Pensar el futuro de Cuba. Pensarlo y concertarlo. Concertarlo y comenzar desde ya a construirlo entre todos, es una urgencia que se vuelve cada vez más presente y última oportunidad. Todo lo que sea y actúe en la previsión del futuro es una fortaleza para Cuba. Todo lo que se inmovilice en el pasado es una debilidad que momifica el presente.
Es por ello que, dejando un menor espacio al justo lamento y a la necesaria denuncia, deseamos avanzar en la visión del futuro. Esta vez queremos invitar a todos los cubanos de la única nación, los de la Isla y los del exilio, a meditar sobre uno de los pilares insustituibles de la democracia: las instituciones.
Para precaver el futuro con mayor sabiduría, convicción y menor rango de error debemos mirar al pasado sin anclarnos en él. La experiencia histórica nos enseña y advierte que en Cuba ha existido desde siempre una fuerte tendencia al caudillismo, al autoritarismo, a la política de jefes o mesiánicos profetas del absurdo o de las utopías ilusorias o voluntaristas que hipotecan la vida, generación tras generación, hasta perderla en la quiebra del presente sin vislumbrar siquiera la luz al fondo del túnel.
Sobre este dato de nuestra realidad histórica y de nuestra psicología social, parece insoslayable formar la conciencia y las actitudes de cada ciudadano y ciudadana en la necesidad de una nación con instituciones fuertes, participativas, perdurables, transparentes, inviolables y eficaces.
Cuando hablamos de la necesidad perentoria de las instituciones democráticas no nos referimos a esas estructuras de apoyo al poder establecido con apariencia democrática. No nos referimos a una supuesta democracia dentro de un partido único o dentro de partidos opositores no reconocidos legalmente. Hablamos de las instituciones que solo pueden encontrar su legitimación en el pluralismo político, en unos métodos democráticos internacionalmente reconocidos y en una pacífica alternancia en el poder.
Una nación sin instituciones con esas características es convertida en feudo de uno o más jefes o caudillos, en patria secuestrada por una parte, en veleta a merced de los vientos que soplen en cada momento. El desafío es sembrar la convicción de que todos estamos bajo la ley. Nadie puede dinamitar las instituciones democráticas por su cuenta y riesgo. Cuba, es decir, todos los cubanos, con todas las diferencias pacíficas y éticas incluidas, debemos diseñar ese tipo de instituciones; elegir nuestros representantes en ellas; evitar sin concesiones que una parte, un partido, o una coalición de ellos se apodere de las instituciones y las manipule a su antojo; y fijar los plazos para que sean renovadas y fortalecidas en períodos fijos no modificables.
Todas las dictaduras, los autoritarismos y los totalitarismos han surgido, y surgen hoy, con líderes iluminados, que comienzan con el consentimiento de algunos, avanzan interviniendo las instituciones por debajo, socavando el orden democrático con el crédito otorgado por las masas, y luego, ya convertidos en caudillos, disuelven las instituciones más determinantes, desnaturalizan las más molestas, domestican las extrañas y magnifican las sometidas. Al final todos los caminos conducen a la propuesta aparentemente democrática del cambio de la Constitución del País con el fin de perpetuarse, no solo saltándose cada uno de los marcos institucionales sino para, además, buscar una falsa legitimación haciendo volar por los aires el gran marco global de la convivencia ciudadana que son las constituciones políticas.
Cuando esto ocurre, se empuja al país, peligrosamente a la violencia y la exclusión. Si unos se saltan las instituciones, otros también se las saltarán y esa cadena anárquica es difícil de detener.
Pero siempre cabe la pregunta para abrir una puerta a la esperanza: ¿qué se puede hacer para prevenir, para cambiar, para adelantar una verdadera convivencia democrática?
Una de las respuestas que consideramos esenciales es: promover el respeto, el fortalecimiento y la inviolabilidad de las instituciones democráticas de la nación.
Las instituciones comienzan por nacer de un marco legal diseñado y aprobado con la participación de todos. Esto le dará a las instituciones democráticas la única legitimación incuestionable: el consentimiento de los ciudadanos. Es el principio del respeto sagrado a las estructuras acordadas. Sólo dentro de estas instituciones puede darse el juego democrático del pluralismo político y la diversidad. Solo en su respeto puede aceptarse al otro diferente sin convertirlo en enemigo visceral.
