Por Rafael Almanza
Hubo una época inverosímil en que no había periodismo. La gente cree que el mundo fue siempre así, con noticias y discursos; pero hasta el siglo XVI la información de lo que pasaba corría en boca de los interesados, o se refugiaba en los pergaminos que pocos sabían leer. La propaganda o los terrores los gritaban unos tipos con trompetas por las calles o a lo sumo en asambleas pasivas: en el Japón, el emperador no le habló al pueblo en mil años, y cuando lo hizo se acabó como emperador. La vida era lenta, familiar, personal, interior. Los cambios se reducían a lo mismo de ahora: quién derrocó a quién, quién mejoró de posición a costa de quiénes, cuántos murieron en catástrofes o en guerras, cuánto cuesta y cuándo tendremos la mercancía, por dónde viene la epidemia, a veces el anuncio de la visita de unos saltimbanquis, un demagogo, un predicador o un santo. La mayor parte de la sociedad no se interesaba por aquello que no afectara directamente su vida corriente, que era la más corriente de las vidas. Le dejaban el periodismo a los ricos y poderosos, que seguían matándose entre sí, y haciéndolos morir a ellos, para seguir siendo poderosos y ricos.
La imprenta creó el periódico a principios del seiscientos, y con él los asuntos públicos giraron en una dirección que yo mismo no me atrevo a considerar negativa. La batalla por el poder y la riqueza dejó de inmediato de pertenecer a una casta de informados. Mucha gente empezó a enterarse de lo que le convenía, y por lo tanto a asumir una actitud inteligente. Comenzaba la era democrática, no por el poder gobernar sino por el poder saber. Un número de personas que vegetaban en la ausencia de datos se incorporaron al manejo de la sociedad. Los candidatos a ejercer el poder central o los poderes ancilares se multiplicaron, incluso entre la plebe. El periodismo, todavía sin periodistas profesionales pero con autores de palabra poderosa, impulsó la era de la democracia burguesa y precedió positivamente a las revoluciones en Inglaterra en 1648 y en Francia en 1789. Es sabido el rol que jugaron en París los libelos que se burlaban del frenillo en el prepucio de Luis XVI, por fin operado. Luego le intervinieron la testa. Un papel puede más que un ejército en la época de cambios sociales, y Machado el egregio efímero dijo que a él no lo tumbaban con papelitos: bastó con unos carteles de huelga. La noticia real o manipulada, y los manifiestos, se habían convertido en un poder. La imprenta pasaba de la difusión de la Biblia, la ciencia o el arte, a la ambigüedad de la política.
Como vivimos en la era democrática, incluso en los países en los que la democracia es débil o no existe, ya no podemos pasarnos sin periodismo, impreso o digital. El número de periódicos es uno de los índices reverenciados de la calidad de la vida. Un retorno a la época en que la sociedad estaba desinformada resulta inimaginable, y no seré yo quien se aliste entre los actuales críticos del proceso civilizatorio que nos proponen un regreso a la comunidad gentilicia. La democracia no ha surgido por gusto: como acabamos de ver es un resultado inevitable de lo que en el siglo dieciocho se conocía como las luces: el incremento del saber acerca del mundo y del hombre, que genera una nueva capacidad de acción individual y colectiva. Estar informados es una necesidad y un derecho de todos, incluso un deber, aunque veremos que esto último es más complejo de lo que se cree; y es un derecho defendible expresarse libremente, puesto que esta expresión forma parte del derecho y la necesidad del otro a saber lo que piensan los otros, para poder actuar de manera sabia en beneficio propio y de todos. Las sociedades contemporáneas se hundirían sin la gigantesca cantidad de información que hay que manejar para manejarla. La mayoría quisiera vivir en la tranquila ignorancia de la Edad Media, siempre y cuando fueran otros los siervos de la gleba que le manejaran la alta tecnología; pero la mala noticia que no difunde el periodismo actual es que todos tenemos que procesar información de todo tipo si queremos mantener el nivel civilizatorio que hemos alcanzado, por no hablar de superarlo. La crisis económica global desatada en 2008 se hubiese evitado si a mediados de la década la prensa hubiera denunciado el desmadre de los banqueros liberales, obligando a los ciudadanos, a los políticos, a los parlamentos, a actuar. Todos los que podían saber lo sabían y casi todos se callaron. Ahora los políticos han hecho algo, pero en el fondo sigue siendo tabú el debate acerca de las técnicas especulativas en el capitalismo, que son tal vez suprimibles o al menos vigilables y controlables mediante la democracia, como lo han sido las jornadas de trabajo de doce horas, la ausencia de vacaciones o el despido por la libre. Pocos quieren ir contra el descaro porque casi todos sueñan con beneficiarse del desmadre. Ojalá fuera cierta la afirmación del presidente de Francia de que el liberalismo se acabó. A mi juicio, se ha replegado hasta la próxima recuperación. Pero quizás antes de la crisis engendrada por un nuevo regreso del descaro, la democracia económica y social habrá crecido en los países democráticos lo suficiente para, esa vez, ajustarle las cuentas. Los indignados jóvenes europeos de hoy marcan el rumbo. Ahora están avisados ya.
