Por Williams Iván Rodríguez Torres
Inocencio López es un “millonario” que vive en un batey en el centro del país; es un guajiro joven y fuerte de 42 años que opera una mocha en un central. Trabaja desde las cinco de la mañana con el único afán de cumplir el plan, de que el central salga destacado y que al basculador no le falte material.-Azúcar, eso es lo que tenemos que lograr- grita Inocencio cada mañana a su pelotón de cortadores al entrar en los campos a trabajar con la caña aún mojada del rocío.
Con 42 años y un doce grado terminado, Inocencio tiene dos hijos, una hembra que se llama Cuba y un varón, Gabriel; su esposa es Libertad, una guajira zalamera y bella, servicial y desinhibida, con unos ojos grandes y claros que reflejan la pureza de la raza cubana, el verde de los campos, la altivez de la palma real.
Libertad e Inocencio están confundidos, no saben a quién preguntar. Resulta que después de tanto, -dice Inocencio-, a estas alturas del juego, en el noveno inning, con dos outs, dos strikes y las bases vacías, en un estadio contrario, el público gritando y de pie, me entero que tenemos sociedad civil, algo que no conocía, de lo que nunca escuché hablar y por falta de una, hay dos: una que es enviada, la “oficial”, en la que hay jefes de organizaciones, secretarios, asistentes de jefes… y otra, la de los que no piensan igual, a los que llaman gusanos y mercenarios, los que piden ser escuchados de la misma manera que pide el gobierno cubano ser aceptado ante la comunidad internacional. No entiendo nada. ¿Si existe una sociedad civil oficial, entonces por qué hay que prepararlos en un curso en La Habana, por qué se tienen que aprender lo que van a hablar?
Inocencio y Libertad se conocieron en el pre-universitario, con apenas quince años. Ambos empezaron la universidad, ella en Filología, él en Derecho; pero cuando cursaban el tercer año, Libertad salió embarazada y ambos optaron por defender a Cuba, su primera hija, a quien le dieron el derecho de la vida y para ello decidieron abandonar los estudios y ponerse a trabajar. Hasta hoy, ambos se han esforzado por mantener a su familia unida. El ejemplo ha sido el mejor sermón, la mejor formación que han escogido para sus hijos, a los cuales han educado en el amor a la familia, a la patria, al trabajo, en defender la igualdad de cada individuo; pero es ahí justamente donde se traba el paraguas.
Cuba es una joven incansable, aplicada y libre, quien ha dedicado la vida a estudiar y prepararse para un futuro que evidentemente no encontrará en el batey. Siente orgullo de tener un padre como el que le tocó, aunque solo posea los millones de arrobas de caña que ha cortado y que no son de él; aunque su madre sea una simple costurera; pero los considera seres de infinita sabiduría que solo han fallado en algo: en contarles que todos tenemos iguales derechos.
Para Inocencio la frustración viene precisamente al demostrarle Cuba que no todos tienen derecho a decir lo que piensan, a mostrar lo que sienten, a exigir lo que quieren y que realmente se les escuche y respete sin temor a recibir una golpiza, o alguna represalia sutil. ¿Qué explicación dar sobre un grupo de personas que llega en más de dos vuelos completos, atestados y del que además alguien dijo: aquí traemos a la sociedad civil? ¿Cuán civil puede ser una sociedad que es preparada y traída, o mandada?
Para Gabriel las cosas son más claras, aunque en su casa sus padres no hablaron nunca de política y le decían que con hablar no se resolvía nada, escogió otro camino. Él no es militante de la juventud como su hermana, no ha sido ganador de concursos de historia y ortografía, ni se ha dedicado a estudiar en la universidad. Para él, en el mundo hace tanta falta un doctor, como un barrendero. Es tan importante un ingeniero mecánico, como un tornero. Gracias a sus padres no ha renunciado nunca a vivir en el batey, lugar donde “nunca pasa nada”. Prefiere vivir con Inocencio y Libertad aunque Cuba no lo entienda, aunque sus amigos de la infancia estén lejos, vivan mejor y por ellos sienta nostalgia. Él se dedicó a la plomería, oficio honrado y necesario.
Gabi, como le conocen, es un muchacho noble y sincero, tan sincero que algunos lo prefieren lejos. Es de los que no sabe callar una verdad, es de los que alza la voz ante cualquier injusticia; es de los jóvenes que se brindan para ayudar, de los que está siempre presto al necesitado, para eso lo educaron, pero no quiere ser militar.
A lo largo de los años, este campesinito, hijo de simples guajiros, se ha dedicado a leer, a prepararse. Ha descubierto la riqueza de no ser número, la dulzura de elegir con criterio propio; ha leído desde “El Capital”, hasta “Rebelión en la granja”. Es de los convencidos de que la mejor escuela es la vida, de que hay que experimentar sin temor a perder, de decidir y no dejar que decidan por uno. Gabriel no ha apagado la voz ante sus padres, siempre con mucho respeto, pero exigiendo que se le respete, que se le escuche. Es por eso que durante años se ha empecinado en que Cuba abra los ojos, vea que no todos tienen que ser iguales, es que mientras más diferencias de criterios existan, más aportes habrá para salir adelante, sin necesidad de seguir perdiendo amigos y familiares, menos fantasmagórico será el batey y más caña se podrá sembrar y moler.
Para Gabi no existe justificación que permita tener a la gente año tras año pidiéndole sacrificios, construyendo lo que nunca llega a terminarse, persiguiendo lo que nunca se alcanza. Para él la vida es práctica y acción. Es probar y experimentar, pero con lo que no se ha probado y experimentado, porque lo que está probado… no hay por qué seguirlo probando. La vida es bella y corta, es un regalo que no se debe desperdiciar, se le debe sacar hasta la última gota de melao, ha de chupársele hasta la última hebra. Esto ha tratado de mostrarle a sus padres y a su hermana: que necesitamos soñar para poder vivir, pero que hay que hacer; que tenemos derecho a hacer y no esperar por que otros hagan.
Todos, absolutamente todos los seres humanos tenemos nuestros propios intereses, nuestras virtudes, nuestros errores; pero del mismo modo todos tenemos derecho a escoger con qué, o con quién nos identificamos. Y esto es legítimo.
La sociedad civil ha de ser independiente, sin ligaduras de gratitud o deudas morales con nadie, excepto con la verdad y el respeto al ser humano y sus libertades. La sociedad civil ha de ser la guardiana celosa del patrimonio, del alma de la nación; de los que piensan de una y de otras maneras, ha de ser custodia permanente donde quepan todos, donde cuenten todos; donde nadie sea vituperado, o vitoreado según piense. Una sociedad civil ha de ser juez y fiscal ante los gobiernos de los pueblos, ha de ser amante celosa de las iniciativas y promotora de los pequeños espacios.
¿Acaso podrá Cuba entender esto?
Williams Iván Rodríguez Torres (Pinar del Río, 1976).
Técnico en Ortopedia y Traumatología.
Artesano.