Solo dentro de las reglas de convivencia institucional se frenan las ambiciones personales, los sectarismos absolutistas, la corrupción económica, el caciquismo político, el cáncer de la ingobernabilidad paralizante, el genocidio cultural de un grupo sobre otro y la anomia social. He aquí en dos renglones la importancia medular de las instituciones democráticas. Sin estructuras constitucionales no hay nación que progrese, ni gobierno legítimo, ni ciudadanía soberana.
Pero el respeto fundacional de las instituciones debe ir acompañado del gradual y sistemático fortalecimiento de sus estructuras y funcionamiento, de su agilidad y eficacia. No estamos defendiendo camisas de fuerza inmovilizadoras sino cauces que favorezcan el flujo de las iniciativas. No estamos defendiendo instituciones mastodónticas que se muerdan la cola en su propio burocratismo. Que sean fuertes no significa que sean momias. Fortalecer significa fijar marco jurídico igual para todos, simplificar las estructuras para hacerlas más diligentes y acrecentar su credibilidad a fuerza de eficacia resolutiva.
En efecto, hay una relación directamente proporcional entre la eficacia de las instituciones de un país y la confianza que los ciudadanos depositen en ellas. Lo estamos viviendo. Si con frecuencia cambian por impulsos caudillistas, los ciudadanos no creerán en las instituciones, no las respetarán y se las saltarán. Si con demasiada frecuencia las instituciones solo sirven para controlar a los ciudadanos, para reprimir las iniciativas, para poner contenes a la libertad, para evitar el progreso personal o familiar, y no sirven para canalizarlas, promoverlas y facilitarlas, la gente no creerá en las instituciones, más bien las rechazarán. Es el caldo de cultivo para el caos y la anarquía. O para la anomia inmovilizadora que es la anemia de la ciudadanía.
Sin instituciones no hay país. Muere. O por lo menos, languidece en un pantano de arbitrariedades, un país sin instituciones respetables, confiables, útiles para acudir y resolver dentro de la ley, que den certidumbre y no angustia. Instituciones, en fin, que garanticen a las personas seguridad, confianza, vías de solución, ánimo para avanzar y progresar, deseos de vivir… de vivir en este país.
¿Qué hacer? En primer lugar, el sólido fundamento sobre el que construir para el futuro de Cuba unas instituciones democráticas estables, duraderas y competentes, es la educación cívica de los ciudadanos y ciudadanas. No hay instituciones sin ciudadanos. Aquellas existen para servir a estos porque la persona humana tiene primacía sobre las instituciones. Los ciudadanos son, por tanto, el alma y la sustancia de las instituciones. Sin empoderamiento personal y sin compromiso social las instituciones caen por su peso, que no es poco y cae también el ciudadano que hay en cada persona.
El derecho es la piedra angular de las instituciones y con analfabetismo cívico nadie puede exigir sus derechos. Derechos humanos y educación cívica son como el río y su fuente primigenia. El respeto y promoción de los derechos humanos dependen más del ejercicio de la soberanía por parte de cada ciudadano que del poder autoritario de un gobierno. Poco durará este, o poco podrá ejercer su control si encuentra a cada paso, en cada familia, en cada barrio, en cada institución, un enjambre de ciudadanos formados cívicamente, defensores pacíficos de su libertad y solidarios trabajadores por la libertad de los demás. Si la gente hace dejación de su responsabilidad ciudadana caerá sobre su postración no solo la violación callada, sistemática y dolorosa de los derechos humanos sino, y sobre todo, caerá todo el peso totalitario de unas instituciones exclusivas de control y represión.
En segundo lugar, además de la necesidad de una formación ética y cívica desde ahora mismo, se hace necesario ir ejercitando en lo pequeño ese respeto por la institucionalidad. No se trata solo de las instituciones a nivel nacional o provincial, se trata de la institucionalidad desde la base. En toda esa vasta red, los ciudadanos y ciudadanas que se sirven de ella deben jugar un papel exigente, dinámico y participativo.
¿Cómo construir la institucionalidad desde abajo?
Comenzar por la familia, que debe ser una comunidad de personas en el amor y en la vida, primera escuela de socialización. Esto significa que allí, en el núcleo familiar, comienza el respeto por una pequeña institución cuyas relaciones son esencialmente sanguíneas y afectivas, pero que entrenan en la estabilidad del hogar, la iniciativa personal, el respeto de los derechos de los otros miembros de la familia, el trabajo en común y la apertura a los demás. Es cierto que el concepto moderno de familia no puede ser reducido a una institución formal o rígida, pero también es cierto que se ha ido al otro extremo. La inestabilidad familiar, la inexistencia de un hogar doméstico, el continuo irrespeto por los demás miembros de la familia, talan por el tronco no solo el entrenamiento para vivir en instituciones sociales sino la experiencia misma y la educación básica para aceptar que estas existan y participar constructivamente en ellas. Si en un país como el nuestro, la institución-comunidad familiar es casi una nostalgia, ¿qué será de las demás instituciones cívicas y políticas donde no hay ni el subsidio de los lazos sanguíneos? ¿Podrá existir hogar nacional sin hogares domésticos?
