Homilía pronunciada por S.E.R. Cardenal Jaime Ortega Alamino, Arzobispo de La Habana, en la Misa Funeral de Oswaldo Payá Sardiñas.
Iglesia Parroquial de El Salvador
La Habana, 23 de julio de 2012.
Queridos hermanos y hermanas, queridos familiares y amigos…
Homilía pronunciada por S.E.R. Cardenal Jaime Ortega Alamino, Arzobispo de La Habana, en la Misa Funeral de Oswaldo Payá Sardiñas.
Iglesia Parroquial de El Salvador
La Habana, 23 de julio de 2012.
Queridos hermanos y hermanas, queridos familiares y amigos:
En este momento, en que la inesperada muerte de nuestro hermano Oswaldo Payá nos sume en un dolor rayano en el desconcierto, hagan un esfuerzo por levantar con fe la mirada a Dios, recordando las palabras de Jesús, que nos dice: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré”. Sí, eleven la mirada al Señor, “contémplenlo –como dice el Salmo – e, incluso en la oscuridad de este momento de lágrimas quedarán radiantes”, pues, como añade el mismo salmista: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias”.
Ante una realidad tan dolorosa, la Palabra de Dios nos introduce de modo sereno y claro al misterio de la muerte, no sólo cuando el libro de la Sabiduría afirma que Dios nos ha creado para la inmortalidad, sino aún más cuando Pablo nos dice cuál es la verdadera condición de ese hombre inmortal creado por Dios: la muerte no nos lleva a una prolongación indefinida de una vida cuyos contornos no conocemos. La muerte es una plenitud de vida en Cristo, que incluye un cuerpo reconstruido, renovado como el de Jesús resucitado y la novedad de esa vida plena no está medida por el tiempo, no está sujeta a altibajos.
Siempre, sin embargo, es doloroso el tránsito de la muerte, que nos arranca de la única vida de la que tenemos experiencia existencial: con sus alegrías y sus penas, con las cañadas oscuras a través de las cuales pasamos de la mano de Cristo Buen pastor, con el gozo y la paz de alimentarnos a la mesa que Él nos ha preparado enfrente de nuestros enemigos, con la esperanza de ir a los prados eternos para ser apacentados por el Buen Pastor para siempre; sí, ya no quedará en nosotros nada de esto, ni más fe, ni esperanza, sino sólo el amor, porque Dios es amor y nos introduce en su amor sin límites.
Y desde allí seguimos amando a quienes hemos querido, a la familia, a los amigos, a la Patria, a la humanidad, con un amor purificado, porque siendo ese amor todo nuestro, estará penetrado todo del amor de Dios.
Sólo la fe cristiana puede hacernos ver la vida, el mundo, nuestra historia personal, familiar y social de este modo. La fe nos descubre ese algo más que reclama de nosotros sobrepasamientos, sacrificios, olvido de nosotros mismos en nuestra vida mortal.
Pero bien nos dice Jesús en el Evangelio que estemos preparados, porque puede llegar ese tránsito doloroso de la muerte cuando menos lo pensamos. Esto ha sido así para nuestro hermano Oswaldo y quedamos tristemente sorprendidos y consternados, ante todo los suyos, pero también cuantos lo conocíamos y apreciábamos desde hace tantos años.
Conocí a Oswaldo al poco tiempo de llegar a La Habana como Pastor de esta Arquidiócesis, hace casi treinta años. Él era uno de los jóvenes que integraron aquel primer equipo juvenil que se reunía conmigo. En ese equipo estaba también la que después fue su esposa y madre de sus hijos. Me invitaba Oswaldo a que viniera a las tertulias que después de la Misa dominical tenían lugar en los salones parroquiales de esta Iglesia de El Cerro y acudí varias veces a ellas.
Su fe cristiana, desde entonces y después, fue siempre firme y constante.
Oswaldo tenía una clara vocación política y esto, como buen cristiano, no lo alejó de la fe ni de su práctica religiosa. Al contrario, siempre buscaba en su fe cristiana inspiración para su opción política.
Y esto no lo alejaba de la Iglesia, porque la aspiración a participar en la vida política de la nación es un derecho y un deber del laico cristiano. La Iglesia pide a sus laicos que tengan una consideración especial del llamado del Evangelio a participar en la transformación de la humanidad, actuando en la medida de sus posibilidades, en el quehacer político de su país. La Iglesia, por medio del Magisterio de los Sumos Pontífices, lo ha repetido en muchas ocasiones. Recordemos las palabras del Papa Benedicto XVI en su discurso de despedida aquí en La Habana:
“Que nadie se vea impedido de sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus libertades fundamentales, ni eximido de ella por desidia o carencia de recursos materiales… descubran el genuino sentido de los afanes y anhelos que anidan en el corazón humano y alcancen la fuerza necesaria para construir una sociedad solidaria, en la que nadie se sienta excluido. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza”.
Ahora bien, la llamada a una sana acción política y la solicitud de espacios para su realización presentada por la Iglesia a los gobiernos, está hecha a favor de los laicos. La jerarquía, Obispos y clero en general, no deben hacer opción política partidista en ningún caso.
Hace algunos años, en su vista a La Habana como Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, el Cardenal Etchegaray sostuvo una conversación con Oswaldo en la cual yo estaba presente. Allí repitió el Cardenal algunas palabras semejantes a las que acabo de expresar, sobre la Iglesia, el papel de sus pastores con respecto a la política y su diferencia con el papel de los laicos.
Oswaldo dijo entonces con humildad y profundo sentimiento cristiano: “Yo sé que es así, aunque me costó trabajo reconocerlo al principio”.
Queridos hermanos y hermanas, yo también sé que siempre fue así, que Oswaldo vivió el papel desgarrador de ser un laico cristiano con una opción política en total fidelidad a sus ideas, sin dejar por esto de ser fiel a la Iglesia hasta el día final de su vida. Fue amable y atento con su obispo, a quien siempre decía respetar y era cierto que lo hacía. Su fe y su amor a la Iglesia fueron constantes.
A la luz de esa fe que él profesaba lo despedimos hoy y, sabiendo que la muerte no tiene la última palabra, lo ponemos en las manos misericordiosas de Dios Padre.
Que esa misma fe sea consuelo y esperanza para los suyos y para cuantos lo querían.
Así sea.
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Transcripción, cortesía de Mercedes Hernández