Por Gerardo Martínez Solanas
Pero esto no basta para estructurar el Estado encargado de cumplir su función democrática ni para planificar una estrategia de gobierno que cumpla con el mandato recibido. Por eso las democracias son una manifestación pluralista que lleva apellidos reconocibles. Quienes pretenden limitar el concepto democrático quitándole sus apellidos, la adulteran. Sencillamente conciben una sola posibilidad “democrática” que, por supuesto, no lo es porque es interpretada a su manera por quienes pretenden acaparar y uniformar el concepto.
La democracia, por su propia naturaleza, es un proceso caracterizado por una enorme diversidad. Tan diversa como grupos humanos puedan existir con diferentes circunstancias, necesidades y aspiraciones. Por el contrario, los regímenes absolutistas, autoritarios, teocráticos, totalitarios o dictatoriales adolecen a través de la historia del mismo patrón nefasto de centralización del poder bajo el disfraz de la “unidad nacional”. Contrastan los sistemas auténticamente democráticos, porque cuanto más lo son, mayor es su tendencia a la descentralización. La historia nos demuestra su evolución en esa dirección.
Al clasificar su evolución, surgen los muchos apellidos que le aplicamos o le hemos aplicado: directa, presidencialista, parlamentaria, semiparlamentaria, corporativa, plebiscitaria, popular, y otras diversas calificaciones, todas las cuales, a su vez, se subdividen en características estructurales, como el bipartidismo, la representación proporcional, los sistemas unicameral, bicameral o tricameral, la presidencia colegiada, etc., etc.
Como estas breves líneas no aspiran a ser un tratado de Ciencias Políticas sobre este tema, vamos a centrar nuestras reflexiones en la meta hacia la que nos conduce la evolución de las democracias: la democracia participativa. Precisamente el proyecto que abraza la democracia cristiana y otras ideologías afines calificadas como “de centro”, es decir, la alternativa política que los analistas suelen situar entre las “derechas” y las “izquierdas”.
Las aberraciones contemporáneas que se autotitulan “participativas” pueden fácilmente distinguirse y no tienen nada que ver con esto. “Por sus hechos los conoceréis”, podríamos señalar dentro de este contexto. Son entidades que usan apellidos bastardos, como pasaba con las democracias que antaño se autotitulaban “populares” pero no tenían ni un asomo de semejanza con los “populares” europeos de hoy. Ni aquellas fueron populares ni estas aberraciones de hoy son participativas. El verdadero modelo de estas democracias espurias es el totalitarismo centralizador.
La democracia participativa auténtica no es más que un medio político que exige una capacidad de intervención directa y eficaz de cada ciudadano, estructurada por un estado de derecho, en el proceso de tomar decisiones en todos los niveles de la vida pública. Jacques Maritain, un filósofo francés que fue precursor de la ideología política demócrata cristiana, sentó muchas de las bases conceptuales y filosóficas del mecanismo político participativo hacia el que derivamos en la actualidad en obras muy pertinentes, como fueron “El Hombre y el Estado” y “Humanismo Integral”.
Este mecanismo de intervención en las decisiones públicas se rige por el principio de subsidiariedad, que establece que una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de su autonomía y, en consecuencia, del pleno ejercicio de sus competencias, sino que, por el contrario, su función, en tanto que estructura de orden superior, debe consistir en sostenerle, ayudarle a conseguir sus objetivos y coordinar su acción con la de los demás componentes del cuerpo social, a fin de alcanzar más fácilmente los objetivos comunes a todos. Es decir, la sociedad debe dejar a las personas o los grupos que la componen todo lo que ellos puedan realizar responsable y eficazmente. En otras palabras, implica un alto grado de descentralización del poder del Estado y este, precisamente, ha sido un principio fundamental de la democracia cristiana desde sus orígenes, basado esencialmente en los parámetros de la Doctrina Social de la Iglesia.
Debemos ser conscientes de que al extremo de la propuesta descentralizadora medra el anarquismo. Pues bien, entre los polos del estatismo centralizador y la anarquía está la democracia. La democracia nació al mundo moderno con el apellido de representativa y desde entonces cuenta entre sus características esenciales la facultad de ser perfectible. Esto es lo que permite su vigencia y evolución al margen de cualquier ideología, porque al ser perfectible no admite dogmatismos. Por lo tanto, la democracia no puede confundirse con ninguna ideología ni adosarse a ninguna de ellas, sino que debe concretarse en un mecanismo que le dé espacio libre a las ideologías para manifestarse y desarrollar abiertamente sus propuestas en un ambiente de debate nacional que conduce al consenso legislativo. Por su propia naturaleza, que somete las características del mecanismo aplicado a la crítica, a la reforma y a la evolución según los intereses de cada pueblo, la democracia representativa se está transformando así, gradualmente, en participativa.
