Jueves de Yoandy
Muy recientemente he escuchado a un amigo decir una frase que he rumiado bastante de ayer para acá: “debemos normalizar la verdad”.
En un mundo donde no solo se habla de verdad, sino que ya se analiza la posverdad, pareciera que esa normalización es una pérdida de tiempo. Unos la podrían dar por resuelta, me refiero a la normalización; y otros la considerarán utópica con el avance de la mentira que va calando hondo en las sociedades actuales. Pero, a pesar de ambos criterios, debemos insistir en hacer más común algo que debería ser una norma de vida: la búsqueda y el fomento de la verdad.
Resulta penoso que vivamos en una sociedad donde la mentira, en sentido amplio, sea el leitmotiv de muchos procesos, fenómenos, tomas de decisiones, ambientes familiares y relaciones interpersonales. En algunos lugares se ha debatido mucho el papel de la mentira en la arena política, disfrazada de discursos manidos, reescritura de la historia, modulación del lenguaje acorde a lo que desean escuchar las masas para su contento, redireccionamiento de las estrategias comunicacionales para ganar seguidores, lejos de cultivar la cultura ciudadana que propicie el debate y el crecimiento ético de personas pensantes con criterio de discernimiento. Sin embargo, me gustaría que, dejando a un lado la política que no está exenta del problema en cuestión, nos dedicáramos a interiorizar que la verdad no puede seguir siendo un elemento subjetivo.
En la medida en que la verdad no sea entendida desde su naturaleza objetiva, se seguirá acomodando la verdad de cada uno en un espiral de relativismo, en una especie de dictadura del relativismo que va infiltrando todos los espacios y provocando una serie de deformaciones humanas en el plano de la moral. Si damos cabida a las medias verdades o a las verdades a medias, y estas no son la excepción, sino la regla de nuestro comportamiento cotidiano, la persona humana camina, inevitablemente, hacia una pérdida de valores que, con el tiempo, puede volverse irreversible.
En un examen de conciencia, podríamos poner algunos puntos sobre la mesa y realizar una autoevaluación para no recaer en actitudes como:
- La tergiversación interesada de la realidad acomodando “mi verdad” para que, a través de la sensibilización del otro, se multiplique el criterio de que nuestra versión es la cierta.
- La elevación de lo anecdótico porque llega más al interlocutor, edulcorada con los matices que vemos ideales sin ponerle la parte fea, desacertada o, desgraciadamente negativa, porque creemos que con ello nos van acreer más.
- El sesgo que le imponemos a las historias para llevarlas a nuestro terreno, porque si somos los protagonistas la que vale es nuestra verdad, sin derecho a réplica, evitando el diálogo y mutilando de esta forma la comprensión.
- El veto a la posibilidad de dialogar porque al sabernos poseedores de “toda la verdad” no necesitamos que venga otra persona a decirnos lo que ya sabemos, o lo que para nosotros es inamovible.
- La suposición de que todos mienten o que no dijeron la verdad en un momento determinado, porque es más fácil decirlo de esa manera que entrar a analizar que esta o aquella idea no encajan en nuestro sistema de ideas, o nos conviene que queden fuera para reafirmarnos en un criterio determinado.
- La costumbre de llamar a las cosas por lo que no son, deformando la realidad bajo eufemismos.
En cualquiera de los casos anteriores, y muchos otros que lamentablemente vivimos, sufrimos, arrastramos del pasado o se incorporan en el presente, debemos tener en cuenta que la búsqueda de la verdad es el único modo que tenemos de caminar hacia la libertad. Cuando actuamos en la verdad es cuando podemos caminar por las calles con la frente en alto sabiendo que, sin decir nada, sin tener que explicarnos, nuestra historia de vida habla por sí sola. Esa es la mejor verdad que podemos ofrecer a los demás. Lo otro es ponzoña, hiel, cizaña o esa enfermedad que corroe por dentro y hace insano al hermano que solo ve en el otro un enemigo ideológico, un adversario fuerte en la carrera o un paradigma que quiere seguir y que no alcanza.
Normalizar la verdad parece ser una tarea dura en Cuba. Debemos trabajar mancomunadamente la familia, la Iglesia y el Estado para que no se fomente un clima de mentira en nuestras relaciones humanas e interacciones institucionales. Ningún actor queda inmune de este daño que tiene cura pero que, consciente o inconscientemente, dejamos entrar en nuestras vidas. Ya lo decía el más universal de los cubanos: “Mejor sirve a la Patria quien le dice la verdad”. Llevado al plano interpersonal: mejor se sirve al prójimo si cultivamos la verdad porque, como él mismo dijera: “…la única verdad que hay en esta vida es el amor”.
Entonces, que la verdad, el amor y la libertad sean el caldo de cultivo del discurso político, de las relaciones humanas y de cada palabra que salga de nuestras bocas.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.