Por Juan Carlos Fernández Hernández
A propósito de “La Alegría del Evangelio”. Sin lugar para las medias tintas. Desafíos, tentaciones y algunas propuestas.
Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, siempre sorprende. Cuando inició su pontificado no quiso que fuese Francisco I, como dictaba, hasta ese momento, la tradición. Pidió humildemente que fuese Francisco, a secas y suplicó que rezaran por él a todo el pueblo congregado en la Plaza San Pedro, acercándose más a la espiritualidad y vida de servicio del pobre de Asís, que al poder de un trono, aunque este sea religioso. Después volvió a abrirle de asombro los ojos al mundo cuando decidió residir fuera del Palacio Apostólico Vaticano y escogió la Casa de Santa Marta, adyacente a la Basílica de San Pedro. Y continúa sorprendiendo a tirios y troyanos.
No menos admirable resulta la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium (La Alegría del Evangelio) en la que el Papa Bergoglio invita a la Iglesia “a salir de las comodidades y seguridades de la Iglesia, y que esta vaya a las periferia de las sociedades a anunciar el Evangelio, buscando a los lejanos, y llegar a los cruces de caminos para invitar a los excluidos”.
Con esta invitación a salir de nuestras comodidades y seguridades comienza el Papa este hermoso documento que, por su contenido, interpela a cualquier cristiano del mismo modo que a cualquiera de las iglesias locales, incluida la nuestra. Por tanto, no estaría de más buscar los puntos, que no todos (el documento es demasiado rico para agotarlo o resumirlo en pocas cuartillas) en los que nuestra Iglesia debe acentuar su labor y los riesgos y tentaciones a la que está expuesta.
Despunta el Papa haciendo un recorrido por toda la pléyade de propuestas que en las Sagradas Escrituras, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, nos hacen aquellos que vivieron la alegría de la esperanza y el amor de Dios. Sobre todo, explica el Papa, “ir al encuentro o reencuentro que se tenga con Él, que nos puede cambiar la vida, sacándonos de “nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad” (párr. 8, pág. 11). El Papa califica el encuentro del hombre con Cristo como una Eterna Novedad, ya que es fuente constante de renovación y sabiduría.
Una de las peculiaridades que tiene esta exhortación, es que Francisco deja claro que del magisterio papal no debe esperarse “una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. ¡Cuánta humildad hay en este hombre!… No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable descentralización” (párr. 16, pág. 17). Sinceramente, jamás se había escuchado a un Papa hablar abiertamente de descentralización, sin dudas es un ejercicio de modestia y valor que con anterioridad sus antecesores no habían mostrado, por lo menos en este aspecto especifico. Por ello nadie queda indiferente ante su mensaje.
La urgente necesidad de que la Iglesia se transforme en misionera, saliendo de la comodidad para llegar a las periferias, es algo que no admite demoras y el Papa invita a la Iglesia toda a dar el primer paso para ir al encuentro del otro, a involucrarse y acompañar. No en lo abstracto y vacío, sino con obras y gestos, que muchas veces cuesta hasta la humillación si es necesario, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad” (párr. 49, pág. 36), solo así los evangelizadores tendrán “olor a ovejas”, sentenciaba en otro fragmento. En otro segmento de este excelente documento el Papa llama a ampliar la renovación recordándola con un texto de Pablo VI: “La iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio… de esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia –tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada… y el rostro real que hoy la Iglesia presenta… brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí” (párr. 26, pág. 23). Revisar las estructuras de la propia Iglesia, y renovar las que necesiten ser renovadas, así como eliminar aquellas que se opongan y entorpezcan la vida que las anima, es tarea pendiente en muchas iglesias locales, incluyendo la nuestra, que, a todas luces, vive en la actualidad un período de transición que debe desembocar en renovación y compromiso.
Sobre todo la comunidad de comunidades: la parroquia, que ha dejado de ser “la Iglesia que vive entre las casas de sus hijos e hijas” (párr. 28, pág. 25), perdiendo, en muchas ocasiones el contacto con la vida del pueblo, siendo en casos, una estructura que está separada de la gente. La parroquia, como nos recuerda Francisco, debe volver a ser “santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero” (párr. 28, pág. 25). Esta Iglesia bajo la guía de su Obispo debe anunciar a Cristo saliendo constantemente a las periferias de su propio territorio, fomentando la comunión, acompañando, unas veces delante para enseñar el camino, otras siendo uno más con cercanía y sencillez y algunas, caminando detrás de su pueblo para ayudar a los rezagados, y sobre todo porque el rebaño que pastorea tiene su ingenio propio para descubrir nuevos senderos.
El vuelo del Papa Francisco en esta exhortación apostólica pasa de forma audaz por temas tan espinosos como lo son los actuales modelos económicos, en los que el ser humano es utilizado como un bien de consumo, que se puede usar y después tirar. Pone como una de las causas de esta situación a la nueva idolatría al dinero, cuyo predominio sobre la persona, reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo. No condena el consumo, como muchos piensan y opinan, sino que condena, eso sí, la divinización de este y del mercado y sus reglas nada éticas, así mismo ese mercado que gobierna en lugar de servir, desprecia la ética porque esta relativiza el dinero y el poder. Se la ve como un peligro porque reprueba la manipulación e indignidad a que es sometida la persona. Igualmente hace un llamado al gran desafío de la inculturación de la fe en medio de un mundo cada vez más secularizado y relativista, advirtiendo, no obstante estos problemas, que en ese mismo mundo encontramos valores de auténtico humanismo cristiano que se deben aprovechar al máximo. De la misma manera toca los desafíos que para el Evangelio representan las culturas urbanas, descubriendo en ellas la presencia de Dios en sus plazas, en sus hogares, en sus calles. Sin que esa presencia se fabrique, sino que sea descubierta, Dios nunca se oculta al corazón sincero aunque este lo busque en medio de la confusión.
