Por Gerardo Martínez-Solanas
Ser cristiano implica tolerancia, amor al prójimo y una búsqueda constante de la paz y la confraternidad. Exige comprensión y una mentalidad muy abierta.
Jesús nos dejó el claro mandato, expresado en los Evangelios, de que “todos sean uno” y que “haya un solo rebaño y un solo pastor”. Nos dijo: “Amaos los unos a los otros”; y no puso límites discriminatorios que nos alejen del concepto básico de que “todos somos hijos de Dios”.
La idea ecuménica se nutre de este mensaje abarcador de toda la especie humana. La Iglesia Católica dio inicio al movimiento ecuménico desde el Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia en el siglo XV. En los últimos tiempos, ha entrado de lleno en un esfuerzo ecuménico verdaderamente abarcador desde el Concilio Vaticano II se sumó a las iniciativas adoptadas por algunas iglesias protestantes con la creación del Concilio Mundial de Iglesias durante la primera mitad del siglo XX .
Por su parte, el eclecticismo nace de la antigüedad como una aspiración de conciliar las doctrinas de las distintas escuelas filosóficas en un conjunto armónico y coherente. Los eclécticos son librepensadores que pretenden ser capaces de escoger las tesis más aceptables entre diversos sistemas filosóficos y doctrinas.
El ecumenismo busca el acercamiento y la colaboración dentro del reconocimiento mutuo de ciertos dogmas fundamentales con la esperanza de que esa iniciativa fraternal sirva para iluminar las conciencias de todos con las verdades de la revelación. Los eclécticos acarician la misma aspiración mediante una postura relativista que se aleja de cualquier dogma para estudiar con flexibilidad las ideas y las creencias de los demás.
Parecen posiciones irreconciliables, pero no lo son. Los unos aspiran a la armonía y la paz destacando las afinidades que nos unen y los otros buscan esos mismos fines acentuando esa diversidad como un ordenamiento universal que también nos une.
Jesús dice a sus discípulos y nos dice a todos a través de los siglos: “Ustedes son la luz de este mundo. Una ciudad en lo alto de un cerro no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para ponerla bajo un cajón; antes bien, se la pone en alto para que alumbre a todos los que están en la casa. Del mismo modo, procuren ustedes que su luz brille delante de la gente…” (Mateo, 5).
Esas palabras son una oda al diálogo fraternal. Para cumplir con esa exhortación hay que abrir los brazos a todos. No podemos iluminar a nuestros semejantes si les cerramos las puertas. Para iluminarles el corazón, tenemos primero que entenderlos y comprenderlos, y para esto es necesario escucharlos muy atentamente y respetar sus opiniones y sus creencias.
Así lo comprendió Juan Pablo II durante su pontificado. Así tomó la hermosa iniciativa de abrir las puertas de la idea ecuménica a todos nuestros hermanos que profesan religiones no cristianas. Para ello adoptó una actitud ecléctica que investiga, aprecia y permite ocasionalmente las manifestaciones de otras creencias en nuestra propia iglesia.
Para algunos ha parecido sacrílega la celebración de ceremonias tan ajenas de la revelación cristiana en nuestros templos. Pero esa actitud responde a la idea de que somos “un solo rebaño”, de que “todos somos uno” y que al cumplir con el mandato de amarnos los unos a los otros reconocemos en la grey humana la guía omnipresente de “un solo pastor”.
Si somos cristianos tenemos que ser también un poco eclécticos para poder comprender a los demás y, en la comunión de espíritus que se abre con la confraternidad, lograr mantener encendida esa “luz que brille delante de la gente”. Nadie puede temer las verdades que expresen sus semejantes si tiene convicciones propias, firmes y coherentes.
Este estilo de vida cristiano se aplica a todos los aspectos de la vida. Se aplica especialmente a las relaciones humanas y, por lo tanto, son esenciales para un armonioso devenir en la política de las naciones.
Podemos tener fe en nuestros dogmas –religiosos o políticos- pero no enquistarnos en un férreo dogmatismo que nos condene a la rivalidad y el resentimiento permanentes. Podemos ser eclécticos en la medida en que no renunciemos a nuestros principios y convicciones pero respetando las convicciones ajenas y aprendiendo también de ellas. Podemos ser igualmente ecuménicos enarbolando nuestra verdad si lo hacemos con la luz abarcadora de la comprensión y la tolerancia.
Esa es la unidad en la diversidad que es la meta del orden en todo lo creado. No es más que el respeto debido a nuestros semejantes y el reconocimiento de sus derechos y de esa libertad que es producto del amor cristiano.
Ese es camino de la armonía y de la paz. En consecuencia, ese es también el camino del progreso.