Es así que sin la más amplia comunicación social las sociedades contemporáneas colapsan. Su futuro depende precisamente en buena medida del progreso de la comunicación social, que va más allá del periodismo pero que lo incluye, al menos hoy por hoy, como una táctica de primer orden. Mis razones para desconfiar del periodismo radican en que no encuentro por ningún periódico una declaración de sus propósitos y sus límites. El periodismo se vivencia a sí mismo como un fin absoluto, y hay diferencia entre lo imprescindible y lo indiscutible. El periodismo debiera empezar por entenderse a sí mismo como una pieza de discusión, una materia de duda, un instrumento peligroso. Periódicos conocidos como La verdad o La humanidad, debieran haberse titulado Nuestro bando, aun sin traicionar sus presupuestos teóricos. Hay países, como el nuestro, en que el periodismo fue suprimido y ahora renace agónicamente en un esfuerzo para que la sociedad no colapse, arrastrándonos a muchos ciudadanos que no tenemos ni la menor gana de ser periodistas, y que lo seremos solo por obligación o mandato del alma, mientras nos resulte forzoso. Pero ya que yo mismo, contra mi voluntad, tengo que intentarlo, y puesto que lo hago con esas previsiones, no encontrando claridad ajena que satisfaga mis escrúpulos, me atrevo a unas suspicacias elementales, que de ningún modo pretenden ser exhaustivas. Uso el término de síndrome en el sentido aprobado por la Academia de conjunto de fenómenos, pero también como el de síntomas de la patología social de la Ausencia de Respeto. No sabemos manejarnos, estamos enfermos. Y no tengo que aclarar que yo mismo participo de estas enfermedades. Confieso estar haciendo la lista de mis tentaciones, que quisiera evitar o por lo menos caer en ellas sin idiotez ni hipocresía, para poder rectificar o que me rectifiquen.
1. Síndrome de velocidad
El primer periodista del mundo fue el soldado de Maratón, que corrió decenas de kilómetros hasta Atenas para anunciar una victoria. Durante siglos nadie se ocupó de él, hasta que el culto de la rapidez lo convirtió en la pieza emblemática de los Juegos Olímpicos. ¿Había necesidad de tanta prisa? ¿Este soldado vigoroso y leal tenía que morir para que unos esclavistas en Atenas suspiraran de alivio por adelantado? El equivalente moderno de este disparate criminal son las reflexiones categóricas de los periodistas en cuanto se dispara un acontecimiento imprevisto, sea una sublevación contra el príncipe del Libro Verde o un tsunami que desgracia una estación nuclear. Personajes de enorme inteligencia, incluso especialistas respetables, se lanzan a opinar sin tener tiempo de haber estudiado el asunto, abusando de su autoridad y de la ignorancia de los que en ellos confían, intentando ser útiles o procurando la gloria inmarcesible de actuar en la historia con sus criterios. Y en efecto, políticos incultos, sumergidos en esa inmediatez de opiniones, se lanzan a acciones irresponsables, como la intervención en Irak después del derribo de las torres, que afectan a todo el planeta por años y años. Y nadie reclama nada a los manejadores del suceso. America under attack, letrero inmediato y permanente de las televisoras. Pero el espantoso triple acto terrorista no equivalía a un acto de guerra contra los Estados Unidos, que era lo que sugería el letrero. Un acto de guerra es otra cosa, y dista de ser un lujo filológico precisar los términos. Ahora vemos que fue un hecho aislado y controlable, y que Sadam Hussein pudo haber acompañado hoy en la agonía a Mubarak o Kadaffi, con un inmenso ahorro de sufrimientos. A veces habrá que actuar con rapidez para salvar vidas, pero cuidado con la velocidad que las pone en peligro. Había que haber callado, soportado, sufrido y llorado, y rezado, después del once de septiembre. Habría que haber elevado cuatro templos en el Punto Cero, uno cristiano, otro judío, otro islámico, otro ecuménico, sin denominación alguna, no una nueva torre a ver si de nuevo se atreven. En cuanto a los muertos interminables de Irak, el Señor lento para la cólera habrá de tener compasión por sus victimarios. Ninguna noticia, aun siendo verdad, es la verdad. La verdad es una categoría compleja, que estudian en nuestros tiempos Derrida y Levin, y para acercarse a ella se necesita, como seguiremos viendo, un tiento especialísimo para el cual la prisa, la urgencia, la respuesta rápida y contundente es precisamente el procedimiento fracasado.
