Por Francis Sánchez
Texto muerto I
Estoy encima del mundo
escribiendo palabras que vuelan de mi mano.
Poderoso habitante del país furtivo
que es la mañana: dueño y libre de todo
como por añadidura;
viajero casi insomne en una de esas noches
inevitablemente fugaces, venideras,
a pesar de que yo aún me defienda otro minuto
entre cuerpos que pasan,
es inútil seguir disimulando:
sólo contigo hablo.
Si parece que canto, grito o callo con fuerza
ante el verdugo y el coro de mi patria afilada,
si cuando escribo parece que extraigo mi silencio
como un colchón orinado a que reciba el sol,
si mis palabras parecen dirigirse por lo bajo
a alguien que cuida la entrada a barcos y aviones
para que me den lugar, partir, moverme
y estar y vivir como el agua subterránea…
en el fondo no es así:
sólo contigo hablo.
Huésped de un hotel en las afueras.
Intentas no temer, no quedarte dormido
a pesar del insecto que roe las paredes,
a pesar del heroísmo y el fracasado olor
a sangre, a máscara entumecida:
canto para ti.
Sólo disfrutas la techumbre transitoria,
habitación de un día, un porvenir
que en la borrachera del sueño
crees que a nadie alquilaste
y nadie lo ha construido y nadie
va a quitártelo con exactitud
como a veces se ponen y retiran las trampas.
Canto, grito para ti.
Pero está bien que te desentiendas
del grifo y de la ventana y del cielo, abiertos.
Pero está bien que descubras
que el huésped de al lado escarba en la pared
como un tercero,
como si esto no estuviera sucediéndote,
como quien ya ha partido:
canto, grito y callo con fuerza sólo para ti.
Texto muerto II
En el país, en la habitación de un día
que nunca se habrá cerrado
no puedes dormir de una forma completa.
Recuerdas, atiendes en círculos automáticamente
como una pantera dentro de una jaula:
sólo contigo hablo.
Me enfrentas y no puedes separarme del fondo
que me aplasta, del viento y del verdugo,
de la patria y del ruido que consumen
la única piedra encima y en el corazón.
No puedes ver cómo, a través de dónde
estiro ambas manos, muevo mis labios invisibles
entre hierros pasando algo prohibido.
Algo que nunca estuvo
ni en tu deseo
ni en el diseño hermético de la jaula.
He esperado encima y debajo de las galaxias
como tú, dentro y fuera de mis días
también como una fiera ceñida a una flecha,
pagando y devolviendo otras preguntas.
Incomunicado, sepultado como vivo
soy mi gran alimento.
Estoy al borde del mundo
escribiendo palabras que mueren en la mano.
¿Ningún hombre que está solo es la frase
de una canción, el grito o el silencio?
¿Toda la especie llevada contra la pared
y borrándose como la arena de una playa
tiene por contenido la soledad de un hombre?
Uno solo.
¿El primero o el último,
el mayor o el pequeño?
Tú o yo.
Giramos en el mismo lugar
—dos panteras—
atravesándonos con los ojos.
Cubren los ojos, guardan…
Cubren los ojos, guardan
noticias acerca de vedas y vencimientos
que aborrecen y enfundan a veces la realidad
como una espada para escapar del castillo.
No habré evadido círculos.
No abolí dinastías,
mas obtuve un rostro en la pugna entre mi dolor
y la inextinguible
esencia transparente,
un rostro aplastado: lo abajo de un armario inamovible
como una recta entre dos puntos que se excluían,
donde vi y olfateé más de cerca la vida
—¿esto quizás le pruebe a alguien que me aislaba,
que me apartaba en busca
de esa multitud en estado de pánico
que es toda verdad pequeña?
Ignorar lo que sufro y qué nos hiere
en medio de la noche
se parece a palpar estirando los brazos
—quedaba con la idea fija de conocer,
de dejarme conducir.
La selva de palabras deshechas en el aire
me oculta de mi espíritu
cuando no me proyecta y aplasta contra mí.
Retrato pobre
Materialidad del milagro.
Sentir acumularse
algo tan mortal como el desplome del tiempo
y arribar con esfuerzo
y por curiosidad a la nada.
Colgadiza moneda de papel, de un minuto.
Debía hacerse un nombre, un refugio la familia
a esperar si es que la voz decidía habitar sumido paisaje,
si alteraban los precios y podía alquilarse
un país para cada secreto de la casa,
gallo en cada puerta,
del centro de cada uno la cadena que halar.
Abuela desenvolvió su pierna negra y dulce por los pinchazos,
abuelo entonces trajo agujas de colchones,
alguien limpió una silla y hubo dónde allanarse
como si con el día a la conversación le pudiesen brotar
sitios de nombres, frío centro de mesa al que salta el antílope,
también hacía el hijo anillos de pesetas
y estrenó, el padre, un radio con piedras blancas
porque no había pilas y la fuerza estaba pasando,
cambiaba de una pequeñez a otra como la suerte
en el line up del equipo puntero,
abrió un taller y dijo pagar un cine a plazo
y apisonar el piso de sombra, abrirse un sitio
en la desmesura del alfilerazo
sin saltar las esquinas, sin irse atrás ni adelantarse
haciéndose la víctima ni el adivino
fuera de la luz que iba a morir de pronto contra todos juntos.
Oficio de patriarcas
es aguardar que llegue a disolverse dentro del relámpago
la ceguera momentánea.
Luego se va aclarando la opacidad sin límites
en que cada uno separa el hilo de su propia memoria
y cree que falta algo por hacer en otra parte de la casa
y el círculo se rompe.