Dagoberto Valdés Hernández
El siglo XX: de la sociedad civil al totalitarismo.
Al comenzar el siglo XX se instituyó nuestra primera República; pero el 20 de Mayo de 1902 La República ni comenzó a gestarse, ni pudo dar a luz a la plenitud del proyecto. Aquel día la gestación alcanzó reconocimiento oficial en el seno de la comunidad internacional. Se reconocía una criatura viva, con un rostro propio, hoy diríamos que con una información genética inconfundible, pero al fin y al cabo una criatura sin madurar como adulto, prendida aún, tanto de la matriz de España, como del cordón umbilical enredado en su cuello por Estados Unidos. Así fue, por las razones que conocemos y que debemos ir profundizando, sobre todo viendo estos hitos del proceso con “los ojos” y la mentalidad de aquella época.
La República de Cuba fue reconocida así, querámoslo o no desde nuestra visión contemporánea. Pero reconocida, al fin y al cabo, como nación independiente cuando aún estaba en gestación y no tenía el índice de madurez que requería para el parto. Esto lo vemos más claro a medida que pasan las décadas. Al filo de un siglo, nos hubiera gustado que el nacimiento fuera más a término, que la criatura no naciera con el cordón enredado en el cuello “por razones de seguridad”, que se hubiera desprendido antes de esa matriz colonial que de tanto quererla la retuvo hasta que no pudo más, a riesgo de la vida de la siempre querida “Perla de las Antillas”.
Aún queriendo a un pueblo se le puede entorpecer su crecimiento en adultez. Aún queriendo ser garante de “su seguridad y estabilidad” se le puede mantener “acordonado” con el pretexto de que necesita ser “alimentado” ya que, por sí mismo, “todavía no se sostiene”.
Me atrevería a decir que el 20 de Mayo la comunidad internacional asistía al reconocimiento de una República que tenía ya su propio ethos, su cultura, su nacionalidad, su estructura y rostro diferentes y reconocibles. Pero asistía a ese reconocimiento como la familia que, un poco de tiempo antes del parto, es convocada por un médico amigo para que “vea” a la nueva criatura a través de la pantalla del ultrasonido.
Así, la primera década trascurrió con dos gobiernos y una intervención norteamericana entre ellos. Mientras los cubanos irían asumiendo que les tocaba a ellos mismos ser los protagonistas de su República. Primero la aspiración al poder de los antiguos generales de la guerra, luego la de los civiles de la segunda generación, pero aún poniendo como escalera los méritos de la guerra del 95 y marcados por lo que pudiéramos llamar la “infancia política” que provocaba, con frecuencia, una situación en la que se podía apreciar que muchos no sabían qué hacer con el “juguete nuevo” de la independencia formal.
La adolescencia de la sociedad civil republicana: la década del 20.
La década del 20 en Cuba está considerada como “la década crítica”. En ella nos fijaremos en la evolución de la sociedad civil que comienza a “cubanizarse” muy lentamente, pero con un punto de inflexión claro y decisivo. Las organizaciones y movimientos cívicos, las Iglesias, las Logias y Fraternidades, los empresarios y profesionales, comienzan a crear nuevos espacios de concienciación y participación ciudadana que mueve, efectivamente, la sintonía de Cuba como “República adolescente”. Adolescencia, edad crítica en la que comienza a darse cuenta ella misma de su crisis de crecimiento, que la coloca en la disyuntiva de seguir “jugando” como niños a “los generales y doctores” o, por el contrario, ir saliendo del seno de la familia anterior, ir dejando atrás la curiosidad sobre las estructuras del Estado que no pueden funcionar bien si no existen ciudadanos responsables, demócratas para una verdadera democracia, que asuman la construcción y el destino de un nuevo país más allá y más debajo de su propio juego político y de sus recién estrenadas estructuras de poder.