2. Síndrome del interés
En todo momento, los que tienen la verdad y hablan por la humanidad están interesados en lo que creen que son sus interesantísimos cuanto interesados intereses. Es interesante que el interés desinteresado de Carlos Marx por denunciar esta vergüenza con el nombre de ideología haya sido ignorado interesadamente por los marxistas -o lo que fuesen- en el poder. También es interesante que Marx dijo que él no era marxista (je non sui pas marxiste), que es precisamente lo que, siguiéndolo a él en su honradez científica, hace veinte años, llegó a pasarme a mí. ¿Existe alguna posibilidad de que el concepto de ideología, como el interés de una clase o de un grupo social por presentar sus intereses como absolutos o por lo menos comunes al resto de la sociedad, limpie la conducta de los comunicadores sociales? Dicho de otra manera: ¿la verdad, la pravda de Lenin, le sirve de algo aunque sea a la culta humanité francesa? ¿Por qué el Siervo de Dios padre Félix Varela, fundador de la patria cubana, en su primer discurso público nos invitó a amar la verdad y la paz? Porque sin verdad no puede haber paz, y como la verdad no es patrimonio de nadie, se necesita el reconocimiento de los propios límites, no solo intelectuales, sino de propósitos y voluntades. Me gustaría fundar el periódico Mi interés, que no sería un blog pornográfico como creen los que no me permiten tener la Internet, sino un vehículo para saber cuánta gente quiere lo mismo que yo. ¿Hay personas capaces de tener interés en ser lo más desinteresado que le permita el interés de ser siendo el que es por el interés de Dios? Sí, pero son muy pocos. Confesar el interés es vivir en la verdad y por lo tanto en la paz para sí mismo, y también para el resto de los que nos acompañan con sus intereses en el mundo. Disfrazarlo, equivale a guerra, crimen, neurosis personal, infierno. La multiplicidad de la comunicación social alivia, desde luego, esta desgracia. Muchas voces con intereses distintos o contrapuestos es mejor que un solo periódico con el interés de un tipo o un grupo de tipos convertido en verdad revelada y castigadora. Podemos pensar que los blogs constituyen el supremo alivio. Bueno, depende. Incluso ese contrapunto de voces puede volverse un guirigay sin responsabilidad alguna, o un aburrimiento no ya sin utilidad sino cancelándola en forma completa, puesto que aparece como la posibilidad última de romper el monopolio de los intereses, si cada cual se atiene a la falsedad y la traición de su absolutismo. Amemos la verdad y la paz, la paz que da la verdad, la paz que es construida por la verdad de que somos interesados, que no podemos ser sino interesados, que tenemos intereses comunes con otros, pero que jamás todos nuestros intereses coincidirán con los de todos, y que fingir ese fraude es anatema.
