Pensar distinto durante el canto del cisne

Por Maikel Iglesias
¿Se imaginan qué sucedería, si todos apostáramos al mismo equipo; si en las ligas de fútbol o béisbol, la gente se casara de a por todas con un mismo club? Qué aburrido campeonato sería el universo, si todos nos pusiéramos de acuerdo para los capitalinos, o a chiflar por el club más antiguo, o el más internacional. 
De un para elegir la flores y de tantos sean los gustos para los colores, como deja entrever aquel refrán que inmortaliza nuestra cubanía, se ha tejido la historia de La Patria.
Algunos al tomar muy a grosso modo, ese maravilloso vino que distingue la insularidad cruzada (entre amarguras y un aroma dulcísima), la insularidad diversa, la mixtura, el ajiaco sempiterno; se confunden, nos confunden, o han tratado de hacerlo con tejemanejes, con panfletos o monodiscursos. Esa puesta en escena que nos simplifica y dura demasiados años, que divide y mutila mil acentos en la falsa unanimidad.
Ni las madres fundadoras de nuestra Nación, ni los padres, ni los tíos, ni tantísimos parientes o allegados; proscribieron la virtud de amar y respetarnos desde nuestras diferencias. El proceso de síntesis y autenticaciones por el cual todo país avanza, tiene implícito puntos en común, parábolas de confluencias, desembocaduras del espíritu. Más no es cierta y poco dura la unidad cuando se fundamenta en el pensar idéntico, en un actuar mimético, calcado.
El vernáculo insular que posa en frescos y caricaturas recicladas, donde el negro, la mulata, el chino y el gallego, superan crispaciones para unirse en un orgasmo cósmico. Hubo de afianzar sus parabienes y por qué no decirlo, también sus paramales, en un tiempo en que se embarazaba a Cuba, con tanta pasión polivalente; ya no por esa tierra prometida, que les manaría leche y miel eternas, sino por la que los comprometía en un espectro más diverso, más rico, mucho más universal.
Muy cierto es que somos un país monolingüe, pero esto no implica que seamos la nación monopensante. Pueden juntarse para trabajar, lo mismo para un baile o una peregrinación; cubanas y cubanos de todos los colores y rincones, de adentro y de afuera, los de arriba y los de abajo, como en cada diciembre camino del Santuario del Rincón en convivencia por la fe, sin desatar demonios semejantes a los que enemistan a sunitas y chiitas, tutsis y hutus, y otras comunidades religiosas o políticas o culturales.
He visto una armonía sin par, fluir místicamente tras San Lázaro en cada 17 de diciembre, o en cruzadas de paz que duran todo un mes; a toda La Nación representada como un río caudaloso e irrigado desde todas partes. Militantes, extranjeros, deportistas, cristianos, ateos, budistas, policías, artistas, estudiantes. Como quien busca en San Lázaro una salvación, como si fuese el rey tullido que acompañan los dos perros de la bienaventuranza, ese Dios que nos levantará por fin, de una vez y por siempre. Santo patrón de nuestra isla.
¿Dónde se ocultan las penas entonces, que oscurecen y nos descuartizan? ¿Qué lógica argüir cuando un cubano dice a otro cubano que no aceptará sus opiniones por valiosas que estas sean, mientras no vista un uniforme militar o abrace las filas del partido comunista?
Somos un país novísimo, varado en un pretérito tabú: el miedo a las humanas diferencias en el ser-pensar-actuar. Zafados los mil nudos que impedían una integración real entre diversos seres en origen, religión, preferencias sexuales; persiste el cabestrillo intelectual, la cadena oxidada en las mentes que heredaron tanta multiplicidad.
Es imposible prosperar en un país, donde se sigan excluyendo a aquellos seres que defienden el legítimo derecho a ser distintos.
Se convierte a la universidad social, popular, universal; en mera escuela privada por el monopensamiento, privatizada por la mimoideología, cuando dos funcionarias del ministerio de Educación, aducen que la universidad es sólo para “los revolucionarios”.
Quien expulsa a estudiantes universitarios que deciden tomar un sendero alternativo o disienten en forma pacífica, con los nombres y las voces de Néstor Pérez, Sailí Navarro y otros; quien reprime un performance donde el arte manifiesta toda libertad, peca contra algo sagrado que viene del corazón, ya no sólo contra su país, sino en contra de la humanidad completa, pasa por alto la historia y avasalla el futuro.