Julio Le Riverend, en su prólogo a la segunda edición de Entre cubanos de Fernando Ortiz, da su propia apreciación sobre esta inflexión crítica de la década de los veinte en Cuba: “Las primeras respuestas al fenómeno de desintegración histórica se vuelve contra el choteo, humorismo cubano que encubre tanto cinismo como honrada crítica, imputa la carencia de disciplina y unión, o sea, la indiferencia del frustrado y el deterioro de la nación detenida… subraya la ligereza como falta de tenacidad en la prosecución de los objetivos individuales y nacionales, no se deja de señalar la irresponsabilidad, grado mayor de la indiferencia, ni la incultura como caracteres que integran el ser nacional en momentos en que se requieren las más altas virtudes”.[1]
De esta valoración pudiéramos subrayar que hay unas “primeras respuestas”; se esboza un diagnóstico del “ser nacional”, destacando irresponsabilidad y falta de cultura cívica, y se reconoce estar en un “momento” en que se requerían “altas virtudes”. Coincido con el análisis de la realidad pero me gustaría matizar la apreciación global del proceso. Le Riverend y otros cercanos a su misma escuela de pensamiento, parece que ven en este una dinámica de desintegración-integración, de negación de la negación, de unidad y lucha de contrarios, de avances y retrocesos.
Aunque esta pudiera ser una visión sobre el devenir histórico, preferiría acercarme a otra forma de interpretarlo, evaluándolo como un proceso de crecimiento en el que necesariamente se van dejando atrás etapas de inmadurez que aparecieron como consecuencia lógica de la “edad” de la República, como rasgos de su niñez, de su adolescencia, de su primera juventud. Pero al fin y al cabo, crisis de crecimiento en el sentido de la madurez progresiva, de la gradualidad de las responsabilidades.
La tesis de Vitier pudiera acercarse más a esta forma de interpretar el devenir republicano: “Nuestro siglo XIX está lleno de gérmenes, de tal suerte que llegamos a la República sin haberlos desenvuelto todos. Parte de nuestro pasado conserva su vigencia.”[2]
Creo que interpretar el devenir del siglo XX cubano a la luz de aquellos “gérmenes” de nuestro siglo fundacional nos permitirá aprehender una visión más acorde con nuestra cultura, y especialmente con nuestro humanismo, que una interpretación de nuestra historia a partir de filosofías totalmente foráneas que comenzaron a sumergirse en profundidad en la sociedad civil cubana, precisamente, en esa década crítica de los años 20.
Sería muy importante para la “comprensión” de nuestra historia seguir usando el “instrumental” filosófico fraguado en nuestro siglo XIX (desde un eclecticismo mestizo, es verdad, pero así fuimos y somos), mezclado en un molde criollo, en unas cabezas autóctonas y abiertas a lo mejor del mundo, moldeado en una escuela cubana de pensamiento que también durante el siglo XX tuvo sus pensadores insignes que prefirieron seguir en la clave de Caballero, Varela, Luz y Martí. En esta clave se pudo atravesar el mar de ciclones y dictaduras, el mar de tormentas y desconciertos, hasta llegar a la Constitución de 1940 y toda esa década de nuestra primera juventud institucional, no exenta de granos en la cara y dislates en la calle, de corrupciones y tanteos, pero con la solidez y el ímpetu del que sabe ya lo que hace y lo hace para llegar a ser plenamente adulto, aunque no le salga como soñó en su primera juventud y -yo diría- aunque algunos sueños atraviesen un “mar rojo” de pesadillas. Siempre hay una orilla, y una “pascua”, un paso, una transición.
Fragua de espacios y capacidad organizativa: juventud de la sociedad civil republicana en los 30.
Ese instrumental de interpretación filosófico se mantiene hoy útil y sin oxidar. Tiene “una huella profunda y radical, es innegable, en la inspiración de aquellas décadas germinales de nuestra nacionalidad, de nuestra cultura: la huella de Cristo, el soplo de su voz… en la voz de aquel sacerdote José Agustín Caballero, a quien Martí llamó el Padre de los pobres y de nuestra filosofía” –como expresara Cintio Vitier en la Velada cultural del Encuentro Nacional Eclesial Cubano en 1986.[3]
Pero no basta con esa “pleamar, visión, llamamiento de lo superior en la naturaleza humana y, a la sazón, convergencia solícita de cuantas doctrinas explican al hombre… no digo que el fenómeno haya sido exclusivo de nuestra historia… pero aquí se acusó más a causa de haberse demorado largamente nuestra independencia… son unos treinta años en que la cultura, como por irresistible instinto histórico, se arma del ideario que va a necesitar… el grupo de cubanos vigilantes del momento está ordenando sus ideas, orientando las energías del país.”[4] No basta con la fragua del pensamiento, es necesario la fragua de los espacios de participación y la de la capacidad organizativa de los ciudadanos. Esto ocurrió en la primera mitad del siglo XIX, y volvió a ocurrir, con nuevos ingredientes, en la primera mitad del siglo XX.
