Hace unos años los obispos católicos cubanos publicaron una carta pastoral titulada “la esperanza no defrauda”. A lo largo de la misma se hablaba de la importancia que tenía para los cubanos mantener viva la esperanza, ponerla en la fe y en Jesús, y afrontar la vida siempre con la convicción de que vivir con esperanza vale la pena. En Aquel contexto, el documento pastoral de los obispos buscaba animar al pueblo, que por más de sesenta años ha caminado cansado y enfrentando miles de tropiezos.
Casi diez años después, la realidad de Cuba se ha vuelto mucho más compleja y difícil para los cubanos de a pie. La crisis económica, política y social se ha agravado sensiblemente, y el laberinto de los cubanos no parece tener fin, no se vislumbra para muchos la luz al final del túnel. Es como si la esperanza hubiera muerto entre miles y probablemente millones de cubanos.
El resultado obvio es la huida de la realidad, el éxodo masivo protagonizado principalmente por jóvenes, la indiferencia y la apatía hacia la posibilidad de hacer algo para que las cosas cambien en Cuba, la frustración y el dolor de ver tronchados o fuertemente dañados los proyectos de vida personales y nacionales que en algún momento hemos intentado construir.
Cuando las personas pierden la esperanza, cuando dejan de soñar un futuro mejor, cuando ya no ven que hay razones para la alegría, para el compromiso, para intentar transformar la realidad desde la fuerza de lo pequeño, entonces el futuro se hace más indescifrable, de aleja y se hace difícil de alcanzar. Sin embargo, cuando vivimos con esperanza, cuando confiamos y nos ponemos en acción, cuando asumimos la esperanza no como un esperar que las cosas mejoren, sino como una fuerza que nos lleva a hacer que las cosas sean mejores, entonces sí podemos decir sin miedo a equivocarnos que “la esperanza no defrauda”.
De este modo, cuando hay esperanza, hay futuro. Hay posibilidades de que la vida sea mejor, de que los jóvenes apuesten por un proyecto de vida y que la apatía sea superada por la alegría de quien sabe que las cosas serán mejores. Cuando hay esperanza, los países cuentan con el recurso más valioso al que pueden aspirar.
Cuba se encuentra en la dura situación de tener un gran porcentaje de la población que no tiene esperanzas de que se pueda construir un futuro próspero para la nación. Y no necesariamente significa que han perdido la esperanza porque no entienden lo que esta implica, sino que muchos, con compromisos asumidos, con proyectos de vida, con años de intentar cambiar la realidad, han chocado con un sistema que ahoga la esperanza, que mata la esperanza.
Precisamente ese es el mayor fracaso del gobierno cubano, ahogar las esperanzas de un pueblo entero, de manera especial de las nuevas generaciones. Ahogar las esperanzas de ser ciudadanos libres, de poder expresarnos, asociarnos o reunirnos con total libertad. De viajar, hacer negocios, elegir qué estudiar, o qué comer. De elegir a nuestros gobernantes o de acceder a la
información de forma libre. Cosas básicas, que por más que uno lo intente, no pueden alcanzarse a plenitud en la realidad cubana.
Nuevamente, vuelvo a la idea de que perder la esperanza es perder el futuro de una nación. Aún estamos a tiempo de corregir el rumbo, aún quedan muchos cubanos con deseos de reconstruir la nación, de trabajar para que un día todos quieran ir a Cuba en lugar de la triste realidad que hemos visto en los últimos meses donde casi todos quieren irse de Cuba. Las autoridades cubanas deberían entender que con esta tendencia todos perdemos en el largo plazo, y que generar razones para la esperanza ha de ser el principal esfuerzo del gobierno.
Jorge Ignacio Guillén Martínez (Candelaria, 1993).
Laico católico.
Licenciado en Economía. Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
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