Pandemia, escuela e Iglesia

Yoandy Izquierdo Toledo

Jueves de Yoandy

El 11 de marzo próximo hará un año de que se reportaran los primeros casos de personas infectadas con Coronavirus en Cuba. El país, como la mayoría en el mundo, ha sufrido los efectos de la pandemia del Coronavirus en múltiples sectores de la vida social. Entre los más notables están, obviamente, la salud y la economía, que conforman un binomio importante con relación directa cuando hablamos de recursos económicos y la búsqueda necesaria de candidatos vacunales para enfrentar la enfermedad. Mucho se ha escrito y debatido sobre las estrategias económicas a seguir en el área biotecnológica, que suponen un reto en una economía centralizada y deprimida como la cubana. Es por ello que comentaré en esta columna algunas de las consecuencias de la pandemia en otras dos áreas de desempeño humano.

Recuerdo, cuando comenzó la pandemia, la presión ciudadana en Cuba para que fuesen cerradas las fronteras aéreas, marítimas y terrestres, para que se orientaran medidas de carácter obligatorio que restringieran el movimiento, declararan generalizado y obligatorio el uso del nasobuco, y cesaran algunas actividades masivas como las clases en los diferentes sistemas de enseñanza. Algunas medidas no fueron inmediatas, y muchas de las que fueron tomadas han sufrido modificaciones en diferentes momentos. Fue publicado un tabloide con la estrategia a seguir en cada fase, y en la práctica, debido al curso que ha seguido la pandemia en Cuba, aquellas medidas encerradas en una tabla (confieso que un poco difícil de leer y comprender, de acuerdo a la forma en que estaban presentadas) no han podido aplicarse al pie de la letra. Sin embargo, hay un sector que, a mi juicio, no es como la economía y la salud (entendida en el plano de los servicios), sino más perecedero, por lo que los efectos de la crisis podrían ser mayores. Me refiero a la educación de la mente y a la educación del alma.

Hay un criterio bastante generalizado de que lo único que ha cerrado Cuba, prácticamente en su totalidad, han sido las escuelas y las Iglesias. Al menos esa es la realidad en la mayoría de los municipios pinareños. Incluso, cuando las autoridades sanitarias y del gobierno declararon que debíamos aprender a convivir con la enfermedad, porque no se podía paralizar la economía y por ende el país, en estos sectores esenciales para el cultivo de la educación en general, los cambios no fueron notables.

El cultivo de la mente

Es cierto, y entendible, que en instituciones de enseñanza, donde se acumula gran número de alumnos, existe vulnerabilidad y un factor de riesgo que podría favorecer el contagio. Pero extremando las medidas sanitarias, que incluyen contar con una infraestructura adecuada (en muchas instituciones insuficiente antes de la pandemia) se podría continuar el curso de manera presencial, y las afectaciones en el proceso de enseñanza-aprendizaje serían menores.

La enseñanza en los distintos niveles sufre un desorden dado el desfasaje entre una provincia y otra, y entre los propios municipios de una misma provincia. Unas escuelas primarias lograron cerrar presencialmente el curso, y continuarlo en esa modalidad, y otras persisten en la modalidad de teleclases, que ya han demostrado desde hace muchos años su nivel de efectividad. La instrucción, correspondiente en gran medida a la institución educativa, no debe ser depositada con mayor peso en la familia, que siempre ha debido funcionar de complemento de la instrucción, y con un papel predominante en la educación en valores y virtudes para la vida. Si las familias cubanas no tienen el derecho a decidir el tipo de educación bajo el que desean educar a sus hijos, ¿en qué momento se movió la balanza hacia el extremo de que ahora es responsabilidad de los padres ver las teleclases con sus hijos, impartir y explicar algunas lecciones en casa, incluso hasta para los más pequeños que inician en la educación preescolar? Si necesariamente tiene que ser así, ¿qué papel juegan los maestros? ¿Entregan guías de estudio y desarrollo de contenidos? ¿Aprovechan la cobertura, en medio de tanta desgracia, para sacar algún beneficio, y fortalecen la alianza escuela-hogar? ¿Este tipo de proceder virtual propicia la comunicación entre el maestro que debía tener el alumno en el aula y los padres que le han sustituido en casa?

Es sabido que en muchos hogares los padres han tenido que ingeniárselas para poder cuidar de sus hijos porque trabajan para poder sostener la economía familiar. También es conocido que muchos padres no poseen la capacidad, y a veces no tienen la responsabilidad, de mantener la sistematicidad que se requiere para ver las clases con los niños, revisar los apuntes, hacer ejercicios y tareas, y garantizar de este modo que sean asimilados los contenidos. Por otro lado, algunas familias han decidido dirigirse a los repasadores particulares para ayudar a suplir los huecos en el aprendizaje que ha podido generar casi un año alejados del pupitre y del ejercicio docente. Esta modalidad es viable, ¿y cumpliendo las mismas medidas sanitarias, en una institución estatal no se puede hacer lo mismo? Otra pregunta sería: ¿Cuando todo “esto” pase, la calidad en el aprendizaje será responsabilidad únicamente de la familia?