Los nuevos ingredientes filosóficos de la República, predominantes en estas décadas del 20 al 60, fueron por un lado las ideas marxistas-leninistas y, por otro, el existencialismo y el personalismo de inspiración cristiana. Ingredientes de manual y de tribuna, no de elaboración profunda y escuela generadora de pensamiento, pero que por algunos resquicios fueron informando a las nuevas minorías guiadoras, llegando a madurar en grupos de intelectuales, marcando el perfil ideológico de las mejores publicaciones, determinando el estilo y los métodos de los movimientos.
Eso explica, de alguna forma, la nueva arquitectura de la sociedad civil en la época republicana. Por un lado la continua amenaza latente de intervención norteamericana si Cuba no lograba la estabilidad política, lo que Jorge Mañach llamaba “complejo de subalternidad… que impedía una política audaz, resuelta, creadora, plenamente responsable”;[5] por otro lado, una sociedad civil que, por debajo de ese complejo de las clases políticas, comienza a organizarse, a conquistar autonomía, a proponer con creatividad. No veo contradicción entre la visión de Mañach, más bien referida a la política oficial y a la subordinación de las estructuras estatales, y ese “mar de fondo”, ese movimiento sísmico incontenible que saldrá a la superficie del 1930 al 33 con la “revolución que se fue a bolina”-como dijera Raúl Roa- y que venía ya gestándose de diversas formas desde mucho antes por el capilar tejido de la sociedad civil republicana.
Así, van surgiendo iniciativas y espacios de inspiración marxista: la “Protesta de los Trece”, la Revista de Avance, un nuevo sindicalismo, un partido de “nuevo tipo” dan figura a una forma de ver la historia y de “hacerla”. Por otro lado, la Iglesia católica intentaba desembarazarse de su matriz española y funda en la misma década de los 20 las primeras organizaciones laicales de Acción Católica: los Caballeros Católicos en el 25, las Juventudes Católicas en el 28, la Agrupación Católica Universitaria en el 31. Ese proceso de cubanización, hay que decirlo así, fue especialmente fomentado por órdenes religiosas como los Jesuitas, los Hermanos de la Salle, los Dominicos, etc, aun sin abandonar totalmente su matriz española.
Estos últimos se adelantaron a la década del 20 creando el espacio, patrocinando la labor de laicos como el Dr. Mariano Aramburo y Machado, jurisconsulto católico e intelectual brillante, quien fundara el 26 de Octubre de 1919 la Academia Católica de Ciencias Sociales en los espacios que los dominicos cedieron en el nuevo Convento de San Juan de Letrán en el Vedado habanero. Esa Academia no se entretuvo en ejercicios utópicos del pensamiento sino que, a un año escaso de su fundación, presentó en el Senado de la República de Cuba el primer Proyecto de Código del Trabajo, el 20 de julio de 1920.
En sus palabras de presentación del Proyecto en el plenario del Senado, el Dr. Aramburo expresaba: “esta codificación, a pesar de lo mucho que fragmentariamente se ha legislado sobre la materia en casi todos los pueblos modernos, aún no se ha llevado a cabo en ninguna parte, siendo Cuba la primera nación en realizarla, por el esfuerzo de la Academia.”[6]
Eran estas iniciativas de la pujante sociedad civil a partir de la década crítica (1920-30), a mi forma de ver, las que marcaron, junto con otras muchas, el derrotero de lo más sano de la República de Cuba. Fue el camino hacia la adultez que aún no hemos alcanzado; pero, camino al fin, marcaba el rumbo. Creo que se ha escrito demasiado de la sucesión de gobiernos y dictaduras, de golpes de Estado e intervenciones norteamericanas, de revoluciones y metrópolis ya fueran española, norteamericana o soviética. Esta sigue siendo una historia contada desde arriba y desde fuera del seno de la sociedad civil cubana.
Es la historia del poder estatal, no del poder civil. Es la historia de los gobernantes, no de los ciudadanos. Es la historia de las veleidades políticas, que desconocen mucho y bueno de la audacia, la creatividad, y de la responsabilidad, decisoria en ocasiones, de las organizaciones cívicas intermedias. .
