Por Maikel Iglesias Rodríguez
Hay un sitio en el gran Pinar del Río, que es prodigio de Cuba y coloca a sus predios entre los altares más preciados de la Humanidad. Esos mágicos entornos que devienen maravilla por sus bendiciones, designios que generan pueblos y cautivan visitantes, y por ende, se convierten en destinos consagrados de la naturaleza, rutas incomparables de peregrinación humana.
Es orgullo y tesoro este lugar cubano, como lo han sido también desde sus descubrimientos: los pequeños paraísos naturales de Alemania, Francia, México, Turquía, España, Inglaterra, El Salvador; cada rincón con sus propias leyendas y matices diferentes, por supuesto. Todos en común, el mito e innumerables testigos de sus dones milagrosos.
Tal es el caso de un sitio entrañable aquí en el gran Pinar del Río, o la gran Vuelta Abajo que es sinónima en nobleza y magnífico con derechos propios, de quien ha nacido entre sus tierras, ama y sabe; que ninguna división fortuita o resultado de una distracción histórica, resta valor al erario común de las almas legítimas de sus paisanos.
A propósito de pueblos y en el nombre de esas gentes que por su humildad, han sido objetos de burlas y algún que otro menosprecio en la jauría humana; quiero dejar testimonio de mi paso por sus maravillas- aún entre la oscuridad de mi vejada época-, y ver en qué difieren de las que encontrase un día, ese genio de las letras que será por siempre Don Cirilo Villaverde. Salvando las distancias de mi pluma, mucho más modesta, que la de este gran maestro y lo mucho que ha llovido desde el año 1839 hasta el día de hoy, fecha en la que se enrumbara con su mítica y reveladora excursión a Vuelta Abajo, junto al hábil pintor y paisajista Alejandro Moreau, según él mismo nos lo presentara, y el Presbítero Francisco Ruiz.
No se trata de Viñales que merece sinfonías por la consabida paz de sus valles elegantes, no me inspiran esta vez el Arcoiris de Soroa con sus dulces cascadas y orquídeas primorosas, no es asunto de presente en este artículo los cayos vírgenes ni serranías vueltabajeras; sino el fétido e hirviente fluido, de las aguas minerales de San Diego de los Baños.
Es una impositiva o negativa herencia, para decirlo mejor, esa actitud española y muy cubana que nos lleva a despreciar lo autóctono ante los hitos internacionales. Cierto es también que esa actitud, no es exclusiva de estas dos naciones, y se hace mucho más notable en tiempos críticos. Aquí, la justifican los misterios de las islas. A España porque aún le acosan los fantasmas de los años que duraron sus confinamientos.
Valdría decir que a la distancia se percibe evolución y orgullo bienaventurado entre españolas y españoles de hoy en día. He visto coronarse en los estadios de Sudáfrica, en el primer mundial que organizara de manera formidable un continente tan sufrido y diverso como el africano, a mucho más que una virtuosa selección hispana de fútbol; he visto ganar a un país con toda su cultura. Lamento percibir algo contrario en esta isla en la que la agonía, impide valorar a muchos sus auténticas riquezas.
En el siglo en el que Villaverde y sus amigos, gracias a la generosidad de los guajiros, degustaran ambrosías de guarapo, tan distinto a los refrescos de tuKola que se expenden en la actualidad; muchos entre los pudientes, preferían destinar buena parte de su fortuna en conseguir salud en los balnearios europeos. Muy a pesar de que en tal fecha las termales aguas de San Diego de los Baños, no sólo habían alcanzado un interés mundial, sino que se recomendaban por expertos galenos como la panacea perfecta de las enfermedades artríticas.
De ese río de anchurosas y profundas aguas, transparentes o mejor azules y mansas también, limitado por orillas barrancosas y dotado de pailas conformadas por el constante brotar de manantiales sulfurosos, en los cuales se inspirasen místicos, poetas y un sinnúmero de artistas, no sólo Villaverde y quienes compartieron esa histórica excursión; va quedando un fluido revuelto y cada vez más turbio, menos seductor y menos venerado. Una especie de arroyito más, donde pasar un rato y refrescar en vacaciones.
La ciencia ha conseguido llegar lejos, tan lejos como para descubrir las esencias de estas aguas milagrosas, proponer curaciones más sofisticadas y medibles, pero siguen los seres humanos amando y adorando esos lugares que le han dado gloria y vida a sus naciones, a sus pueblos, a su gente. ¿Por qué siguen los baños romanos enorgulleciendo a Francia, Alemania e Inglaterra? ¿Por qué adoran en México el balneario bautizado como Agua Hedionda, donde “casualmente” hay también un convento que se denomina San Diego, y aquí le abandonamos a su suerte, le dejamos sufrir de nostalgias y olvido?
He visto y he leído este verano en la mirada de bañistas que encontré a mi paso, por encima del descuido y el peso de los años, una fe que no basta pero dice mucho del milagro de estos manantiales, del tesoro que le son a mi país; no anotaban sus sesiones en varitas o palos de Yaya, como tampoco apenarían con el horror de aquellas ya pasadas prácticas segregatorias, con las que a los negros se les imponía el turno de la tarde para disfrutar del río o el final de la mañana, si acaso sus patrones despertaban de buen ánimo. Todos los que encontré se zambullían en cualquier horario y en las mismas pailas, pero lo hacían sin la dimensión grandiosa que puede significar, bañarse entre las aguas de ese patrimonio.
Fue un esclavo expulsado por sus amos luego de una repugnante enfermedad de piel, según cuentan algunos descendientes de los fundadores de este sitio, quien hallase el milagro de los manantiales por primera vez, impulsado por el fuego del verano o la vergüenza que sumerge en lo profundo a los discriminados. Vaya suerte le vino a este hombre de origen bantú, el cual fuera bautizado como Taita Domingo en honor al día de la semana en la que decidiera regresar, curado de espantos y venenos, según consta en los archivos populares ambulantes; para hallar su remedio entre las aguas cálidas y malolientes, de este pequeño santuario occidental.
Cuentan que a este hombre grande como a todo homagno, no le bastó su curación, sino que regresó para contar tal maravilla a los demás cautivos, mayorales y hacendados, a su amo mismo que le echara de su hacienda ante improperios tristes y rabiosos; tal vez no tanto por fidelidad, sino por el designio de los seres que se curan y una vez que se levantan, redimen a su pueblo con sus testimonios.
Siento que ahora mismo ese destino salutífero y tan pintoresco, según palabras mismas de Cirilo, no amerite festivales, poesías, ni excursiones de estudiantes universitarios, bachilleres, pioneros, familias y trabajadores; en la justa medida que debiera. No sólo de pacientes y cercanos, los cuales en mal tiempo y cabizbajos, no dejan de inflamarse el pecho ante sus bendiciones, ese hermoso privilegio, que es nacer donde estas aguas.
Maikel Iglesias Rodríguez. Pinar del Río, 1980
Poeta y médico