Por Anisley Miraz Lladosa
Espíritu (fragmento)
I
Tu raza es el doble de una cifra.
En el gran cañón también se aprende
de las horas
y de la muerte en los arenales.
Perseguida por hombres de la guerra,
tu raza es un designio insospechado.
Ni a nosotros nos dejarás morir.
Del libro “El filo y el Desierto”
De Anisley Miraz Lladosa
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Sutiles Nominaciones (fragmento)
La casa de cristal está vacía.
Solo los peces, pero Ana cree
que no hay nadie.
Ha vigilado horas y el silencio le palpita,
como una piedra allá en el pecho.
Ana cree que no hay nadie
e ignora esas pequeñas manchas
de color
que se aparean en las burbujas,
sin socorrer su modo de mujer solitaria.
Ana sangra de su bolsillo izquierdo
y se asegura:
definitivamente
en la casa de cristal,
no hay nadie.
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Confesión del Ateo
No creo en Dios.
Él es inespecífico y descalabrado
como una marioneta,
el roto columpio de verano un guiño
que se eclipsa.
Dios es un hilador de vidrio
y yo no creo en Dios.
Sin embargo
como sé que cree en el hombre
estoy esperando una nueva luz
que nos redima*
Definitivamente.
* Carmen Hernández Peña.
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Testamento de la ciudad perdida
Yo descubría entonces las fuerzas
del cristal,
me abrumaba la ausencia
de los trenes que tampoco volvieron
con sus cabezas románticas,
siempre del viejo mundo,
a las tertulias dominicales.
La ciudad no ha vuelto a llenarse
de mirlos,
debíamos salvarla de sus armas
y del sol que la iba quemando
por minutos.
Entonces pensábamos ser héroes,
caminábamos sobre lava.
Con piedras rosa pálido hicimos
una casa a los siluros
y nos reímos de las sombras
por sus largas manos,
que casi nunca llegaban a un lugar.
Teníamos signos azules y el invierno
volvía a dormirse a cada paso.
Debía yo sentarme al trono,
sonar los cascabeles
y anunciar la próxima reunión familiar,
el paradigma del poder,
las nuevas desavenencias del reino,
incluidos sus bellos guerreros
que más tenían que ver con el Poniente
y bañeras de Palacio
que con batallas en las peñas etruscas.
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Testamento de la ciudad perdida
Continuacion…
Debía yo sentarme al trono,
sonar los cascabeles
y anunciar la próxima reunión familiar,
el paradigma del poder,
las nuevas desavenencias del reino,
incluidos sus bellos guerreros
que más tenían que ver con el Poniente
y bañeras de Palacio
que con batallas en las peñas etruscas.
Goberné los ejércitos convocando
a fugitivos dioses.
La ciudad me dolía por retazos
y yo le dolía a ella lentamente.
Apareciste con tácticas, conjuros
que te enseñaron otras muchachas,
que también me dolieron.
Llegaste sin quejarte por las rocas
volantes o los tontos agazapados
en espera de la lluvia.
Tenías entonces los ojos como ahora,
que evoco en todas las ansiedades.
En ellos extraviaban su desolación
los mineros.
Tú creíste como yo
en la hora inevitable,
leyendas de álbumes antiguos
en el miércoles fatal del minotauro.
Como yo, no apurabas las mareas
y embellecías el reino,
jamás para los hombres de allá arriba
porque no es espejismo este habitáculo.
No podemos dejar que caigan
los telones como nichos de seda.
No podemos olvidarnos del florecido
mundo,
otra vez niños por miedo
a quedarnos indefensos.
Deja que arda la isla, que se llenen
de gritos los rincones
y se rompa el cristal como una novia.
Olvídate del rostro en el espejo,
esa cara blanca por las carcomas
del diario.
Enviaremos cartas en papeles
lumínicos:
remiten ancestrales poetas del acaso,
reciben cortesanas perdidas
en el maremoto.
Que los guardianes asistan
a otras hambres
y mis antepasados logren daguerrotipos
del paraíso,
mientras despedimos a los amigos
en la noche
y los aguardamos para el desayuno.
Conozcamos la gente después
de la ciudad, esta ciudad dormida,
patria atlante en el fondo
de todo cuanto existe
para que los ángeles retornen,
los preludios, el mirlo y las cigüeñas
para tener ventanas
al pie de los almendros
llorar por la violencia en las esquinas,
encender un rezo ante el altar
para salvarnos
y la ciudad, se salve.
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