Marifeli Pérez-Stable, en su interesante libro sobre la Revolución cubana, precisamente titula el capítulo que abarca de 1902-1958: Política y Sociedad. Al leerlo, vino a mi mente ese contrapunteo que menciono en el párrafo anterior. Ella presenta hechos e interpretaciones: por un lado una República plattista que intentaba sostener su propia gobernabilidad, por otro y al mismo tiempo, en su propio seno, una sociedad que retaba la estructura y el funcionamiento, la honestidad y el decoro de esa misma estructura política:
“Contener a las clases populares se convirtió en la razón sine qua non de la República mediatizada… Como principio la clase política intentaba evitar la intervención… para la clase política la corrupción era la condición tácita de la estabilidad, mientras que para los Estados Unidos la mala administración del Estado era evidencia de la capacidad limitada de los cubanos para autogobernarse… Varias conmociones en diversos sectores no tardaron en desafiar la política de la república plattista. Durante la primera década del siglo veinte, los obreros de las ramas del azúcar, el tabaco, la construcción, los ferrocarriles y los puertos iban a huelga con relativa frecuencia.”[7]
Lo que Pérez-Stable llama “conmociones” deberán verse un día, cuando se escriba la historia desde ese otro ángulo, como “pujos” del parto de una sociedad civil protagónica (es decir, proto: primera; agónica: en la agonía, la lucha) de una República que aspiraba a la mayoría de edad.
Más adelante, en los años 30, “el cooperativismo provocó una amplia oposición. Los estudiantes de la Universidad de La Habana promovieron actividades antigubernamentales en las que exigía la autonomía universitaria y, a medida que la economía se deterioraba, la clase obrera se tornaba más combativa… se elevaba el número de organizaciones que se oponían al gobierno…”. La autora cita alguna de ellas: “La asociación revolucionaria ABC, el Directorio Estudiantil Universitario (DEU), El Partido Comunista de Cuba (PCC) y la Confederación Nacional de Obreros de Cuba (CNOC) a su vez replicaban a la represión oficial con su propia violencia. Incluso la clase política se dividió…”[8]
Una sociedad civil con carta de ciudadanía: la Constitución del 40
Con demasiada frecuencia, en estos últimos 40 años, se ha subrayado esta “historia” revolucionaria violenta. Y se ha desconocido en la historia republicana lo que podemos llamar, con razones sobradas, “otra revolución”: cívica, cultural, no violenta, gradual; vilipendiada por no ser todo lo radical que querían otros, pero ahora vamos descubriendo que la violencia revolucionaria sembró e hizo nacer nuevas formas de violencia, no sólo armada, sino desalmada, no sólo física sino psíquica y espiritual, en fin, una violencia antropológica.
En un callejón sin salida ha desembocado esa opción de una sociedad civil violenta y “guerrillera”, urbana o rural. Mientras que, sin ruido, sin historia escrita pero espesando la historia desde abajo, ha existido, creo, un entramado de organizaciones y movimientos sociales, un tejido sostenible y flexible, sin techos partidistas ni fronteras ideológicas excluyentes, a modo del acero en el hormigón (sostiene sin verse), a modo de fermento en la masa (la hace crecer sin cambiar su naturaleza), a modo de esperma en el óvulo (lo penetra, lo fecunda y engendra una nueva criatura), que sin violencia traumática pero con incansable e inalienable voluntad de cambio, ha venido haciendo la “otra revolución”, la que va adelantando el proceso de madurez cívica de la República cubana.
Considero que la Constitución de 1940 y la década que siguió pueden señalar la etapa, en este proceso, en la que la República pasó de la primera juventud a un compromiso más serio con su propia forja y destino. Pudiera decir que la sociedad civil encontró verdadera “carta de ciudadanía” en el articulado de aquella Constitución. Y no solo en su articulado, sino, y sobre todo, en la dinámica que provocó la Asamblea constituyente y la inspiración y consenso que aportó esa Carta Magna a todo el movimiento cívico de la década del 50.
Tengo la certeza de que, precisamente, por reconocer institucionalmente a las organizaciones de la sociedad civil, por proveerlas de espacios constitucionales, por crearles un marco legal asertivo y no coactivo, por darle a esas organizaciones un rol no antagónico con las estructuras del Estado, y no necesariamente opuestas a la clase política, sino creando un clima de concertación y cooperación, por todo ello, y por el ejercicio cívico y político que constituyó la redacción, el debate y la aprobación de la Constitución de 1940, es que ella misma se convirtió en un signo, en un punto de encuentro, en un proyecto viable y aceptable para la inmensa mayoría de los cubanos. Fue esto lo que dio al movimiento revolucionario, después del Golpe de Estado de Fulgencio Batista el más amplio apoyo popular de la historia republicana. Fue esto lo que favoreció que ese movimiento fuera plural y articulado en sus inicios, y no monolítico y excluyente como después que llegó al poder. Fue ese marco constitucional quien permitió que las organizaciones intermedias creyeran más en sí mismas, tuvieran espacio para entrenarse en la participación democrática cotidiana y no solo electoral, y que asumieran su propio protagonismo sin esperar por la clase política tradicional.
