Cada vez hay más ruido contaminando el entorno. Cada vez hay más ruidos internos contaminando el alma. Cada vez más, perdemos la capacidad de vivir en silencio interior y de hacer silencio exterior. Se pierde ese talento humano que es saber callar, gozar de la voz interior de nuestras conciencias, desalojar los escándalos de nuestro espíritu y gozar de la paz interior.
Esto forma parte del daño antropológico. Es expresión genuina de la vaciedad del alma, del materialismo existencial, si, aquel que si no ocupa el espacio de lo espiritual con ruidos y proclamas, consignas y dramatizaciones, cree que no vive, que no existe. Pudiéramos decir, parafraseando al sabio francés: Hago ruido, luego existo. Hablo sin parar y sin mesura, luego vivo. Relleno los vacíos interiores con palabrerías y musicangas exteriores y no resisto el silencio exterior ni la quietud interior. Somos como uno de esos viejos amplificadores, hechos en casa, (mírenlos por dentro), solo son un enorme cajón negro y vacío con una bocina grande con la “boca hacia fuera” y otra pequeña que, como hija de buen copiar, también se asoma para completar el estremecimiento exterior. Por dentro tela de arañas en la nada.
A veces, esto llega al colmo y en los propios templos, tradicionales santuarios para la contemplación, la oración y el silencio, nos encontramos a hermanos nuestros que solo durante el corto tiempo de una hora en que dura la Misa, no pueden, no saben, no resisten, callar, hacer silencio en su interior, no molestar a los demás con su parloteo, con el que no solo lapidan el ambiente de recogimiento externo sino que desperdician una preciosa oportunidad para buscar dentro de sí, encontrarse consigo mismos, sosegar el alma de tanta angustia circundante, escuchar en el silencio interior la voz de su conciencia y, aún más, hacer silencio para poder escuchar “el susurro de brisa fresca” con el que la Biblia identifica a la voz de Dios.
Pobre pueblo que no sabe hacer silencio, está vacío por dentro. Pobre nación que no logra edificar su interioridad, se le secó el alma. Pobre de la persona que no aprende, no se empeña por habitar en el silencio interior y contribuir con su silencio, respetuoso de la subjetividad de las demás personas, al entorno elocuente y susurrante de una sana convivencia. Ya lo dijo la sublime poetisa cubana: “Grato es el aire, grata la luz, pero el que no ponga el alma de raíz, se seca” (Dulce María Loynaz. Poemas sin nombre III).
El silencio del alma es la tierra fecunda de toda palabra preñada de paz.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007 y A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.
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