A esta modalidad, que no está todavía plenamente estructurada en ningún sistema del mundo, se acercan cada vez más las democracias parlamentarias que dan un acceso más amplio y más viable a la población en la toma de decisiones. También lo hacen algunos otros mecanismos democráticos que utilizan con creciente frecuencia fórmulas plebiscitarias y de referendo para la consulta popular previa a decisiones controversiales. En todo proyecto democrático genuino debe sobresalir, por lo tanto, el propósito de facilitar cada vez más la participación del ciudadano en todas las decisiones públicas.
Empero, falta por dar un paso más, llevando al parlamentarismo hasta el nivel local o municipal –al alcance de la masa y del individuo–, con un poder de decisión que parta de la base y que tenga respaldo constitucional. Este proyecto puede concebirse como un esquema viable bicameral que propiciaría una amplia participación popular en el proceso legislativo, concebido como un mecanismo escalonado que parte del nivel local y se va elevando hasta el nivel nacional. Los mandatos surgen de las comunidades y los mandatarios los cumplen en su labor administrativa. En otras palabras, una legislatura que aplica el principio de subsidiariedad.
Este concepto rechaza la noción de que una dirección cupular sea indispensable. Cuando más, debe haber una orientación partidista que descanse en ideologías (socialismo, democracia cristiana, liberalismo, etc.) que sirvan de guía a los proyectos legislativos y la planificación ejecutiva. De hecho, la democracia participativa es posible mediante el sistema escalonado que reconoce la soberanía popular desde la misma base, pero aprovecha también la interacción necesaria de las agrupaciones o partidos políticos con ese propósito de orientación ideológica que acabo de mencionar. En cuanto al poder ejecutivo, lejos de ser, como hasta ahora, el depositario del poder político de la nación, debe circunscribirse a un poder administrador de los mandatos del pueblo.
Todo esto descansa en un derecho fundamental para cualquier democracia genuina: el derecho a disentir. El hecho de que podamos disentir y, por lo tanto, expresar nuestro desacuerdo y defender reformas y cambios; el hecho de que nuestros puntos de vista sobre cuestiones y circunstancias diversas y las soluciones que podamos proponer puedan provocar, sin llegar a una crisis, diferencias irreconciliables que impidan una amplia base de consenso; son esos hechos, en su aplicación en el acontecer comunitario, regional o nacional, los que constituyen la base esencial de toda democracia. Nosotros, el pueblo, disentimos; nosotros, el pueblo, tenemos nuestras definiciones particulares y soluciones personales a los muchos problemas que, como un todo social, debemos enfrentar día tras día.
La democracia no es –ni será nunca– la suma de pensamientos afines, ni de esfuerzos y proyectos semejantes. La democracia no es tanto una cuestión de estar de acuerdo sino de tener el poder de disentir y la capacidad de manifestar nuestra disconformidad. No es obediencia sino libertad. Es un choque de voluntades y ambiciones. Literalmente, es –o debiera ser– el gobierno del pueblo y para el pueblo. No digo, sin embargo, por el pueblo, porque los ciudadanos, por razones de eficacia, deben delegar el poder ejecutivo a las instituciones de gobierno que tengan la responsabilidad de administrar el país a fin de que impere un orden institucional que permita la coherencia del Estado.
Esto quiere decir que la democracia participativa no apunta tampoco a una oclocracia de las masas gobernando a golpes del capricho popular. No es así, porque estas oclocracias entronizan tarde o temprano a un líder mesiánico que acaba asumiendo facultades de dictador. Por eso hay que insistir en el consenso nacional indispensable en materia jurídica y constitucional que desarrolle a plenitud la aplicación y el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales internacionalmente reconocidas. Sin ese requisito, la participación puede convertirse en una odiosa dictadura de las mayorías, que siempre evoluciona fatalmente hacia la oligarquía totalitaria y minoritaria.
Ese paso definitivo hacia la democracia participativa implica un firme e inquebrantable poder judicial y una cultura política y social que acepte el desacuerdo de los demás, que respete los derechos de la minorías y que busque incansablemente el consenso antes de proceder a la fórmula mayoritaria. Además, cuando la fórmula mayoritaria sea indispensable para superar un impasse, que la constitución y las leyes contemplen mecanismos y defensas que impidan el triunfalismo y el revanchismo.
La democracia participativa es una obra de todos, incluso de los perdedores en el proceso político de tomar decisiones, porque todos contribuimos a la controversia enriquecedora de la diversidad.
Gerardo E. Martínez-Solanas