El término “revolución” tiene una fuerte connotación positiva en Occidente. Evoca episodios históricos de cambios dolorosos pero necesarios que permiten la liberación, la justicia y el progreso. Si uno acepta la definición de Mircea Eliade de un mito como “la historia sagrada de los orígenes”, la revolución constituye un mito poderoso en la política moderna, ya que designa un momento fundamental, un grand soir o “año uno” desde el cual la construcción de la nación “real” puede desplegarse.
El gran historiador de la revolución francesa François Furet señaló que las revoluciones se caracterizan por la “reinvención épica de su historia”. Furet habla de la “reconstrucción revolucionaria” del pasado, gracias a “un inmenso mensaje inseparablemente liberador y remistificante, que sería erróneo confundir con un análisis histórico”. Este mensaje, se podría argumentar, está funcionando no solo en la re-interpretación oficial del pasado, sino también en la legitimación del presente de los regímenes nacidos de una revolución.
Pasado o presente, uno se equivocaría al confundir la posición oficial e ideológica de un gobierno auto-proclamado revolucionario con un análisis histórico. En Cuba, esa posición desdibuja los contornos de la revolución, tanto verticalmente, a través del tiempo (la revolución sin fin), como horizontalmente, a través de actores e instituciones (revolución = gobierno = nación). Esta criatura nebulosa y casi divina -un verdadero Être Suprême– es una máscara. Oculta el poder, quién lo tiene y quién comete errores en su nombre. También hace virtualmente imposible la oposición legítima: oponerse al que manda es un asalto a la nación y a su vitalidad emancipadora.
Si bien la presencia de una cierta mitología política es típica de países que han experimentado una revolución, es insólito pensar en la revolución como permanente o como sinónimo del líder, del gobierno y de la nación. Ningún hábito similar se puede encontrar en otros países que han experimentado revoluciones en el vigésimo siglo. En ningún otro país de la santa familia revolucionaria, el presidente o el gobierno se refiere a sí mismo como “la Revolución”. Nada más que eso merece un análisis a fondo.
¿Dónde empezar?
En primer lugar, es esencial recordar la importancia de la revolución como repertorio de ideas, símbolos y mitos en la cultura política cubana. Desde las guerras de independencia, cada generación de líderes políticos, ya sea en Cuba o en el exilio, se ha llamado revolucionario. En su historia clásica de Cuba publicada en 1971, el historiador británico Hugh Thomas escribió: “Por lo menos una generación de políticos cubanos han estado apasionadamente enamorados de la palabra ‘Revolución’”.
Y sin embargo, aunque Cuba experimentó tres revoluciones exitosas en unos sesenta años (1898, 1933 y 1959), podría afirmarse que, de hecho, las aspiraciones revolucionarias de los cubanos han sido compensadas por instintos conservadores. Cuba fue la última colonia española en las Américas. La independencia formal se logró décadas después de otras antiguas colonias españolas, en gran parte gracias a la asistencia no benevolente de los Estados Unidos. Entonces la Enmienda Platt limitó la soberanía de Cuba durante tres décadas. La revolución de 1959 no fue un gran evento de masas y el país no experimentó ninguno de los trastornos que sacudieron a muchos otros países comunistas en el siglo XX, por no hablar de los últimos meses en Venezuela.
En resumen, a pesar de su retórica revolucionaria incesante, Cuba no ha estado cambiando radical y continuamente desde principios de los años sesenta. Parafraseando el bon mot de Lampedusa, se podría decir que todo ha cambiado en Cuba para que todo siga igual. O para citar al académico cubano Ambrosio Fornet: “Pocos países han cambiado tanto como Cuba desde entonces (fin de la URSS) mientras que permaneció esencialmente igual”. Podría haber dicho “desde 1961”, o “desde 1976” también. No se puede entender Cuba sin sus dos vertientes: revolucionaria y conservadora.
Un ajiaco conceptual
Las definiciones de la revolución son muchas, pero generalmente implican violencia de masas y cambio de régimen en nombre de la liberación. El cambio radical es también una condición necesaria: sin ella, uno puede tener en el mejor de los casos una situación revolucionaria, o simplemente una rebelión, una revuelta o una insurgencia. El cambio rápido es otro: los cambios que ocurren durante décadas no son menos importantes (cambios culturales, por ejemplo), pero hablar de “cincuenta años de revolución” es un oxímoron. “Gobierno revolucionario” es otro oxímoron, si se refiere a un régimen establecido. El concepto de revolución -como los conceptos relacionados de “crisis” o “transición”- probablemente debería estar reservado para fenómenos transitorios, no para arreglos de poder que se institucionalizan y reproducen exitosamente durante décadas.
Los mexicanos resolvieron el problema llamando su partido gobernante “Partido Revolucionario Institucional”, un nombre de partido, nada más, que nunca se ha utilizado en conversaciones y debates para discutir sus políticas o sus hombres políticos.
Determinar cuándo comienza o termina una revolución no es fácil. No es razonable esperar que los observadores lleguen a un acuerdo sobre la periodización más allá de la fecha del epicentro de la revolución: México en 1911, Rusia en 1917, China en 1949, Cuba en 1959, Nicaragua e Irán en 1979, etc. En Cuba el derrocamiento de la dictadura de Batista y sus consecuencias inmediatas se conoce comúnmente como “el triunfo” de la revolución. Para algunos autores, el “triunfo de la revolución” y “la Revolución” es uno y el mismo. Otros hablan de las secuelas del triunfo como el período “posrevolucionario”. Esta conceptualización conserva la referencia a la revolución como momento definitorio (aunque indefinido). Una vez más, vale la pena notar que la política contemporánea en México, Rusia, China, Irán e incluso Nicaragua, no son tan rutinariamente definidas como revolucionarias o posrevolucionarias.