En la zozobra cotidiana, tratando de llevar a la mesa el pan diario, y con las preocupaciones que genera la enfermedad, y la constatación de la inefectividad de nuestro modelo económico, no debemos olvidar la educación de la mente. La pandemia pasará, y tendremos grandes secuelas en el proceso cognitivo y en la instrucción de los hombres del mañana.

El cultivo del alma

Desde otro punto de vista, pero muy ligado a la persona humana, así como las instituciones académicas en sentido estricto son importantes, también lo son las instituciones religiosas. Sobre todo en momentos de tanta incertidumbre como los que atraviesa la humanidad.

El ser humano creyente ha de aferrarse a la fe para vivir la vida en la certeza de la bondad que Dios nos tiene preparada. Incluso para quienes no creen, o no practican una religión específica, el espacio del Templo para la adoración, la meditación, y las peticiones, es sagrado. En realidades límite la persona humana tiende a acercarse más a Dios, en la búsqueda de la verdad o el entendimiento de fenómenos o realidades que no se explica. Es un derecho la expresión de la fe, y como tal no debe ser violado.

Cuando hemos tenido que vivir tiempos litúrgicos confinados, celebraciones esenciales para la Iglesia Católica universal desde casa, sacramentos suprimidos o postergados, no nos queda menos que decir que no ha existido plena libertad religiosa. El ejercicio de un derecho ha fallado. Nadie se atrevería a dudar sobre el cumplimiento de las medidas sanitarias estrictas, que nunca estarán de más; necesarias para asistir a Misa. Pero suponer que no se pueden cumplir, como en tantos otros lugares de mayor concentración de personas y que no han cesado sus actividades, no puede ser motivo para suspender el culto religioso.

Las iglesias posiblemente sean los lugares donde con mayor eficiencia se tomen las medidas orientadas. La asistencia a una Misa se basa en la oración y el silencio, nada tiene que ver con la cola del pollo, el tumulto del banco, o la celebración de una actividad política, que por cierto son actividades que no han sido suspendidas. Cuando alguien que no es católico práctico se ha preguntado los horarios de las Misas o los Bautizos, porque desea acercarse a la Iglesia y a Dios, en estos momentos difíciles, hemos tenido que escuchar repetidamente la palabra extremismo para calificar la acción de cierre de los templos para el culto.

Cuando se toman esas decisiones, unas de las primeras en ser orientadas, ¿se tiene en cuenta la autoridad moral de la Iglesia, y el papel de la institución en la formación y acompañamiento del pueblo? El pueblo de Dios se compone de una Iglesia espiritual pero visible, necesitada de los sacramentos y de la vida comunitaria eclesial. La Iglesia somos todos reunidos en torno a la Eucaristía. La religión no es algo privado ni individual.

Estas decisiones, relacionadas con este tipo de educación para el alma, el cultivo de la fe y la espiritualidad, a veces invisible y descuidado, me han motivado a la lectura de textos tan antiguos como las Constituciones Dogmáticas del Concilio Vaticano II (1965). Específicamente en una de ellas, Lumen gentium, Luz de las gentes (1964) hablando de una de las funciones de los laicos aparece descrito que “Los fieles han de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana” (LG, No. 36). El ejercicio del culto es, por tanto, un derecho. Y la comparación con otras actividades que tienen lugar sin prohibiciones demuestra que se basa en un criterio relativista.

Para quienes consideran que la Iglesia tampoco se debe meter en cuestiones alejadas de la fe (bastaría preguntarse cuáles son esas facetas de la vida que no tienen que ver con lo que somos íntegramente, y en lo que creemos) también este documento dogmático nos dice que tenemos “el derecho y, en algún caso, la obligación de manifestar su [nuestro] parecer sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia” (LG, No. 37). Y eso hacemos cuando resaltamos que los sacramentos están íntimamente ligados a la vida de la Iglesia y a la de cada uno de su miembros, de forma tal que podemos decir que sin los sacramentos faltaría a la Iglesia, y a los fieles, la energía necesaria para cumplir con su misión y al mismo tiempo para alcanzar la finalidad por la cual existen. Es decir, son el alimento de la vida cristiana, la energía necesaria para actuar en el camino de la vida.

En este mundo de competencias, prioridades, y predominio de una cultura económica globalizada, debemos dar prioridad a la educación para la vida. El manejo de la pandemia del Coronavirus ha presentado varios desafíos para los gobiernos y los pueblos, y a la larga ha puesto al descubierto cuáles son las prioridades de cada cual. Yo sigo manteniendo que el derecho a la vida es lo esencial, pero con el cultivo de la mente y del alma.

 


  • Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
  • Licenciado en Microbiología.
  • Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
  • Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
  • Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
  • Responsable de Ediciones Convivencia.
  • Reside en Pinar del Río.

 

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