En Cuba la concurrencia entre el fracaso del modelo totalitario, el envejecimiento de sus gobernantes y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos tendrá un fuerte impacto en la sociedad. Para que ese impacto resulte positivo se requiere la presencia de un factor ausente: el ciudadano. Si esta tesis remite a la pregunta de cómo es posible que en un país de cultura occidental con una destacada historia de luchas no exista el ciudadano, la respuesta nos conduce a un fenómeno complejo que demanda más atención de la que hasta ahora se le ha brindado.
La causa más inmediata -no la única- está en el desmontaje de la sociedad civil que tuvo lugar en Cuba en los primeros años de poder revolucionario y en su posterior institucionalización. La formación cívica -cimiento del ciudadano- se inició en Cuba en 1821 por el padre Félix Varela [1], quien al asumir la dirección de la Cátedra de Constitución en el seminario San Carlos, la definió como “institución de la libertad y de los derechos del hombre” y la concibió como un medio “para enseñar virtudes cívicas”. Su obra fue continuada por José de la Luz y Caballero [2], quien arribó a la conclusión de que “antes de la revolución y la independencia, estaba la educación” y desde esa visión concibió el arte de la educación como premisa de los cambios sociales. Esa misión fue continuada por varias generaciones de educadores y pensadores cubanos hasta la primera mitad del siglo XX.
La sociedad civil cubana, que emergió resultado del Pacto del Zanjón en 1878, desempeñó un importante papel en los problemas político-sociales de la República. La Protesta de los Trece; las luchas campesinas de San Felipe de Uñas, del Realengo 18 y Ventas de Casanova; el movimiento huelguístico que derrocó la dictadura de Gerardo Machado, las luchas estudiantiles por la autonomía universitaria y la derogación de la Enmienda Platt; la Asamblea Constituyente que dio a luz la Constitución de 1940 y las luchas contra el Golpe de Estado de 1952, entre otros, así lo demuestran. El desarrollo logrado por la sociedad civil fue expuesto por Fidel Castro durante el juicio por el Asalto al cuartel Moncada, donde dijo: “Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; Presidente, Congreso, Tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya solo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpitaba el entusiasmo.”
A pesar de esos esfuerzos educativos y de los avances de la sociedad civil no se alcanzó el grado de madurez suficiente para impedir su desmantelamiento. En 1959 la Constitución de 1940 fue suplantada por la Ley Fundamental del Estado Cubano; el poder se concentró en las manos del líder de la revolución y la propiedad pasó a manos del Estado, cuyo punto de remate fue la “Ofensiva Revolucionaria” de 1968, que liquidó los más de 50 000 pequeños establecimientos sobrevivientes. El resultado se refrendó en la Constitución de 1976, con la cual se institucionalizó el control absoluto del Estado sobre la política, la economía, la cultura, los medios de comunicación y sobre las personas.
Si a ello se une el efecto negativo de la pérdida de los valores éticos, la frustración, la desesperanza, el desinterés y el éxodo sostenido, la realidad cubana se nos presenta en su desnudez y nos indica tanto la magnitud del daño sufrido como de la empresa pendiente.
Por su naturaleza, todos los modelos totalitarios están condenados al fracaso. La diferencia entre uno y otro modelo radica en la capacidad para durar un tiempo menor o mayor, lo que a su vez depende del grado en que cada uno sea capaz de limitar la libertad de las personas. En el caso de Cuba, ante el fracaso y la posibilidad de perder el poder, la élite revolucionaria reforzó la represión política, económica y cultural e intensificó el monopolio del sistema educacional y de los medios de comunicación. Una marcha atrás guiada por la política expuesta por Fidel Castro en 1961: “Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho”.
Detenidos en este punto, con una sociedad desarmada de instituciones y espacios cívicos, en ausencia de las libertades cívicas y políticas más elementales, la sociedad cubana, condicionada por la creciente brecha entre salario y costo de la vida, se refugió en la sobrevivencia, obligada a realizar actividades suplementarias, casi siempre al margen de la ley, en busca de fuentes alternativas. Esa conducta, al prolongarse durante décadas devino moral admitida socialmente. La respuesta del cubano, desposeído de la condición de ciudadano fue: a los bajos salarios, las actividades alternativas; a la ausencia de sociedad civil, la vida sumergida; a la falta de materiales, el robo al Estado; y al cierre de todas las posibilidades, el escape al exterior.