Incluso llega el Papa a alertarnos contra las tentaciones en las que pueden caer los agentes de pastoral: El egoísmo de no asumir el compromiso por la comodidad, el pesimismo de algunos que solo ven calamidades. De igual forma nos previene contra la conciencia de la derrota “que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre”.
En fin, Francisco en esta hermosa invitación, apuesta por el compromiso y la defensa de los más pobres y excluidos de este mundo hipercompetitivo en donde se van dejando tirados y olvidados en la cuneta a los “sobrantes”, como ha descrito Su Santidad a todos aquellos que son excluidos y “queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera” (párr. 53, pág. 40), ya no se es explotado, sino que sobra, es desecho que se tira, son las sobras. Es un sistema que es injusto, tanto social, política como económicamente. Es una bomba de tiempo que en cualquier momento puede explotar. ¿No vemos en estas afirmaciones semejanzas con nuestra realidad? Ante este panorama, poco alentador el Papa llama a los laicos que “son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios”… “y que a su servicio está la minoría de los ministros ordenados” (párr. 102, pág. 70), a una toma de conciencia de la responsabilidad laical, que en muchos casos es frenada por la poca formación recibida para asumir grandes responsabilidades, en otros casos por no encontrar espacios en sus Iglesias para poder expresarse y actuar, por un excesivo clericalismo que les reserva a la orilla de las decisiones, por otro lado, el compromiso laical se vuelca en tareas intraeclesiales sin un compromiso real en el mundo social, político y económico y su transformación con los valores del Evangelio. La política, tantas veces vilipendiada, es una alta vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, dice el Papa, y profundizando en este tema recuerda a los laicos que: “el ser ciudadano fiel es una virtud y la participación en la vida política es una obligación moral” (párr. 220, pág. 140).
A la luz de estas y otras no menos importantes valoraciones que hace el Papa en Evangelii gaudium, la Iglesia toda que peregrina en Cuba debería tomar la invitación que desde ella nos hace Francisco y desde la inigualable riqueza del Evangelio y el complemento de esta exhortación evaluar (nos) ¿cuánta es la influencia que tiene el mensaje de la Iglesia cubana en la vida social del país, cómo está la salud de nuestra sociedad civil, qué acontecimientos afectan hoy al pueblo cubano? Una fe auténtica siempre contiene un profundo deseo de cambiar el mundo, expresa Francisco… “Si bien el orden justo de la sociedad y del Estado es tarea principal de la política, la Iglesia no debe quedar al margen en la lucha por la justicia” (párr. 183, pág. 121), señala el Papa. Además rememora que el pensamiento social de la Iglesia es positivo y propositivo y establece una acción realmente transformadora de esa realidad. La Iglesia que peregrina en Cuba está llamada a ser nuevamente el referente ético y moral que siempre fue, pero sobre todas las cosas la Madre que siempre tuvo predilección por los más pobres, por los excluidos, debe ser la Madre de corazón abierto.
Queda esperar en septiembre la visita del Santo Padre. Sería muy saludable para la Iglesia cubana y su feligresía que este documento junto a la primera encíclica papal Laudato si´ (“Alabado seas”), sean distribuidos, estudiados y debatidos en nuestras comunidades. La Iglesia está llamada hoy en Cuba, más que nunca, a servir a la paz social que tanto necesitan los cubanos, no solo como mediadora entre las partes en conflicto, que sabe la Iglesia que existen, sino a que esa paz que todos anhelamos no sea una simple ausencia de guerra lograda por la imposición de una parte sobre otra o que una silencie a la otra. Las reivindicaciones sociales que hoy están en el candelero del debate en nuestro país, tales como la inclusión social, el respeto a los derechos humanos fundamentales, no pueden ser silenciadas con el pretexto de la tranquilidad de algunos. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima del sosiego y el reposo de una élite excluyente. Cuando esto es violentado y ultrajado es necesaria una voz profética que denuncie estos males y en nuestro país la Iglesia debe recobrar esa voz, que anuncia, pero que no se olvida de denunciar.
Por último, Cuba debe ver la visita del Santo Padre con las reales expectativas que ella tendrá y no con las que quisieran muchos que tenga. El Papa no viene a Cuba a “resolvernos los problemas”. Lo sucedido con la visita de San Juan Pablo II en 1998 es un ejemplo de falsas expectativas, esos los tenemos que resolver entre todos los cubanos. Él nos alentará, como lo ha venido haciendo, nos acompañará tal y como lo ha hecho, pero no vendrá con la solución mágica. Esa no existe. La solución tiene que salir de todos los cubanos, estén donde estén y piensen como piensen. El diálogo nacional, como un todo, no una parte, se nos presenta a los cubanos como la puerta que evitará que el país se vaya a bolina. Al respecto el Papa nos dice: “Es hora de saber cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad más justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural” (párr. 239, pág. 149).
Tenemos pocas opciones: podemos pasar y seguir nuestras vidas como si nada pasara. Podemos darnos cuenta de que existe el conflicto y quedar prisioneros de él o podemos aceptar sufrirlo, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. Ese que sea el de la reconciliación y reconstrucción de nuestro país y de nuestras personas. En este proceso la Iglesia cubana debería jugar un importante papel. Ojalá que así sea.
Juan Carlos Fernández Hernández (Pinar del Río, 1965).
Fue Co-responsable de la Hermandad de Ayuda al Preso y sus Familiares de la Pastoral Penitenciaria de la Diócesis de Pinar del Río.
Animador de la sociedad civil.
Miembro del Equipo de Trabajo de Convivencia.