Los grupos de intelectuales como los que se reunieron alrededor de la Revista “Orígenes”, la Juventud Obrera Católica (JOC), la Juventud Ortodoxa, la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) de la época de José Antonio Echeverría, las Semanas Sociales Católicas de 1938 y de 1951, los movimientos cívicos como “El Comité Todo por Pinar del Río” (1948) y otros similares que se extendieron en otras localidades del país para el mejoramiento social, sanitario y cultural, las escuelas de Artes Plásticas, de Música, de Arquitectura, y los movimientos de compromiso social que generaron, las nuevas publicaciones católicas como La Quincena, El Mensajero y otras publicaciones religiosas y obras masónicas, las asociaciones de artesanos, comerciantes, profesionales, transportistas, tabacaleros; las cooperativas agrícolas y de servicio urbano; la red de Bibliotecas y Clubes de instrucción y recreo, mutuales de salud, sindicatos y sociedades culturales de todo tipo y tendencia, son solo una muestra, muy incompleta y somera, pero muestra al fin, de cómo creció y maduró la sociedad civil cubana entre 1940 y 1959.
La sociedad civil adulta de la década del 50.
La capacidad de convocatoria, el consenso logrado, las conquistas sociales, la mentalidad fraguada, el nivel de vida alcanzado, la vitalidad del entramado social, la consolidación de la cultura nacional, el ímpetu de la labor creadora tanto artística como técnica y científica, incluso la presencia digna de Cuba en la arena internacional (recordemos su papel en la redacción y debate de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la ONU, en 1948, con intelectuales y artistas como Guy Pérez Cisneros y Ernesto Dihigo), marcan una tendencia a la adultez en aquellas décadas de nuestra República, a pesar de la frustración del golpe de Estado de 1952en el plano político. Es la misma lógica de siempre, que venimos intentado hacer consciente en esta reflexión: mientras la gobernabilidad del poder político puede flaquear y frustrarse, incluso en épocas de florecimiento económico, el tejido independiente de la sociedad civil va, por su camino de autogestión y desarrollo, aportando un ethos y una praxis que salvaguardan, consolidan y hacen crecer la identidad y la soberanía de la nación, a pesar de los pesares.
Pudiéramos, incluso, llegar a constatar que lo que da verdadera consistencia a una nación no es ni siquiera su dinámica de gobierno político sino la solidez de su entramado y energía social. Pienso en viejos países de Europa que cambian con increíble frecuencia de primeros ministros y de gabinetes, que entran y salen de crisis y retiros de la confianza de su parlamento; sin embargo, son países que no pierden su estabilidad social, ni su crecimiento económico, ni su rol internacional, ni su gobernabilidad se hace insostenible aun cuando aparezca oscilante. Creo encontrar la explicación en el papel asignado a la estructura de gobierno, a la función estabilizadora de la sociedad civil, a la independencia del poder económico y a una plataforma jurídica de consenso que permite el respeto del juego democrático sin grandes sobresaltos.
Ello me lleva a pensar que mientras más fuerte sea el rol de la sociedad civil más reducido y eficaz será el papel regulador del Poder Político, como marco jurídico y garantía de la seguridad social. Y por lo contrario, mientras más absoluto y totalizador sea el poder del Estado, más débil y fragmentado será el papel de la sociedad civil que sobreviva a su control.
Esto explica una parte de la historia del siglo XX de nuestra República que aún no está escrita. Esto explica por qué el gobierno revolucionario, después de consolidarse en el poder político durante 1959, comenzó su más basta, compleja y callada maniobra: la campaña para desarticular el tejido de la sociedad civil, desmembrar y dispersar a las asociaciones y suprimir los espacios físicos, jurídicos y psicológicos en que los ciudadanos ejercían su soberanía desde abajo y entre las asociaciones en que se experimentaba cotidianamente la democracia como participación libre, consciente y responsable. Los rescoldos pacíficos y en las catacumbas que quedarían en la década del 60 permiten comprobar la resiliencia de la sociedad civil hasta el heroísmo callado, sencillo y cotidiano.