La única vía plausible para definir la revolución como interminable es dejar de lado la política comparada y el análisis institucional, y abrazar la teología política. La afirmación aquí podría ser, siguiendo al filósofo francés Alain Badiou, por ejemplo, que existe tal cosa como un espíritu revolucionario que nunca muere, que se manifiesta en diferentes “momentos” de la historia, en un lugar u otro. En el caso cubano, podría apoyar la sugerencia de que desde los Mambises hasta la revolución de 1959, una sola búsqueda de la libertad y la independencia se ha manifestado en distintos momentos de la historia, antes de encontrar un hogar en el régimen construido por Fidel Castro. Pocas oportunidades se pierden en Cuba para vincular la revolución de Fidel a las Guerras de Independencia y al “apóstol” José Martí.
Hay muchos problemas con el desdibujo de los contornos históricos de la revolución. Uno obvio es que no es irrefutable (unfalsifiable decía Popper), y desde luego no puede constituir una hipótesis verificable en ciencias sociales. Otra es que cincuenta y siete años es un “momento” bastante largo. Además, cuando la revolución encarna un cierto espíritu nacido con la primera manifestación de autodeterminación en la isla -algunas veces comenzando con la leyenda de Hatuey a principios del siglo XVI- y continuando frente a un asedio continuo por parte de las fuerzas del colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo, estar en contra de él (o contra el “gobierno revolucionario”), o cuestionarlo, equivale a traición. La revolución permanente es similar a la guerra permanente. La amenaza existencial permanente -el “Girón diario”- requiere unidad obligatoria detrás del liderazgo “revolucionario”. Eso conduce el derecho del Estado o de la revolución, no al Estado de Derecho, o a una sociedad civil fuerte y pluralista.
En los estudios cubanos fuera de Cuba, los analistas que abrazan al sistema son seducidos por el canto de sirena de la revolución, y adoptan la definición oficial de la revolución con sus contornos históricos e institucionales borrosos. Una cierta falta de cuidado en el uso del término revolución es también bastante común entre observadores críticos. Decir “Revolución” (con R mayúscula) para significar todo y nada es un automatismo, una ajiaco conceptual muy cubano y muy Cuban studies. De hecho, la práctica más reveladora en la literatura académica es el uso polisémico del término, con diferentes usos del término por el mismo autor dentro del mismo texto. La “revolución de 1959” es seguida por décadas de revolución; la revolución continúa después de triunfar; la revolución “se reinventa” a sí misma, como si fuera un actor con conciencia propia. Eso es la materia del pensamiento mágico, no del análisis crítico. Pero casi parece un término neutral, aunque es todo al revés.
La revolución ya terminó, pero ¿cuándo?
Una perspectiva alternativa en los estudios cubanos es afirmar que la revolución cubana terminó, pero ¿cuándo?
Si la revolución termina con una nueva élite gobernante que toma el poder y adopta políticas que alteran radicalmente las estructuras políticas, económicas y sociales de la sociedad, se puede afirmar que la revolución cubana terminó en algún momento entre 1961, cuando el carácter marxista-leninista del régimen fue proclamado, y 1968, el año de la ofensiva revolucionaria. Para muchos, los años 1968-71 marcaron la muerte de la revolución como una “utopía”. Otros dicen que fue la zafra de 1970, o Mariel. Por el otro lado, si la revolución significa un período de competencia militar para el control de una población y un territorio nacional, hasta que se restaure el monopolio estatal del uso legítimo de la fuerza (lo que el sociólogo marxista Charles Tilly llamó “soberanía múltiple”), entonces empezó en 1952 (con el golpe militar de Batista), julio de 1953 (Moncada), diciembre de 1956 (Granma), o en la primavera de 1958, cuando comenzaron verdaderas batallas entre los insurgentes y la dictadura de Batista, para terminar con la restauración de la “soberanía única” entre 1959 (enero, febrero o julio) y 1965-66, cuando terminó la guerra civil.
Una variación en la interpretación de “soberanía múltiple” de Tilly es decir que la revolución terminó cuando el toque final sobre la estructura legal del nuevo poder fue completado. Entre los autores que eligen al proceso de institucionalización del régimen como principio del fin de la revolución, el historiador Rafael Rojas es interesante porque es probablemente el que más cuestiona el uso oficial del término revolución en Cuba. Para él “para avanzar críticamente, la nueva historiografía cubana tiene que operar con un nuevo concepto de ‘revolución’ que quiebre las sinonimias del discurso oficial”. Su “Historia mínima de la revolución cubana” (2015) identifica la adopción de la primera Constitución en 1976 como marcando la conclusión de la revolución, aunque reconoce que el régimen fue construido “en lo fundamental, entre 1960 y 1961”.
Conclusión
El mito revolucionario en Cuba es la goma adhesiva que reúne tres elementos entrelazados: un Estado de partido único, un liderazgo, y la idea de una lucha continua por la independencia. Sin esta goma, estos tres elementos podrían separarse y dar luz a lo que ahora es inconcebible “dentro de la Revolución”: competencia real y legítima entre políticos y fuerzas políticas opuestas dentro de este régimen, verdadero debate sobre el tipo de régimen que mejor posibilita la soberanía popular, y verdadero debate sobre el sentido de la independencia en un mundo cada vez más globalizado.
Rojas tiene razón en que “la idea de ‘revolución’ debe ser aplicada de un modo preciso y, a la vez, flexible”. Sea lo que sea, el pensamiento crítico en cualquier sociedad exige un examen sin trabas de los valores e instituciones dominantes, y en Cuba, eso conduce directamente al tótem revolución.
Yvon Grenier.
Profesor del Departamento de Ciencias Políticas.
Facultad de Artes.
St. Francis Xavier University, Nova Scotia, Canadá.