3. Síndrome de mafia
Gertrude Stein, que amaba a las mujeres, dijo que una rosa es una rosa es una rosa. El grupo es el grupo es el grupo y no es la sociedad. Las voces aisladas no cuentan, pero los sabios son siempre pocos. Lo peor es cuando las voces aisladas, por reacción inevitable, se instituyen en dos grupos igualmente peligrosos: el de los aislados idénticos y sin sabiduría, y el de los sabios reales que, siendo necesariamente diferentes, se aíslan creyendo que no forman grupo. Oh, sí, forman el grupo de los aislados diversos. Los grupos son inevitables, una sociedad jamás es un grupo sino una sumatoria de grupos que se superponen. La división en sexos o edades impide que la sociedad sea ese bloque que la ideología y la demagogia llama pueblo. Un pueblo unido jamás será vencido pero nunca se ha visto unido totalmente a un pueblo, ni siquiera en la calle a la fuerza, ni el de las personas entre quince y setenta años, ni se verá jamás. Uno puede pertenecer al grupo de los mayores de edad y de los que están en contra de la adopción de niños por el matrimonio gay, que son dos grupos distintos, y al mismo tiempo pertenecer a otros grupos, el de los cristianos o los santeros, los liberales o los marxistas. El marxista cree que la clase social, es decir, la pertenencia a un grupo económico y social, resulta decisiva si no absoluta: lo que no explica por qué nunca ninguna clase obrera en el mundo ha pertenecido a un solo partido, el que fuese, ni siquiera en las condiciones de la más amplia democracia. Y aunque el periodismo, especialmente el de los blogs, permite la expresión de los distintos grupos sociales con su necesaria superposición, el uso político de la información, que desde luego es inevitable, conduce a la creación de mafias informativas, en la que la opinión de un grupo intenta imponerse como solución -ya que no como verdad revelada-, apoyándose en cualquier superioridad tecnológica, financiera o militar. Otra variante es la del bloque de opinión, que se vuelve hermético: si yo estoy a favor del llamado matrimonio gay, y lo estoy, debo estar a favor de la adopción de niños por esos matrimoniados. De lo contrario soy un católico (los obispos piensan otra cosa) y un reaccionario, y un inútil para la sagrada causa de la bandera de los siete colores. Una vez le dije a un periodista católico y a otro liberal que algunas expresiones debían estar prohibidas por la ley. Me miraron con un asombro condenatorio. Me refería a las calumnias e injurias personales y a la propaganda de violencia. Pero el silencio me impidió explicarme.
4. Síndrome de Narciso
El periodismo se niega a reconocer su función social: la parcialidad responsable de las verdades. El periodista cree que si dice su verdad, está haciendo un bien, y eso es indiscutible; pero si dice su verdad sólo como su propio bien, está limitando su verdad hasta los límites de la irresponsabilidad y la mentira. Un periodista que jamás dijo una palabra sobre los crímenes de Sadam Hussein nos viene con una contabilidad indignada y piadosa de los muertos en Irak. Como si una cosa y la otra no tuvieran la más mínima relación. Los Estados Unidos nunca atacarían a un país democrático, por la sencilla razón de que no podrían ganar. Se ataca o se manipula a las dictaduras precisamente porque son débiles. Me simpatiza la reforma del sistema de salud estadounidense emprendida por el presidente Obama, pero el documentalista Moore cree que todos los hospitales cubanos son el Ameijeiras. Y es verdad que el Ameijeiras es un buen y democrático hospital, que debiéramos multiplicar por el archipiélago a la manera británica, o cubana. Que Moore se dé una vuelta por el Amalia Simoni o el de Maternidad en Camagüey. El periodista enamorado de su propia honestidad, y hasta de su valentía, por no hablar de intereses menos santos, puede convertirse en una plaga. Cuando Narciso el periodista se contempla en las aguas de su propio texto o video, y su Arcadia es democrática, puede esperar que su hermosura pueda ser discutida y hasta rectificada o negada por un público ávido de pasarelas. El asunto se complica inmensamente cuando no hay democracia sino represión: un texto o un video puede desatar un tsunami social o más comúnmente contribuir a las desgracias que enfrenta. Incluso los enemigos de la democracia pueden prever que va a actuar así, hermosamente, y manipular toda esa hermosura en su favor. El ser humano es limitadísimo, y hay profesiones que no pueden realizarse sino por personas con una determinada cantidad de autosatisfacción, que antes se llamaba vanidad: médicos, actores, bailarines y sacerdotes. Y periodistas. También suelen aparecer entre los escritores, y dicen que soy uno de ellos.