La escuela es el segundo actor para la socialización y el aprendizaje de la institucionalidad en la vida cívica. Por ser una institución y por ser además un ambiente propicio para la educación institucional. ¿Cómo podrá enseñar nuestra escuela a respetar las instituciones si ella misma no alcanza a respetarse en sus fines y en sus medios? ¿Cómo podrán aprender los más pequeños ciudadanos a vivir y participar en instituciones democráticas si la escuela es una correa de transmisión, y un ejemplo elocuente, del autoritarismo? ¿Cómo garantizar una educación cívica para la institucionalidad participativa si el eje y la cantinela de la escuela cubana es la exaltación y la imitación de los líderes? Sin educación en la pluralidad y en los derechos humanos no habrá instituciones sino nuevos caudillos y nuevas exclusiones. Una escuela con la pedagogía de Varela, de Luz y de Martí: liberadora, pacificadora, centrada en la virtud y el amor, es una garantía para que el futuro de la Nación se asiente en las instituciones.
La sociedad civil, ese pluriforme tejido de grupos informales, asociaciones cívicas y culturales, organizaciones no gubernamentales, son el próximo escalón para una educación para la institucionalidad democrática. Los ciudadanos necesitan agruparse, organizarse, tener espacios de participación democrática donde ejerciten y consoliden, a nivel intermedio, los hábitos, actitudes y dinámicas propias de las estructuras institucionales. Al mismo tiempo, esa red solidaria es un mecanismo para exigir de las demás instituciones, probidad, agilidad y eficacia. Una sociedad civil activa y comprometida es también garantía del respeto y defensa de los Derechos Humanos en las instituciones.
¿Cómo podrán ser democráticas las instituciones sin el tejido libre y responsable de la sociedad civil? ¿Cómo lograr que los funcionarios que trabajan en las instituciones sean respetuosos de sus mecanismos, defensores de los derechos de los ciudadanos a los que están llamados a servir, si nunca han tenido ni el ejemplo de la familia; ni la educación cívica, liberadora y democrática de la escuela; ni la experiencia de trabajo en un espacio participativo y organizado de la sociedad civil? Y por otra parte, ¿cómo lograr que las personas que se sirven de las instituciones confíen en ellas si nunca han podido confiar ni en los miembros de su familia, ni en la eficacia de las escuelas, ni en las organizaciones de masas manipuladas y manipuladoras?
Todo pareciera apuntar a que el futuro de Cuba vaya a encaminarse hacia nuevos caudillismos autoritarios o partidocracias sectarias y excluyentes si no fuera porque creemos en la fuerza de las pequeñas experiencias que desde ahora intentan sobrevivir; si no confiáramos “en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud”; si no viéramos, claro y lejos, la importancia insoslayable de un itinerario de concienciación, formación y ejercitación para que los cubanos y cubanas seamos protagonistas de las instituciones serias, democráticas y estables.
Un futuro seguro próspero y de oportunidades, para la felicidad de Cuba, depende esencialmente de la capacidad de los cubanos para cambiar, de una mentalidad caudillista a una cultura de las instituciones; de unas familias descuartizadas a unas familias articuladas en el respeto, el amor y la educación para la libertad y la responsabilidad; cambiar de una escuela verticalista, autoritaria y despersonalizadora a una educación para el civismo y la democracia; cambiar de una sociedad civil correa de transmisión y control ciudadano a una red de espacios abiertos, diversos, incluyentes y eficaces.
En fin, el futuro de Cuba será más de lo mismo si los cambios no dejan de ser pensados y realizados por unos pocos que creen que lo saben todo, lo pueden todo y podrán hacerlo solo con su grupo y con sus métodos, desconfiando y descalificando a todo el que no se sume a sus propuestas, por muy democráticas que las quieran hacer parecer.
Cuba necesita instituciones para controlar a los líderes, servir a los ciudadanos y reconstruir el País. Nuestra prosperidad y felicidad, la convivencia y la paz, pasarán por ahí. O no pasarán.
Pinar del Río, 10 de octubre de 2009