Por Lilliam Moro
Para hablar del poemario Cuaderno para el viaje, de Eduardo Mesa, se impone una reflexión sobre el concepto de “viaje”, tema que se anticipa en el título del libro.
El ser humano siempre ha sentido un imperioso afán de búsqueda, aunque no sepa exactamente qué buscar.
Quizás el impulso parte de la necesidad inconsciente de viajar a su interior para saber quién está detrás de su nombre y apellidos, pero en la mayoría de los casos su movimiento se dirige a un objetivo espacial fuera de su entorno conocido.
La historia de la humanidad no podría explicarse sin referirnos a esa experiencia que crea un espacio y un tiempo a la medida del protagonista.
La historia del individuo es la historia también de un eterno desarraigo. Así, pues, el viaje es el único acontecimiento humano que no ha dejado de ser a través de los tiempos y que incluso en ciertos períodos cobra dramática vigencia, llamémosle éxodo, exilio o migración. A nivel mundial estamos asistiendo en la actualidad a una impresionante desbandada de seres humanos.
Durante la Edad Media y el Siglo de Oro los fugitivos de la Justicia podían “acogerse a sagrado”, o sea, entrar en una iglesia para quedar bajo la protección de otro poder, el eclesiástico. Modernamente se puede pedir asilo en algunas embajadas porque significa entrar en territorio extranjero bajo la custodia y protección de las leyes de otro país. Y qué mejor ejemplo que la masiva ocupación de la Embajada de Perú en 1980 en La Habana, donde llegaron a refugiarse 10000 cubanos en una superficie insuficiente para albergar tal cantidad de personas.
¿Pero cuál es el “viaje” que da título al libro de Eduardo Mesa? Creo que en él hay varios tipos de viaje, y el primero de ellos sería el exilio, que no es otra cosa que un viaje contra natura. Y esa travesía no estuvo impulsada por la simple curiosidad, o el intento de mejorar un destino personal, sino por un instinto de conservación. Huir de aquello que define como:
Era un lugar donde faltaba el aire,
y había que pagar deudas que contrajeron otros,
a eso se reducía nuestra casa,
con las puertas cerradas
para que no llegara más desdicha,
y una lista muy larga de miserias.
….
Era un lugar,
un miedo,
vulgar y colectivo.
Parece que en la motivación del viaje de este poeta hay un imperativo ético para que no sucumba el alma por respirar el miedo, la mediocridad y la influencia de ese ente que el poeta llama “El hombre nada”. Hay en su libro un poema especialmente ácido y compasivo a la vez:
SOMOS UN PUEBLO ESCLAVO,
nos custodian los restos del banquete,
la costumbre
de recoger migajas.
Nadie recuerda el tiempo en que podíamos
mirar hacia lo alto,
somos un pobre pueblo de escribanos,
guaracheros de oficio,
mendicantes,
sin otra vocación que una tristeza
muy mal disimulada.
Tenemos pan y sopa
que nos dejen
en paz los libertarios
discursos de una vida mejor.
Solo tenemos esta
vidita sin luciérnagas,
para qué malgastarla si podemos
huir a cualquier parte,
si el estómago
es la mejor definición del hombre.
Una vez que se toma la decisión de marcharse, se van perdiendo de antemano las referencias vivenciales, cotidianas, afectivas. Es el desasimiento a la fuerza. A estos poemas los envuelve el hálito de la pérdida.
Pero aparece en este poemario un segundo tipo de viaje que se manifiesta en un anhelo, una esperanza de regreso no únicamente al país que quedó atrás, sino al pasado mitificado de esa patria perdida. Todos llevamos dentro la orfandad vital de un paraíso perdido.
Pero aquí no existe la posibilidad de la reparación con el regreso porque no tenemos la suerte de Odiseo, que después de veinte años pudo volver a Ítaca para poner las cosas en su sitio. En ocasiones, si se puede regresar, es imposible recuperar la inocencia primigenia, y es lo que nos muestra Milan Kundera en su novela La ignorancia: la decepción que se experimenta cuando se regresa a la patria y se constata que aunque la mayoría de los elementos materiales pueden repararse o reconstruirse, incluso mejor, lo que realmente ha cambiado es la evolución del propio individuo, lo mismo del que se quedó que del que se marchó. Y en este sentido recordamos estas palabras del autor checo en su novela La broma:
La mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de las cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de reparación (de los actos, de los errores, de los pecados, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente al contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación (de la venganza y del perdón) lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, y todas serán olvidadas.
La mirada del que regresa no es la mirada del que se fue. La memoria recrea el recuerdo, lo matiza, lo embellece porque el mito es más poderoso que la realidad. Y aquí podemos recordar ese imperecedero verso de Pablo Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
Cuando se habita en la orfandad no pueden hacerse preguntas porque se sabe que no habrá respuestas, como dice el poeta: “no hay más señal de Dios / que su silencio.” Así son sus versos: escuetos, humildes, desolados a veces, aferrándose a una fe que aunque no lo explique todo, al menos lo protege con su amor.
Creo que Eduardo Mesa expresa sutilmente, además, un tercer tipo de viaje, que no es la muerte sino el viaje interior:
A veces creo que sólo soy un hombre
entre el dolor y la esperanza,
con la impaciencia de un camino.
El exilio ya lleva implícito el viaje interior sin asideros referenciales, solo frente al vacío, como una prolongada “noche oscura del alma”, para usar una frase de San Juan de la Cruz. O para decirlo con los versos de Eduardo:
El tiempo de las sombras se ha hecho largo,
queda una costra dura…
Creo que en estos dos versos Eduardo Mesa ha logrado la mejor de sus metáforas: esa costra que todo emigrante lleva en el alma.
Lilliam Moro.
Poetisa cubana.
Premio Internacional de poesía “Pilar Fernández Labrador”.