5. Síndrome de modestia
Creer que son otros, o los otros, los que deciden. Y los otros son el pueblo, o sus dirigentes. Pero si usted ha comunicado, ya ha decidido comunicar, que no es poco, y seguramente ha comunicado para algo. Corolario del síndrome anterior. El comunicador social se limita a comunicar para que otros decidan. Si es con responsabilidad y humildad, como demando, está muy bien. Pero la decisión de informar forma siempre parte de la elaboración de otras decisiones. Por cierto, muchos periodistas asumen este reto convirtiéndose en políticos, y muchos políticos comienzan siendo periodistas como parte de su acción social. Eso está bien, y es común en democracia. Cuando no la hay, el comunicador más que sentirse un narciso está aterrado con el ejercicio de su cívica, y como la ausencia de democracia le ha impedido también tener una idea de cómo funciona la información y la acción sociales, se encuentra extraviado en un vacío de posibilidades que le autoriza a decir: he cumplido, ahora ustedes. En nuestro caso confío en que iremos adquiriendo muy lentamente y a costa de terribles sacrificios la madurez social requerida para que podamos ir más allá, hasta el momento en que los mejores periodistas se sientan partícipes de la plenitud del intercambio social, y unos se conviertan en políticos y otros reconozcan su función fraternal en la vida de la nación. No es un asunto puramente cubano. Tanto el narcisismo como la modestia forzada o falsa llenan la comunicación social en todas partes del mundo. Asombrosamente, el periodismo puede convertirse en un vehículo de desidia o indiferencia ante la acción ciudadana, como si después del periodista napoleónico o nihilista viniera el diluvio, o por lo menos el próximo período glacial. En Cuba existe, además, la tentadora puerta del exilio.
6. Síndrome del bruto
Con todo lo anterior, los métodos de la reflexión responsable sobran, y sus representantes también. Hay un enorme número de periodistas que son puros ganapanes y que reciben diariamente la evidencia de que su profesión es una porquería, de manera que tomársela más allá del salario les resulta ridículo. Ni hablar entonces de pensar, o pensar primero en pensar. Se escribe lo que hay que escribir, lo mismo que se ha escrito y que se escribirá y que funciona para que todo siga funcionando, mal o peor. Pilato dijo que lo escrito, escrito está. Hay periodistas brutos, eso es inevitable, como hay médicos que son matasanos, pero hay otros que se comportan como brutos sin serlo por estas razones que digo, sobre todo cuando los años pasan y se pierden los arrestos y las esperanzas del graduado recién. Una variante de la brutalidad periodística es el estilo. Saber qué es lo que hay que escribir consiste ante todo en seguir un estilo. El periodismo oficial cubano es el paradigma del estilo bruto homogéneo. Se pueden intercambiar los nombres de los periodistas en los artículos, y nadie lo notaría. Los puntos de vista son los de siempre, hasta que cambie el punto de vista del siempre, en cuyo caso cambian incluso sin rectificar el punto de vista pretérito, aburrida y disciplinadamente. La función de este marasmo es convencernos de que la verdad es nuestra y como es la verdad no cambiará nunca, excepto cuando cambie. Los chinos, por ejemplo, construyen exitosamente el capitalismo con el nombre de socialismo, a los pies de Mao. Por cierto, el divertido comunista Nicolás Guillén nunca escribió, antes del 59 al menos, con esa palabrería previsible ni ese tono de todos conocido, y dejó claro que no le gustaba el show del Mausoleo de Lenin; ni el socialdemócrata Raúl Roa, antisoviético agudísimo; por no mencionar la prosa amable de Chibás, lector de Joyce, de Kafka, de Proust, de Juan Ramón, profetizando en Bohemia que el socialismo soviético duraría setenta años. Noto con horror que buena parte del periodismo cubano independiente sigue la pauta del bostezo y la parálisis propia del periodismo oficial. Yo comprendo que no todo el mundo puede tener un estilo periodístico propio, o una variedad interminable de estilos si uno alcanza el genio de José Martí; pero hay que tomar conciencia de que el estilo en sí también comunica, y que la homogeneidad de estilo es un síndrome de brutalidad del que hay que escapar, sobre todo cuando se tiene el propósito o incluso la tarea de hacer la diferencia. Una homogeneidad periodística antioficial no es más que la cuna de una nueva y peor oficialidad. Debiéramos estudiar el inventario de los tonos, los enfoques, los tics de ese tedio, para esquivarlos, y también para considerar cuánto mal se oculta en esas sonrisas literarias, esas comodidades de expresión, esa parrafada de que todo está bien, en la realidad o en la ideología, de este lado o del otro, salvo detalles cómodamente corregibles algún día. El mundo es demasiado inhabitable para que la comunicación social se dé el lujo de ser autocomplaciente. El periodista que no cuestiona, es infiel y debe ser sometido a sospecha. El periodismo tiene la obligación de ser inteligente y, en esto idéntico a la vocación profética cristiana, tiene que ser una y otra vez signo de contradicción.
