Hace treinta años, en asombroso desenlace, la democracia liberal y la economía de mercado derrotaron al autoritarismo leninista y la economía de comando en las extensas áreas del bloque soviético. Coincidiendo con una nueva revolución de la biotecnología, la informática y las comunicaciones digitales y físicas, el mundo se globalizó, bajo la promesa de una era de paz poliárquica y prosperidad capitalista. Incluso en las zonas conflictivas de Asia, África y Latinoamérica, donde el legado de pobreza y desigualdad tenía colonial arraigo, las añejas dictaduras y las economías cerradas parecían abrirse a algo distinto, seductor de las nuevas clases medias y su proyecto democratizador.
Mucho tiempo ha pasado desde 1989 y hoy el panorama es distinto. Occidente -como área geopolítica y modelo de sociedad- no parece estar preparado para la contundencia, concertación, ausencia de frenos y habilidad con que las autocracias globales y sus aliados locales se mueven en su contra. Aletargados por crisis migratorias, economías de lento crecimiento y elecciones que encumbran a nuevos populistas con tendencias iliberales -de izquierda y derecha-, los gobiernos occidentales se ven erráticos y lentos a ante los nuevos desafíos.
Tres décadas después, un zeitgeist antiliberal avanza, a escala global. En los terrenos de la política y el lenguaje, de las identidades y las tecnologías. Atraviesa territorios, poblaciones e ideologías. Es frente a aquel -ante su antipluralismo masificado y viral- donde deberíamos esforzarnos por diagnosticar las amenazas que se ciernen sobre nuestra convivencia civilizada. Bajo las configuraciones propias de cada país. Y corregirlas a tiempo, si es que lo conseguimos.
El desafío no es meramente geopolítico, sino también afecta a la narrativa misma de las sociedades democráticas. La polarización y pobreza del debate van in crescendo en las sociedades del área cultural que denominamos Occidente. Los tradicionales clivajes de coyunturas electorales sufren el impacto del cambio de época y paradigmas. Pero ciudadanos, opinadores e incluso académicos acuden a etiquetas ajadas para calificar al actor, sea Gobierno u oposición, de su desagrado.
Se confunde lo normativo con lo analítico: escuchamos simplismos como “este Gobierno no es verdaderamente de izquierda” o “la oposición es conservadora”. Abundan reducciones sustentadas en criterios unidimensionales – políticos, ideológicos o culturales- que caricaturizan al objeto de mi desafección. La política realmente existente, sin embargo, es más compleja que los binarismos. Más bien, habita en cuadrantes donde se intersectan diferentes ejes, donde se combinan diversas variables. Exploremos sus dimensiones, para comprender las fuentes de la crisis y confusión que nos sacude.
La polaridad política atiende los principios organizativos del poder, contraponiendo democracia y autocracia. La democracia es un tipo de régimen —y sociedad— que abriga un poder distribuido entre instituciones, abierto a la competencia de grupos y agendas. La autocracia remite a un poder concentrado, donde un polo —persona o élite— monopoliza prerrogativas e impone la agenda a los subalternos. Los grados de concentración o dispersión de esos poderes configuran regímenes que abarcan el totalitarismo, en su extremo autocrático, y la república liberal de masas, como culmen democrático. En el medio proliferan formas híbridas que combinan el Poder del Uno con la Participación de los Muchos.
La polaridad ideológica alude a nociones redistributivas, diferenciando izquierda y derecha. La izquierda tiende a combatir la pobreza y desigualdad socioeconómicas, confiando al Estado un rol regulador y redistributivo. La derecha concibe a la iniciativa privada, realizada en el Mercado, como motor para la producción y acumulación de riquezas. Hija de la Modernidad, la contraposición izquierda y derecha asumió en el siglo XX modalidades extremas: economías centralmente planificadas versus economías capitalistas. Hoy la disputa se reduce a elegir entre tipos de capitalismos —liberal tecnocrático versus estatal autoritario— diversamente regulados.
La polaridad cultural diferencia posturas valorativas, conservadoras y progresistas. El polo conservador considera naturales —y constitutivas de un orden estabilizador— las jerarquías entre naciones, clases, razas, géneros, religiones y culturas. El progresista concibe la necesidad de reconocer y empoderar a sujetos considerados oprimidos, emergentes o minoritarios por el poder establecido. A medio camino entre los impulsos reaccionarios o revolucionarios, las posturas liberales acomodan agendas reformistas varias.
Conviene evitar en ciencias sociales los recetarios magros en ingredientes. Lo político (institucional), lo ideológico (redistributivo) y lo cultural (axiológico) se combinan en formas diversas en nuestro mundo. Hay tiranos como Daniel Ortega, representativos de una izquierda conservadora y autoritaria, en las antípodas de lideresas progresistas y democráticas como Tsai Ing-wen. También liderazgos de una derecha liberal y democrática —como Luis Lacalle— distantes de aquellas derechas conservadoras y autoritarias representadas por Viktor Orban. En el medio, aparecen animales de identidad fluida, como Nayib Bukele.
Empero, el declive democrático no es inevitable. Nuestras sociedades abiertas tienen reservas inexplotadas de creatividad tecnológica, solidaridad cohesiva y compromiso cívico. En potencial humano, económico y militar, las democracias globales poseen aún defensas importantes frente a sus enemigos endógenos y foráneos; son culturalmente icónicas para sectores emergentes de sus rivales planetarios. Enfocarnos en esas ventajas, desterrando los triunfalismos que suponen algún fin de la historia y preparándonos para las batallas por venir, es la tarea que nos espera.
Pero todo ello solo será posible si asumimos este desafío de un modo personal, íntimo, existencial. Hoy cobran renovada vigencia, en otro contexto, las palabras de Albert Camus en su discurso de recepción del Premio Nobel, en un lejano 1959: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir”.
- Armando Chaguaceda Noriega (La Habana, 1975).
- Politólogo e historiador.
- Especializado en procesos de democratización en Latinoamérica y Rusia.
- Miembro del Consejo Académico del Centro de Estudios Convivencia.
- Reside en México.