Por Elizabeth Ducongé
No había vuelto a escribir una línea, había un vacío inmenso en el rincón de mis musas, y yo, avergonzada con el deseo de volver a usar las páginas de Convivencia para emitir otro mensaje comprometido de mi generación hacia la sociedad y el momento que nos ocupa. Conocí a varias personas dentro del proyecto, esas valerosas almas que se están encargando de decir en voz alta lo que todo el mundo murmura, y sentí primero gran respeto, después algo de timidez cuando comparé su palmarés creativo con el pequeñísimo flujo creador de mi alocada cabeza, después sentí miedo, miedo a no ser suficientemente buena escribiendo sobre algo valioso, que es mi anhelo mayor, que es mi vida… Pero algo me arrebató la inspiración, algo bloqueó mis ideas que no concebía juntar dos palabras.
No había vuelto a escribir una línea, había un vacío inmenso en el rincón de mis musas, y yo, avergonzada con el deseo de volver a usar las páginas de Convivencia para emitir otro mensaje comprometido de mi generación hacia la sociedad y el momento que nos ocupa. Conocí a varias personas dentro del proyecto, esas valerosas almas que se están encargando de decir en voz alta lo que todo el mundo murmura, y sentí primero gran respeto, después algo de timidez cuando comparé su palmarés creativo con el pequeñísimo flujo creador de mi alocada cabeza, después sentí miedo, miedo a no ser suficientemente buena escribiendo sobre algo valioso, que es mi anhelo mayor, que es mi vida… Pero algo me arrebató la inspiración, algo bloqueó mis ideas que no concebía juntar dos palabras.
En mi primer escrito (el único hasta ahora) de una carta inspirada en mi madre y destinada a mi país resultó que volqué frases que guardé para mi heroína. Sin embargo ella desaprobó con horror cada palabra escrita, fue entonces que entendí que mi madre vive con miedo como casi todos los padres en esta nación, miedo a que sus hijos no sean lo que soñaron, miedo incluso a dejarles caer al suelo cuando son pequeños, miedo a no tener con qué alimentarles ni calzarles, miedo a que los discriminen o humillen en la escuela, miedo a que sufran, crezcan tristes, a que sean víctimas de alguna desgracia o que elijan el mal camino… o peor, miedo a que maduren muy pronto y perciban las cosas a las que aun como padres no han hallado solución en la vida, miedo a que por una simple frase (o carta, poema o artículo escrito) se comprometa su futuro, porque vivimos dentro de una caverna donde el eco de tu propia voz repercute en el vacío y ensordece. Todo está diseñado para detenerte, para frenarte en la carrera, todo cuanto digas o hagas puede ser usado en tu contra.
Mi madre ha vivido con miedo toda su vida, miedo a ambicionar algo mejor, miedo a ver más allá, a escuchar su propia conciencia y alzar la voz cuando no tolere más el silencio… mi madre teme a todo eso… pero a lo que más teme es que yo no sienta miedo al igual que ella. Es difícil en estos días hacer sentir orgullosos a nuestros padres, casi imposible convertirse en el modelo idealizado por ellos desde antes de que naciéramos. Supongo que no son el momento ni las condiciones adecuadas para ser modelo a seguir por nadie, no puedes ser ejemplar en un mundo patas arriba porque entonces serías tú el extremo noble de la locura cuando te late dentro un sentimiento que te dice “esto no está bien”.
Si fuera la que mi madre deseó callaría al pasar junto al caos sin inmutarme, no fuera la mujer diferente que tanto siento ser, no tuviera el espíritu de contradicción que me enorgullece, sería insípida por demás, una mujer de lujo aficionada a guardar las apariencias, un florero… simplemente ignoraría a conciencia mi entorno, centrada en mi vida personal y lo que podría hacer para mejorarla, como si nada más fuese importante, porque según muchos es cuestión de acostumbrarse a lo que nos rodea… Dicen que hasta el infierno se hace cómodo una vez te acostumbras a él, pero no es justo para mi corazón obligarle a sentir diferente, hacerme la ciega ante lo que me duele ver, la sorda ante las barbaridades que diariamente escucho, hacerme la muda sabiendo que Dios me otorgó voz y debo usarla, si no, el miedo me la arrebatará permanentemente.
Mi madre quizás aborrecería mis entrañas por brindarle tal angustia, pero si en el fondo de su corazón existe al menos el destello minúsculo de orgullo por mí, entonces el miedo no es nada.
Nuestros padres nos criaron y educaron en un tiempo más oscuro que este, un momento en el que practicar la magia no era herejía para un cristiano porque de algún sitio salió el alimento para nuestras bocas y los zapatos para ir a la escuela, la devoción y el tiempo para hacernos reír y no notáramos la tristeza en sus rostros, por eso a veces me compadezco de sus espíritus protectores y siento que puedo enfrentar cualquier cosa, casi todas las penas y los sufrimientos merecen ser recompensados de alguna manera, así solo sea con estas redundantes e incoherentes oraciones escritas a solas. Si el precio es su enojo, estoy dispuesta a pagarlo, nadie me va a condenar por decir con frases repetitivas que nuestra sociedad sufre, mi Patria sufre, que mi madre sufre y sufro yo por presenciarlo.
Ignorarlo es traicionar, solo es necesario abrir un poco más los ojos y cerrar las puertas al miedo, que no entre, no es preciso cederle espacio a un sentimiento con el que convivimos toda la vida. El silencio duele como duele el cuerpo cuando le azota una enfermedad terminal… el silencio impuesto por nuestra propia conciencia engañada, infectada por los ojos de quienes no comprenden. Las canciones que hablan de libertad no mencionan cómo alcanzarla, el camino está lleno de piedras y dicen que es utópico… pero el peso de la conciencia es capaz de aplastar el ánimo si no estamos en paz con nosotros mismos… algo que mi madre no entiende, como no lo entienden muchos padres.
¿Llegará el día en que comprenderán, en que podremos sentarnos todos juntos a hablar sobre ello? Tal vez será el día en que nos vean ya como hombres y mujeres, acepten que no pueden hacer nada al respecto cuando actuamos por fe, con los ojos cerrados caminando a oscuras, dando pasos al futuro, no importa cuántos golpes nos demos. ¿Cómo agradecerles lo que han hecho por nosotros y a la vez desligarnos de esa deuda moral de forjar nuestro propio camino?
Esta es mi declaración, como mujer, como hija, como cubana… el dolor de vivir frente al espejo viendo cómo se disuelven nuestros sueños, nuestros proyectos de vida a la mitad y la historia que se repetirá “como te ves, me vi, como me veo, te verás”. Yo no quiero ser otro daño colateral de este experimento social, ni busco provocar a iracundos que no admiten ni toleran los sueños colectivos, esos a los que se les revientan los tímpanos cuando soñamos en voz alta.
Tampoco quiero ser víctima de mi propio recato y dejar de decir lo que pienso por miedo a que me corten la lengua… No planeo vivir la vida de mis padres, la que ellos quieren que viva para evitarme ciertas penas, he de probar las penas para aprender el valor de cada cosa. En nombre de lo que sufrieron y en nombre de lo que sufro, lucho…
Que sea lo que Dios quiera.
Elizabeth Ducongé (Artemisa, 1989).
Intérprete de lenguas y señas.