Por Carlos Sotuyo
Los perros
Tomó el café con los centavos que una anciana le regaló. Aceptó sin dar las gracias. Bebía lentamente, con sorbos delicados. Levanta la mirada para recibir la luz de la mañana que se abre sobre la ciudad. Tiene las manos sucias, la ropa sucia y rasgada. La gente se aparta de él, por el mal olor. Un mes antes lo encontré aquí mismo con ese bolso que se echa al hombro para llevar algo de comer y palos y frascos que recoge en los tanques de la basura. Hoy fue a sentarse al muro que está delante del Café, y se pasaba las manos por los ojos irritados. Entonces llegó el perro. Era un perro flaco, negro, que se movía ágilmente con la cabeza pegada al piso buscando restos de comida. El perro fue a donde el hombre a olerlo. El le pasó la mano por el lomo, y el perro se apartó, asustado. El hombre sacó un pedazo de pan del bolso, de un pan duro como un hueso y se lo echó al animal. El animal lo olió, le dio una mordida y lo dejó caer. El mendigo comienza a reír a carcajadas y el perro huye como golpeado y pasa la calle entre los automóviles.
1994, Cuba
El espejo
La tarde desciende y el hombre tiene a su primera nieta junto a él. Están sentados en el borde del piso del portal y miran hacia la calle tranquila que está delante y que alguna vez tuvo el extraño nombre del mar. La niña introduce sus dedos en un cucurucho de maní y devora, uno a uno, los granos. El maní tiene sal y ella y el abuelo están en silencio. El viejo usa un traje de oficial del ejército y es más bien pequeño. Sin palabras, mira a la niña, toma el cucurucho y saca unos granos. Lo devuelve. Mastica delicadamente y la sal con el maní le va cayendo con la saliva por el esófago.
1994, Cuba
Un hombre
Este es uno de esos ancianos que conocimos cuando niños y ya somos adultos con hijos y ellos parecen tener la misma edad y el mismo aspecto de siempre. Me sorprende, por eso, la presencia de este hombre. Anda cabizbajo como quien arrastra algo enorme; pero aun levanta los ojos. En sus manos lleva brochas o pequeños espejos o cualquier otra cosa hecha rudamente y que ofrece con temor, con voz apagada, como si el presunto comprador pudiera responderle con un golpe o una ofensa. Muy pocos le compran. Por eso todos los días elige calles diferentes de la ciudad y ruega a Dios le permita vender lo que lleva. Camina medio cojo por el dolor de una pierna. Mira al sesgo cada rostro que se aproxima. Trata de reconocer al comprador. No dice nada, sino que le pone a uno, delante, las objetos. Y uno se aparta, y sigue. Regresa a la casa cuando no puede más con la pierna. Entonces trabaja para fabricar lo suyo. En la tarde y la noche temprana se escuchan los golpes de martillo. Tiene la concentración de un orfebre. Cuando habla dice que lleva una vida tranquila.
1994, Cuba
Últimas palabras
Supe que estaba muerto cuando vi los rostros de mis amigos en las paredes, en los extraños que pasaban, en las piedras. Sabía que ellos no estaban conmigo, sino lejos, en otra parte, vivos. Si los miraba fijamente desaparecían: volvían a ser pared, piedra, ojos diferentes que hablaban otra lengua. Iban como animales que huyen.
Sentí el sol y comprobé que mis manos estaban duras, aun tibias, solas, perdidas en mí.
Sin embargo, era feliz. La calma y la certeza de ser me embriagaban. Pude creerme Dios por un momento, pero no, miraba desde mi cuerpo. Era un lugar blanco y desamparado y de mucho silencio.
Durante mi vida anterior advertí el hecho de que todos somos parte de una misma sustancia que se expande.
Por eso, al verme ahora aislado sé que estoy muerto. Mis amigos, mis hermanos y mis padres deambulan en un filme, a varios metros de mí. Nunca responden a mis gritos. ¿Cómo van a sentir a alguien que está ya en el fondo de la caverna?
Ruego a quien me escuche que venga adonde estoy.
1998, Miami.
Escenas cotidianas
— Creo que te conozco, — dijo ella — te he visto en algún lugar.
Habíamos hablado de su dolor y ella notó cómo su gravedad pasaba a mi gravedad. Era la primera vez que la encontraba: veníamos de tierras diferentes, y estábamos en una tercera tierra.
— No, nunca antes nos hemos visto. Por lo menos no en la presente existencia — dije.
Ella sonrió.
— No creo en existencias anteriores — dijo.
— Pudiera ser — Dudé.
— Estoy segura que te conozco — dijo y miró a mis ojos como quien busca en la pared.
Entonces comprendí todo y lo dije más o menos así:
— Sí, me has visto antes. Esta mañana en el espejo cuando te mirabas fijamente a ti misma. Ahora simplemente te reconoces en mi rostro.
Carlos Sotuyo
Cubano. Vive en Miami.
Es miembro del Instituto de Estudios Cubanos (IEC)