7. Síndrome de amoralidad
Una noticia rápida y contundente que prueba que nuestro grupo tiene la verdad absoluta para la humanité como siempre han sostenido nuestros brutos, qué puede constituir sino una completa inmoralidad. Hablar de moral ahora es inmoral, es amoral, es ridículo. Yo escribí unos cuentos en que no aparecían prostitutas (entonces era joven y no tenía necesidad de tanta experiencia) y me dijeron inmoral. Si uno habla apasionadamente, porque en Camagüey no hay tanto frío como en NY, es que se trata de un policía. Como decía un comentarista criollo del fútbol, que es en sí mismo un juego amoral, lo importante es ser campeón, no importa cómo. Pero incluso el fútbol tiene tarjetas. La idea de que la moral es como el condón, es casi tan usada como ese adminículo, pero mucho menos segura. No se puede jugar sin reglas ni se puede vivir sin normas. De niño me pasmaba que mis compañeritos hicieran trampas para ganar, pues ganar con trampas me parecía más triste que perder, y yo sabía que podía ganar sin trampas. Y, les guste a ustedes o no, todavía lo sé. También sé que no es importante perder. El hecho de que todo pueda ser discutido genera la ilusión, nunca la lógica, de que todo es discutible, es decir, relativo y nulo, sin darnos cuenta de que discutirlo todo es en sí mismo una norma dolorosamente conquistada hace poco allí donde existe, que es casi en ninguna parte, y que puede desaparecer muy fácil con la convicción y la práctica del irrespeto de las normas respetables. Así se impone la norma de la norma anormal, disfrazada de la misma santidad que se rechaza. El gobierno ruso se opone a que la ONU ajusticie en un bombardeo a un jefe de Estado que realiza una guerra contra su pueblo. El objetivo del bombardeo tal vez no era matarlo sino hacerle ver que pueden hacerlo, pero las preguntas son muchas. ¿Vale más esa vida que las otras? ¿Un jefe de Estado es un asesino permitido? ¿No es su primer deber defender la vida de cada uno de sus ciudadanos, por encima de la propia? ¿El gobierno ruso no mató puntualmente al jefe de la oposición chechena? Es normal que los políticos digan esas cosas, lo interesante es que un periodista de Telesur, que confiesa ser católico, le haga coro. Donald Trump acusa a Obama de no haber nacido en Hawai sino en Kenya. A Franco no le importó si Juan Carlos de Borbón y Borbón, disciplinado príncipe luego desleal a él y obediente a su patria, no había nacido en el Reino. El despelote es absoluto. ¿Será que la comunicación social es una variante del humor negro, pero en serio? Se tiene la impresión de que en el océano de sucesos, noticias, reacciones y comentarios no es posible usar la inteligencia, por no hablar de la moral, como no sea para huir. La malicia instituida como norma. La palabra como un instrumento de la malicia.
8. Síndrome de consumo
Si la necesidad de estar informados, y de informarse activamente, no puede ser negada, cuidado con la realidad que realmente tenemos delante para la mayoría de los que la reciben en los productos oficiales: el consumo de información puramente recreativo. La gente se sienta a leer o a ver los desastres como curiosidades. A menos que se sientan amenazados, no les importan. La función del periodismo es entonces facilitar la digestión (los noticieros se ponen después del horario de comidas), o satisfacer ciertos escrúpulos con la piedad a distancia, ya que en fin de cuentas frente a la magnitud y lejanía de los desastres el ciudadano no puede hacer nada. Pero el uso ideológico y político del periodismo pretende precisamente eso: que usted esté tranquilo, porque en otras partes las cosas están mucho peor, y ya nosotros los políticos y sus ideólogos que defendemos esta tranquilidad estamos tomando medidas para ocuparnos de tamaños desastres. La Mesa Redonda Informativa es el paradigma de este fraude, que abarca a todo el periodismo mundial. En efecto, el periodismo interactivo garantizado por la Red es un instrumento para combatir este monstruoso manejo de la información que conduce al incremento de la pasividad civil, cuando lo que urge son ciudadanos conscientes y activos: pero puede convertirse también en la alternativa razonable que refuerza el consumo informativo pasivo. El alud de informaciones minuciosas y de diversiones domesticadas corrompe y entontece al mismo tiempo, decían Horkheimer y Adorno en 1944, y desde entonces el asunto ha empeorado notablemente. Urge una cultura de la información de la que los comunicadores independientes en todo el mundo debieran ser no solo sus constructores, sino sus creadores. Urge una cultura del silencio, unos días sin Red, un domingo de la información que nos permita pensar y aprender a manejar la información, o incluso a olvidarla responsablemente. Si alguien cree que la cultura del silencio es una idea monacal, permítame aclarar que muchas culturas tradicionales la incluyen, por ejemplo la japonesa, como práctica popular vespertina. Muchos cubanos se sienta en el quicio de la puerta al atardecer y apenas saludan. Están en meditación natural aunque no sean budistas. Y si alguien quiere saber qué ocurrió en el siglo XX, no acuda a los periódicos sino a las cartas de Thomas Merton, monje trapense, europeo, latinoamericano y norteamericano, que estuvo más de veinte años en silencio, casi sin salir de su abadía.
