Por Eduardo Mesa
Algunos académicos y activistas utilizan un curioso lenguaje para referirse a los que detentan el poder en La Habana, ellos suelen describir a la Revolución como un “proceso” del que se pueden salvar “logros” e “ideas”, e insisten en hallar un rastro de bondad en el “proyecto revolucionario”. Estos señores, que no temen caerse del trapecio mientras realizan su acrobacia semántica, saben que el régimen pone en jaque sus temerarios esfuerzos, poco o nada se salvará de la amarga experiencia que nos ha tocado vivir, un largo y triste peregrinaje por el miedo.
A veces pareciera que la transición de un socialismo de Estado malo a un socialismo de Estado bueno es el anhelo de estos actores y aunque no me gusta el socialismo en ninguna de sus variantes, comprendo que cualquier cosa medianamente democrática sería más asequible al sentido común que el orden actual, signado por un letargo de impredecibles consecuencias. La posibilidad de esta ecuación transicional es un poderoso motivo para que muchos (que no son necesariamente de izquierda) sean cuidosos con el lenguaje; quizás intuyen el acomodo de los delfines del castrismo, que ya manifiestan una evidente vocación de poder y en última instancia, para qué lastimar innecesariamente a aquellos que tampoco creen en el “proceso” y que pueden ser los correligionarios del futuro.
También se pudiera pensar que cualquier fórmula política, con un mínimo de voluntad democrática, cerraría este angustioso y extenso capítulo de nuestra historia, facilitando la necesaria transición a la normalidad, ese anhelado momento en que prevalecerán los resultados electorales y ningún grupo político pretenderá la representación de los cubanos, más allá de los escaños conseguidos en el parlamento.
Los planes, planes son y todos tenemos derecho a soñar lo que creamos más conveniente para nuestra maltrecha nación. Yo desearía que después de esta camada de longevos revolucionarios hubiera una concertación de las fuerzas políticas que derivara en unas elecciones libres, con el compromiso de los funcionarios electos de hacer un gobierno de reconstrucción nacional, un gobierno sin signo político determinante que condujera la restauración de las instituciones y del país en general; pero a veces llego a pensar que si esto sucediera habríamos dejado de ser hombres y mujeres para ser ángeles.
En la política cubana, además del extremo conciliatorio, tenemos el extremo “súper duro”, los bravos entre los bravos, que tampoco son, necesariamente, de derecha. Estos, al igual que los conciliadores a ultranza, tienen su propia hoja de ruta y lenguaje, sus inquisidores y su doctrina. Si usted quiere saber el número de agentes del MININT que hay en Miami sintonice las emisoras representativas de este sector, en ellas también puede informarse sobre quiénes son los blandos, los confundidos, los derrotados que han perdido la esperanza en la lucha; sus locutores saben a ciencia cierta quién es quién y cómo clasificarlo, suelen ser infalibles.
Los súper duros todavía garantizan muchos votos a los políticos afines, pero cada vez menos, su excesiva identificación con el Partido Republicano los hace vulnerables al pragmatismo de la política norteamericana en general y de este partido “aliado” de la causa de Cuba en particular. Tanto republicanos como demócratas están dispuestos a apretar algunas tuercas al castrismo, siempre que las tuercas que se aprieten no tranquen el eje, en este asunto todos coinciden en no desear un “salpafuera” en Cuba, mucho menos en provocarlo.
Estos extremos, representados por los conciliadores a ultranza y los súper duros, dificultan la expresión del centro, un centro político que está representado por organizaciones moderadas de un amplio espectro ideológico. Este centro político existe en Miami y en toda la diáspora, aunque su repercusión mediática no puede competir con la altisonancia de los extremos.
Un centro político que tiene el reto de entusiasmar a esa ciudadanía que se mantiene distante de la política local y cubanera, pero que responde a la convocatoria cívica de Emilio y Gloria Stefan en la Calle 8. Estos cubanos, constituyen en muchos sentidos una incógnita que no se debe desdeñar.
Mientras la política virtual se desgasta en el delirio de las palabras y las potencias negocian las coordenadas de las perforaciones petroleras, hay quienes apuestan por la actitud de entender y ejercer la política conjugando la tolerancia hacia lo diverso y el compromiso con las libertades.
Los cubanos que comparten ese centro heterogéneo, vivan en la Isla o el Exilio, sean mujeres u hombres, viejos o jóvenes, negros o blancos, pueden refundar una democracia aleccionada de los extremos; esa es mi esperanza en el tiempo de cambio, peligroso e interesante, que nos espera.
Eduardo Mesa. www.lacasacuba.com
La Habana, Cuba, 1969. Fundó la revista Espacios, dedicada a promover la participación social del laico. Coordinó la revista Justicia y Paz, Órgano Oficial Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y el boletín Aquí la Iglesia. Formó parte de los consejos de redacción de las revistas Palabra Nueva y Vivarium. Actualmente reside en Miami.