El Canto del Cisne
Cuba será por siempre un país universal, la patria mundi. Una casa planetaria de idos y venidos, o venidos más bien desde los siete mares para fecundar La Hermosa. La más hermosa que según Colón y otros marinos que si no almirantes, admirarían por siempre este Archipiélago.
Cuentan de esta tierra fascinante, que una vez nombraron Juana para complacer a los benefactores de una travesía que cambió La Historia; su virtud para darse en manzanas impecables, en guayabas y mangos que siempre maduran y encantan mulatas, seducen caribes, embaucan hispanos, eslavos, yucatecos, gitanas, chinas, hindúes. Sedientos desde el norte o desde el sur. Traídos por la mano del poniente o los rojos levantinos.
Aunque el viento de esta era sople más o mejor para los que se van, cada página de historia que devuelven las mareas nos colocan frente a un mundo que raptó a millones, con el humo favorito de los dioses y el azúcar que un día, casi sin darnos nos cuenta, nos hizo un país imprescindible. República de los enamorados.
Descendientes y herederas de la majestuosa África, de la cual arrancaron sus leyendas como un árbol de raíz- políticas de catequización absurda o aberrantes vejaciones y oropeles metafísicos que se inventaron los imperios pasados y presentes, con motivo de justificar masacres y esclavismos en favor de una civilización virtual, torcidamente humana-, prefirieron labrar en esta orilla con sus males y sus bienes, seguros de que el viaje de retorno no es un peregrinaje hasta la patria física, es una emigración más en lo hondo. Más allá del dolor, sudor, sangrías, y esos tiempos que ordeñaron sus misterios.
Hablo en este punto de quienes se quedaron, no por estoicismo ni porque creyeran vanos los intentos de volver a sus orígenes; sino por amor a esa que puso miel sobre las amarguras, ron para brindar amén de las penurias y alegrarnos del milagro que es nacer en este lado, ceibas donde reposar canciones, palmas para erguirse tras la muerte y los olvidos.
¡Ay país, Cubita hermosa! Tanto dio en tus paisajes venirse, quedarse o marcharse. Amaste libertad como ninguna otra nación para tu edad desde el comienzo; todo el que disfrutaría tu encanto, quedaría transformado para siempre con tal de volver y verte prosperar.
Todo pueblo se creyó elegido alguna vez, es cierto. Amado, guiado a algún destino manifiesto en los libros seculares, benditos, o por el copón divino de su instinto.
Pienso en Moisés e Israel. Pienso en México y Estados Unidos de América. Países con la estirpe de Alemania, Nigeria, la índole nipona digitalizando al mundo, Brasil, Inglaterra o La India. Y otros menores pero igual de grandes en su independencia y utopías, con escalas diminutas en los mapas y voces menos escuchadas en la ONU.
Pienso en Marcus Garvey y otros padres generacionales en la gesta formidable de guiar sus hijos hasta su propia matriz. Pienso en los millares de mujeres negras y hombres negros, cruzando los océanos de vuelta ante el cruel desasosiego, desarraigo y desventura que produjo tanta imposición colonialista, tantos egoísmos.
No faltaron al llamado de La Madre Tierra en esta Patria que recién nacía, allá en el siglo diecinueve y daba sus pasitos por el veinte; quienes retornaron a Liberia o a cualquier destino en la infinita África, llevándose consigo entre los barcos o chalupas que zarparon de Matanzas y otros lares, sus Orichas, miedos, profecías, cantos e ilusiones.
Dicen que a algunos les fue muy bien. Cuentan de no pocos que enfermaron de nostalgia y juraron volver a cualquier precio, si es preciso en la muerte y sabe Dios que hoy no exagero. Hay pedazos de tierra que guardan un mundo entre su vientre, y tan solo la idea perenne del destierro en un rumor, puede enfermar de una pena incurable a quien la habita.
Estoy seguro de vivir en un país que nunca temblaría ni tampoco se le haría un nudo en su garganta ante las amenazas de la globalización. Esta tierra ya nació globalizada.
¿Por qué temerle al camino de progreso, al sendero de la vida que nos traerá de vuelta aquella gloria que extraviamos? ¿Ignoran quienes siguen atascando ese camino, los que trancan las ventanas y las puertas que se abren hacia dentro, los sabores tan diversos como placenteros, que solían distinguir nuestro ajiaco identitario?
Maikel Iglesias Rodríguez
(Poeta, 1980)
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