9. Síndrome de inutilidad
La ausencia de una cultura de la información y del silencio conduce necesariamente a la sensación de la inutilidad de toda información. El ciudadano puede saber lo que quiera –en los países democráticos, me refiero-, pero sabe que jamás sabrá lo que necesita no ya para ser feliz, sino para, al menos, ser menos infeliz. No lo sabrá porque no se lo quieren dar: ni tiene ganas de exigir que se lo den, o de buscarlo. Y si lo averigua, no podrá ponerlo en práctica. La explosión informativa contemporánea puede liquidarse a sí misma por culpa de sus propios vicios, y esto que parece un criterio de civilización puede convertirse en cualquier momento en un criterio de supervivencia, porque el rechazo colectivo a saber lo que se debe saber incrementa la pasividad normal del hombre común y puede llevarlo nuevamente a delegar en los poderosos la información tan trabajosamente conquistada como patrimonio del pueblo. Cualquier Gran Hermano Informático puede convertirse en el nuevo Noticiero en Jefe. Cuando en la década del noventa casi desaparecieron en Cuba los periódicos, tuvimos una liberación, no un castigo. La articulación de la información responsable con la acción ciudadana efectiva es uno de los sostenes de la democracia, pero no hay país donde esto funcione a cabalidad. Cunde el escepticismo, la indiferencia o la aceptación pasiva de los discursos informativos. Es verdad, un mínimo de democracia supone que en el momento del cuajo la gente abandona la pasividad, se entera, y sale a la calle a manifestar y, o, a votar. La ausencia de democracia lo pone todo bastante peor: la información inútil es el bastión de la pasividad civil que mantiene a la dictadura, pero incluso la democracia deberá ser defendida siempre mediante la información creíble y útil. Como demostró el período fascista, incluso países con una tradición democrática pueden dejarse anular por los fantasmas totalitarios. El peligro de nuevas variantes totalitarias no desaparecerá nunca de la historia. La ausencia de una cultura de la información puede no solo permitir esa desgracia, sino facilitarla.
10. Síndrome de irreligión
Ajajá, dirán mis adversarios, al fin el hombre se confiesa. Sí, sí, yo me confieso. Y soy un confesor cristiano, si Dios me lo permite. Pero no se trata de que ustedes y los otros no estén en la nómina del bautismo o la circuncisión o el fascinante giro de los derviches. O que no quieran asistir a un toque de santo. El síndrome es la convicción de que no estamos unidos. Religión es estar ligados, reunidos. Ya que todo actualmente pasa por el análisis histórico, sería interesante una Historia de la Estupidez, en la que este síndrome obtendría una carcajada funeral y primordial. Nunca fue más evidente que los humanos estamos unidos. Y que desunidos desaparecemos pronto. No hay que salir de casa para ver los animalitos birmanos en peligro de extinción, incluso a su gente. Parece que cuando el cubano Guy Pérez Cisneros, a quien tenemos olvidado para vergüenza nacional, redactó el boceto de la Declaración de los Derechos Humanos, incluyó como primer artículo la afirmación de que todos los hombres somos hermanos. Se dice que la mujer de Roosevelt se opuso, ya que esa afirmación no era evidente para todos los pueblos ni tampoco judiciable. No, qué va a ser judiciable la hermandad. La hermandad es la que tiene que generar la ley, no al revés. Nada menos judiciable además que esa Declaración, siendo la ONU impotente para imponerla. Pero en fin, no estamos en 1948, y aunque los islámicos han creado su propia Declaración –porque la de Guy es de raíz cristiana y explícitamente cubana y martiana, desde luego-, y los africanos y confucianos, budistas e hinduistas no se ocupan del asunto por ahora, lo cierto es que se está acabando el tiempo para que acabemos de ver lo que tenemos delante de la nariz. Somos humanos. Estamos unidos. No Estados Unidos: los que estamos unidos no son los estados sino los hermanos. Si hay estados es porque no somos, en la práctica, hermanos, ni adentro ni afuera. Y por eso los estados no estarán nunca unidos; las naciones tal vez sí. La comunicación social, y dentro de ella el periodismo, que carece de esta evidencia de la hermandad, de esta orientación de la solidaridad, no pasa de ser sino una estupidez peligrosísima. Y su momento peor es aquel en que los periodistas se conciben a sí mismos como una casta, una desunión especial, un grupo de entendidos por encima de la masa. La oligarquía del intelecto no será ciertamente la menos culpable de las dictaduras.