Ese cuadro, que caracteriza a la Cuba de hoy, requiere de una acción cultural, que al decir de Paulo Freire [3], “es siempre una forma sistematizada y deliberada de acción que incide sobre la estructura social, en el sentido de mantenerla tal como está, de verificar en ella pequeños cambios o transformarla”.
¿Por qué? Porque, como acertadamente afirmara el ingeniero López [4], “las propiedades de un sistema resultan determinadas por las propiedades de sus componentes y los vínculos entre ellos, por lo que la calidad del sistema no puede ser mejor que las de sus componentes ni que su diseño, ya que estas actúan como limitantes a la calidad del sistema en su conjunto”. Por tanto, una Cuba mejor no es posible sin cubanos mejores.
Para conformar esa cultura es necesario, parafraseando el concepto de acción afirmativa, una acción educativa, equivalente a las que se efectúan para la inserción y desenvolvimiento de sectores sociales relegados. La concreción de esa cultura incluye dos procesos simultáneos e interrelacionados: 1. El empoderamiento ciudadano, que resultará de las medidas implementadas por la Casa Blanca y las que tendrá que implementar el gobierno cubano como complemento y 2. Los cambios al interior de la persona, que a diferencia de los primeros son irrealizables en el corto plazo, pero sin los cuales el resto de los cambios serían de poca utilidad.
Por las razones antes expuestas los cubanos están excluidos del proceso de toma de decisiones, pero la participación en ese proceso no comienza hasta tanto no se tome conciencia de la responsabilidad que corresponde a cada uno en el destino de su país. Y esa responsabilidad nace a partir de que se asume su propio compromiso y se busca, sobre él, la colaboración con otras personas. Se trata de un proceso lento, pero insoslayable, que se mueve de lo interno a lo externo, del individuo a la sociedad, del país al mundo.
La transformación de los cubanos en ciudadanos públicos, en actores políticos, es un reto tan complejo como ineludible; un propósito inalcanzable sin antes sentir el cambio no solo como algo necesario, sino también como posible. Y el único camino para ello está en participar, aprender sobre la marcha, equivocarse y volver nuevamente hasta ser efectivos, hasta devenir en verdaderos ciudadanos.
Por lo anterior, la acción educativa tiene que introducir la educación de la responsabilidad, que comienza en el individuo, pasa por la sociedad y se extiende hasta la comunidad internacional. De tal forma libertad y responsabilidad, derechos y deberes, conforman un todo interrelacionado e indivisible.
Entonces, el efecto de la concurrencia entre el fracaso del modelo totalitario, el envejecimiento de sus gobernantes y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, depende, ante todo, de nuestra capacidad de cambiar para recuperar la condición de ciudadano, que a su vez, constituye una necesidad insoslayable para salir del estancamiento en que vivimos.
Notas
[1]Félix Francisco José María de la Concepción Varela y Morales (1778-1853) nació en La Habana y murió en San Agustín de la Florida, estudió en el Seminario San Carlos y la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana, fue ordenado diácono en 1810 y sacerdote en 1811. En el Seminario, donde estudió, ejerció las cátedras de Latinidad, de Filosofía y de Constitución.
[2]José de la Luz y Caballero (1800-1862) nació y murió en la Habana, estudió en el Convento de San Francisco, en la Real y Pontificia Universidad de La Habana y en el Seminario San Carlos. Educado en un medio religioso bajo la influencia de su tío materno, el presbítero José Agustín Caballero, el amor a sus semejantes lo inclinó a la vida clerical y al claustro.
[3]Paulo Freire (1921-1997), reconocido pedagogo brasileño. Entre sus obras destacan La educación como práctica de la libertad (1967) y Acción cultural para la libertad (1970).
[4]José Ramón López, Individuo y Sociedad, artículo publicado en la revista digital Consenso No.5 de 2005.
Dimas Cecilio Castellanos Martí (Jiguaní, 1943).
Reside en La Habana desde 1967.
Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La
Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información
(1983-1985), Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos en el (2006).
Trabajó como profesor de cursos regulares y de post-grados
de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía de la
Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica
en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
Primer premio del concurso convocado por “Solidaridad
de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios
Cubanos con sede en la Florida.