Homilía del Santo Padre en la Oración de Vísperas en la Catedral de La Habana. 20 de septiembre de 2015
El cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny nos habló de los más pequeños. Son todos niños. Tenía preparada una homilía para decir ahora en base a los textos bíblicos, pero cuando hablan los profetas, y todo sacerdote es profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es profeta, vamos a hacerles caso a ellos. Entonces yo le voy a dar la homilía al cardenal Jaime para que se la haga llegar a ustedes y la publique y después la meditan. Y ahora charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.
Al cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente incómoda que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre comillas, del mundo. Dijo pobreza. Y la repitió varias veces. Pienso que el Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón. El espíritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino por desprecio. Y si tiene que pecar y ofender a Dios para que no le llegue la pobreza, lo hace. El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló para ser uno de nosotros.
La pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso, había cumplido todos los mandamientos. Y cuando Jesús le dijo “vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando de escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una obligación. Los bienes son un bien de Dios. Pero cuando esos bienes entran en el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí perdiste. Ya no eres como Jesús, tienes tu seguridad donde la tenía el joven triste, el que se fue entristecido.
Ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les puede servir lo que decía san Ignacio y esto no es propaganda publicitaria de familia. Decía que la pobreza eran el muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque engendraba más confianza en Dios. Y era el muro porque la protegía de toda mundanidad. Cuántas almas destruidas, almas generosas como la del joven entristecido, que empezaron bien y después se les fue apegando el amor a esa mundanidad rica y terminaron mal. Es decir, mediocres.
Terminaron sin amor porque la riqueza pauperiza. Pero pauperiza mal, nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la pena para poner la seguridad en lo otro.
El espíritu de pobreza, el espíritu de despojo, el espíritu de dejarlo todo para seguir a Jesús, -este dejarlo todo no lo invento yo- varias veces aparece en Evangelio. En el llamado de los primeros, que dejaron la barca, las redes y lo siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús.
Una vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espíritu de riqueza, de mundanidad rica en el corazón de un consagrado, de una consagrada, de un sacerdote, un obispo, un Papa, lo que sea. Cuando uno empieza a juntar plata y para asegurar el futuro, ¿no es cierto? Entonces el futuro no está en Jesús, está en una compañía de seguros de tipo espiritual que yo manejo ¿no? Entonces cuando, por ejemplo, una congregación religiosa, por poner un ejemplo como decía él, empieza a juntar plata y a ahorrar, Dios es tan bueno que le manda un ecónomo desastroso que las lleva a la quiebra. Son de las mejores bendiciones de Dios a su Iglesia. Los ecónomos desastrosos porque la hacen libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre. Dios la quiere pobre como quiso pobre a nuestra Santa Madre María.
Amen la pobreza como a madre. Simplemente les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas de preguntarse ¿cómo está mi espíritu de pobreza? ¿Cómo está mi despojo interior? Creo que puede hacer bien a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral.
Después de todo, no nos olvidemos que es la primera de las bienaventuranzas. Felices los pobres de espíritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes de este mundo.
Y la hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños. Que aunque sean grandes unos terminan tratándolos como niños porque se presentan como niños. El más pequeño. Es una frase de Jesús esa. El que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser juzgados. Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a mí. Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde el punto de vista humano, sin ser malos ni mundanos. Pero cuando uno busca en la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde no querías ir, y lloraste, lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una monja llorona. Dios nos libre de las monjas lloronas que siempre se están lamentando. Eso no es mío, eso lo decía santa Teresa a sus monjas. Es de ella. Ay de aquella monja que anda todo el día lamentándose porque “me hicieron una injusticia”. En el lenguaje castellano de la época decía “guai de la monja que anda diciendo hiciéronme sin razón”. Vos lloraste porque eras joven, tenías otras ilusiones, pensabas quizá que en un colegio podías hacer más cosas, que podías organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí, casa de misericordia, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace más patente. Donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. ¡Cuántas religiosas y religiosos queman, y repito el verbo, queman su vida acariciando material de descarte! Acariciando a quienes el mundo descarta, a quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes el mundo hoy día con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que puede venir con una enfermedad degenerativa se propone mandarlo de vuelta antes de que nazca. El más pequeño. Y una chica joven llena de ilusiones empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios, su misericordia. A veces no entienden, no saben pero ¡qué linda es para Dios, y qué bien que hace a uno, por ejemplo la sonrisa de un espástico que no sabe cómo hacerla! O cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa es la misericordia de Dios.
O cuando están enojados y te dan un golpe. ¿Y quemar mi vida así? Con material de descarte a los ojos del mundo. Eso nos habla solamente de una persona, nos habla de Jesús, que por pura misericordia del Padre se hizo nada. Se anonadó, dice el texto de Filipenses, capítulo 2. Se hizo nada. Y esa gente a la que vos dedicas tu vida, imitan a Jesús, no porque lo quisieron, sino porque el mundo los trajo así. Son nada. Y se les esconde, no se les muestra, o no se les visita. Y si se puede y todavía se está a tiempo, se los manda de vuelta.
Gracias por lo que haces y en vos gracias a todas estas mujeres y a tantas mujeres consagradas al servicio de lo inútil porque no se puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante absolutamente nada constructivo, entre comillas, con esos hermanos nuestros, con los menores, con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús y ahí resplandece mi opción por Jesús. Gracias a vos, y a todos los consagrados y consagradas que hacen esto.
Padre, yo no soy monja. Yo no cuido enfermos, yo soy cura. Y tengo una parroquia o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquel que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar? Obviamente sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25, ahí los tienes a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo, ahí los vas a encontrar. Pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote donde aparece ese último, ese mínimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre o esa mujer te muestra su miseria, ojo que es la misma que tienes vos, y que Dios te salvó ¿eh? de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no la retes, no lo castigues, si no tienes pecado tira la primera piedra. Pero solamente con esa condición. Si no, piensa en tus pecados y piensa que vos puede ser esa persona, y piensa que vos potencialmente puedes llegar más bajo todavía y piensa que vos en ese momento tienes un tesoro en las manos que es la misericordia del Padre. Por favor, a los sacerdotes, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar como lo hacía Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo, no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio, mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan. Así vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba, Jesús los quería. Mañana festejamos san Mateo. Cómo robaba ese, y además, cómo traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que a la noche Jesús fue a cenar con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho, “donde hay misericordia está el Espíritu de Jesús, donde hay rigidez están solamente sus ministros”.
Hermanos sacerdotes, hermanos obispos, no le tengan miedo a la misericordia, dejen que fluya por sus manos y por su abrazo de perdón. Porque ese o esa que está ahí son el más pequeño y por lo tanto es Jesús.
Esto es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado a estos dos profetas. Que el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en nuestro corazón. Pobreza y misericordia, porque ahí está Jesús.