Después de este decálogo de errores, y de horrores, parece que mi propuesta es huir del periodismo como de una falsificación o una tragedia. El periodismo aparece como vehículo primordial de la irreligión, el sin respeto, la estupidez, el odio y la violencia, como el testimonio y el instrumento de la ausencia de fraternidad entre los hombres. Vencer estas tentaciones o contestarlas se me antoja casi sobrehumano. Para mí mismo la tentación es esa: huirle, porque no soy periodista y lo que me gusta es leer literatura y ciencia, ver cine, teatro, ballet y videoarte, y escuchar música, casi exclusivamente. Pero nadie se quita de adentro la condición humana, por no decir la historia, con la ilusión de creerse por encima de la contienda. En la contienda estamos. La torre de marfil es técnica de avestruz. Por otro lado, por mucho que estos y otros errores amenacen la práctica del periodismo y la vida entera, en todas partes existen periodistas que intentan comunicarse desde la esfera de los valores más sólidos, y oponen, a la respuesta rápida, el examen cuidadoso de las noticias; al interés mezquino personal o de grupo, el interés del prójimo, del país y del mundo; a la manipulación ideológica, la búsqueda de la verdad, aunque no coincida con las propias expectativas; al narcisismo, el temor de no estar cumpliendo con las exigencias de la profesión, los valores o la fe; a la falsa modestia, la responsabilidad y el vínculo solidario; a la mecánica bruta de la palabra, la pasión por la inteligencia y la creatividad; a la malicia, la bondad; a la incultura de la comunicación, el silencio; a la inutilidad, la propuesta concreta; a la división de los personas, la posibilidad de la convivencia feliz. Es difícil lograrlo, pero es posible intentarlo. Basta encontrar un solo intento para que uno deje de quedar aterrado con la basura restante. Y comprometido con el ejemplo. Ni siquiera importa que este número no pueda con el resto. No nos estamos jugando solo el mundo, sino nuestra conciencia. Ocuparnos del mundo es atender a nuestra conciencia; y viceversa. ¿Puede haber algo más movilizador, más exultante, que el de respetar la plenitud de la propia conciencia?
Finalmente permítaseme hablar como partidario del Periodista. Si de informaciones se trata, hubo un judío que trajo una Noticia, la única que debiera importar a los hombres: seréis como dioses. Como tantos y tantos periodistas, pagó con su vida esta Información. Y esa muerte se convirtió precisamente en una noticia que dura ya dos mil años. Pero antes dejó una norma para la comunicación social: permanezcan en mi amor. La vida social siempre será conflictiva y siempre estará acechada por uno u otro demonio difícil de sujetar. Pero queda la norma de una comunicación fraternal entre las personas, que seguimos deseando y sigue siendo posible intentar. El precio puede ser el de la inmolación, pero para el periodista ese precio es premio. Poseyendo una posición clave en la comunicación social, el periodismo tiene una función muy alta, y es esa altura inexorable la que explica sus caídas continuas. Para el cristiano, el periodismo puede y debe ser un vehículo de la palabra profética, una manera de hablar en nombre de Dios y de esperar el advenimiento del Reino. Dicho de una manera secular: el periodismo debe ser un medio para el bien y desde el bien. Lo ha sido incluso entre los cubanos, en el paradigma de José Martí, el mago de la comunicación escrita y oral, el periodista que murió cumpliendo con aquello que escribía, y que vivió como periodista hasta el momento de morir. Se puede, se ha hecho.
Sí, hay que desconfiar del periodismo: y hay que confiar en el bien, y desde él, hacer periodismo.
Pascua de Resurrección, 2011.
Rafael Almanza Alonso(Camaguey,1957)
Ensayista, poeta.
Licenciado en economia.
Ha publicado varios libros.