En su lugar, porque el lugar de la sociedad civil no puede permanecer vacío so pena de ser recuperado, la Revolución creó, sostuvo y controló, unas bien llamadas organizaciones “de masa” que no son más que correas de transmisión del poder político totalitario, ahora devenido, al agotarse el proyecto político y desfallecer la convocatoria de su ideología, en puro autoritarismo, sin más -como afirma el profesor Jorge Ignacio Domínguez en una de sus más preclaras reflexiones.
Considero que este es el mayor desastre cívico sufrido por Cuba en la segunda mitad del siglo XX. Fue un verdadero genocidio cultural. Esta es, pues, la explicación, tanto del fracaso antropológico de la revolución socialista en Cuba, como del inexplicable control que todavía ejerce en su ciudadanía secuestrada. Muchos piensan, desde fuera o desde lejos, o desde arriba, o desde su ingenuidad al valorar los autoritarismos de izquierda con los parámetros de los de derecha, para llamarlos con una terminología cada vez más ambidextra, que el control viene, en primer lugar, de la represión de los órganos de la policía política. Ese control existe y es real, pero resulta ser lo que Milán Kundera llama una pequeña mentira creíble a cuyas espaldas se esconda una inmensa verdad increíble: esa verdad, en el tema que nos ocupa, es que el control casi totalitario que se ha ejercido en Cuba durante estos 52 años sostiene su eje central en dos mecanismos que no se ven tanto como quisiéramos los que los sufrimos:
– Uno: el gobierno es el único empleador; por tanto, quien disiente se queda sin sustento para él y para la familia. Todas las otras opciones caen en la ilegalidad, y la ley de peligrosidad social.
– Dos: el gobierno desmanteló y clausuró los espacios y organizaciones de la verdadera sociedad civil, autónoma y participativa. Todos los demás espacios fuera de sus correas de transmisión caen en la asociación ilícita, la subversión y el clandestinaje.
Así pues, más de la mitad del siglo XX cubano transcurrió hacia la tendencia de un Estado fuerte, abarcador, paternalista. Era la versión cubana de todo el siglo XX en la cultura occidental con estados autoritarios por la derecha y totalitarios por la izquierda.
Algunas Iglesias, en cuanto pudieron, como institución religiosa, y por ende como parte de la sociedad civil, y no identificadas solo con algunos de sus pastores, pudieron escapar a este eje de control totalitario. Ellas alcanzaron mantener, a duras penas, un mínimo de autonomía. Ellas, sin duda, han sido un reservorio de concienciación y libertad. Hablemos de Iglesia en general: Ella fue durante muchos años el único espacio no totalmente controlado de entrenamiento para la participación comunitaria y ciudadana. Ella fue la única que logró sobrevivir al desmantelamiento, conservando su red de redes en pequeñísimas comunidades casi exiguas, pero testimoniantes de que no todo estaba perdido. Por esto mismo su responsabilidad es y será de marca mayor.
Yo viví en carne propia, y con espíritu sostenido por ella, ese tiempo de exilio interior y peregrinación por el desierto, ese tiempo de sobrevivencia del “resto fiel”. Nunca podré agradecer suficientemente a Dios y a esta Iglesia por ese resuello de vida y por aquel exiguo pero inspirador espacio de libertad y participación. A partir de estos nuevos “gérmenes” del siglo XX, de la misma matriz de los del siglo XIX, renacerá la sociedad civil cubana.
[1] Le Riverend, Julio. Prólogo a Entre cubanos de Fernando Ortiz. 2da. Edición. La Habana, 1987.
[2] Vitier, Medardo. Op. cit. pág. 300.
[3] Vitier, Cintio. Discurso en la Velada Cultural del ENEC. La Habana. 1986.
[4] Vitier Medardo. Op. cit. pág. 299
[5] Mañach, Jorge. Citado por el Documento Final del ENEC. Tipografía Don Bosco. Roma 1987, pág.38
[6] Aramburo, Mariano. Exposición al Senado del Proyecto de Código del Trabajo. Academia Católica de Ciencias Sociales. 1920. Biblioteca Nacional de Cuba. Citado por Salvador Larrúa en Presencia de los dominicos en Cuba. Universidad Santo Tomás. Bogotá. 1997, pág. 227
[7] Pérez-Stable, Marifeli. La revolución cubana. Orígenes, desarrollo y legado. Editorial Colibrí. 1998, pág. 77-78
[8] ibidem. Pág. 79