona no ha aprendido a vivir en sociedad correctamente, si no ha recibido las herramientas para la comunicación fluida, el diálogo con entendimiento, la negociación pacífica, los métodos plurales y civilizados, entonces el costo para las organizaciones de la sociedad civil será elevado. Por un lado, se dificulta la conformación si no existen bases claras que solidifiquen el edificio de la ciudadanía; y por otro lado, una vez creado determinado grupo independiente, sin herramientas de participación e inclusión verdaderas, no se llega a feliz término. Este sería, en todo caso, obtener las demandas por las que se presenta la organización o, a escala macro, mantener la convivencia civilizada de todos los actores sociales bajo un clima de respeto y cooperación.
La formación recibida a través de los distintos niveles de enseñanza es carente en cuanto temáticas fundamentales relacionadas con la participación ciudadana y la generación de una conciencia recta, verdadera y cierta sobre los problemas sociales. No se cultiva el liderazgo, sino la figura del jefe, que emite órdenes de estricto cumplimiento, a veces sin posibilidad de réplica. No se fomenta el debate respetuoso de las discrepancias, sino se fomenta la uniformidad, se limita la diversidad y, por ende, se pierde la riqueza creativa de cada protagonista que es en sí, el ciudadano como tal.
En esta primera variante referida a la sociedad civil, es urgente y necesario establecer una diferenciación de roles, lo que será la clave para la coexistencia de toda iniciativa que cultive la bondad y que pondere todas las virtudes que el hombre posee para bien personal y de los demás. No basta con saber que el hombre es un ser social, más alla de tal noción elemental, el requerimiento está encaminado en el sentido de interiorizar lo que es verdaderamente una comunidad de personas en torno a una fe, a una idea y a una obra común.
Si seguimos debatiendo sobre la persona humana en interacción con su prójimo, podemos referirnos a un segundo elemento que es el papel del laico dentro de su comunidad religiosa de pertenencia. Aquí también encontramos déficit si solo preparamos en las comunidades de base a personas que se queden en la belleza del culto y la contemplación, y olviden el compromiso con la verdad, la libertad, la justicia y la paz más allá de los muros de los templos.
Aquella afirmación inicial de que el hombre es un ser social por naturaleza no debe ser olvidada en los ambientes eclesiales. En ellos, incluso, es más relevante lo que llamamos vocación de los laicos cristianos. Y decimos que posee mayor relevancia porque la instrucción escolar es obligatoria, la educación debe ser complementaria entre la familia, la escuela y el Estado, pero el camino cristiano de los laicos es una opción de vida. Como toda opción, no es escogida por otros ni por todos, lo que sí debe resultar es que, habiendo apostado por ella, sea vivida como tal.
La vocación laical cristiana no es solamente contribuir con la misión que la Iglesia tiene como madre y maestra en la caridad o en la formación a través del Catecismo. Si nos quedamos con esas pocas funciones estamos mutilando sus riquezas y estamos faltando al deber principal que nos convoca como cristianos a una misión en la sociedad. La vocación laical es hacer presente el Evangelio de Cristo en las realidades ordinarias que a cada laico le corresponda vivir. Hablamos entonces de escenarios familiares, profesionales, sociales, económicos, políticos y culturales. Es papel del laico estar y trabajar en el mundo, más allá de la arquitectura de los templos.
La formación recibida de la Iglesia como institución debe estar bañada con esa “sal y luz” de vida para transformar, dar sabor en el ambiente donde el laico se desarrolla. No basta con la enseñanza doctrinal si no se prepara al hombre para la vida. No basta enseñar a rezar, si no se ofrecen las herramientas para que, más allá de la oración o también a través de ella, seamos fieles hasta el fin. Esto significa que hagamos, como consecuencia de nuestra fe, todo lo que esté al servicio de la dignidad de la persona humana. No basta con referirnos a las vocaciones a la vida religiosa si no tenemos en cuenta las vocaciones laicales, que son el complemento y la semilla del Evangelio en medio de la sociedad. Poco hacemos en nuestros templos si fomentamos el pietismo y nos alejamos de la doctrina social que es el Evangelio encarnado en cada cultura y en cada pueblo.
Que ni el miedo, ni el desinterés, ni la falsa prudencia, ni los conformismos, ni el relativismo, la doble moral o la conveniencia, nos separen de la concepción primigenia de que el hombre es un ser social por naturaleza. La persona humana experimenta la necesidad de agruparse en la sociedad civil. Por otra parte, no nos olvidemos de la vocación laical cristiana para transformar el mundo hacia el bien, ejerciendo fiel y perseverantemente
nuestra vocación y misión en la sociedad. Los laicos, como miembros de la sociedad civil, no somos miembros pasivos de ella, sino elementos vivos y comprometidos de la Iglesia en el corazón del mundo, que sufre y pena por esa tendencia, también humana, al egoísmo, al aislamiento y a la división.
Aprendamos a vivir en sociedad. Respetemos los roles y carismas que pueden ser las fortalezas que nos unan. Desterremos el miedo político desde la sociedad civil, desde la Iglesia y desde el Estado, porque estaremos formando personas débiles para la toma de decisiones y para la defensa de unos verdaderos derechos humanos para todos.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.