Por Miguel A. Bretos
En el frontis del mausoleo se leía “García Etchegaray” en elegantes letras de bronce. Era uno de los más opulentos en el cementerio de Matanzas. El mármol gris jaspeado se trajo de Italia a gran costo, y las tapas de las bóvedas salieron tan pesadas que seis forzudos sepultureros apenas podían moverlas de lado con gran esfuerzo. Detrás de las bóvedas se alzaba un crucifijo de mármol y bronce de un metro de alto, y al costado un cantero con su banco también de mármol. Allí crecía un ciprés que llegó a más de cuatro metros de altura antes de que lo derribara un huracán, llevándose en su caída al crucifijo.
Al ser bendecido solemnemente en enero de 1953 por el padre Domingo, el párroco de Pueblo Nuevo, el mausoleo estaba flamante y vacío, tan vacío que daba miedo. Medio en serio y medio en broma, los seis hermanos García Etchegaray se preguntaban cuál de ellos sería el primero en ocuparlo.
Todo hacía suponer que el honor le correspondería en su momento a la venerable materfamilias, Isabel Etchegaray, viuda de García Pelayo. Tal vez por eso es que doña Chavela simplemente rehusaba morirse. “Yo no tengo apuro,” decía. “Nadie se va la víspera, y mucho menos para probarse un mausoleo. Solavaya.”
Doña Chavela frisaba los noventa, pero tenía la vitalidad de una mujer mucho menor. Dotada de una memoria prodigiosa para sus años, manejaba un burlón sentido del humor rayano en la crueldad. Caer víctima de su afilado ingenio era temible. Nada le divertía más que desinflarle el globo a algún pedante o tirarle una cáscara de plátano al paso de algún engreído. “Conmigo no se puede comer caca,” era su lema, repetido con brutal franqueza a cuantos estuvieran en peligro y al alcance de sus proyectiles.
Un día su hijo mayor, Lorencito—quien insistía en ser llamado Lorenzo Jr.—se presentó con una cuña Jaguar que había comprado en Londres y acababa de sacar de la aduana. Doña Chavela bajó al portón a ver la cuña. “¿Cuánto pagaste por esto, Lorencito?” Ufano, Lorenzo Jr. le respondió. Doña Chavela meneó la cabeza: “Tanta plata, mijito, y te la dieron sin el asiento trasero.”
La vida de doña Chavela era metódica. Era de misa y comunión frecuente. Cuando los achaques le hicieron imposible ir a la iglesia, el padre Domingo le traía el viático los días de guardar, y a veces se quedaba a almorzar. El viático se recibía en el oratorio adonde doña Chavela veneraba a sus santos. La distribución de las imágenes después de su muerte se hizo por lotería, como si fuesen las vestiduras de Cristo. Tomó todo un día. A mi abuela Virtudes, que era su hija, le tocaron San Sebastián y la Virgen de Fátima, pero después de varios trueques y cambalaches logró sacar al San José, su patrono, el único que verdaderamente le interesaba.
Fue en derredor de la mesa de doña Chavela que se tomó la decisión de construir el mausoleo durante una de las juntas anuales de accionistas de “la compañía.” “La compañía” era lo que quedaba de la enorme empresa azucarera que habían levantado a brazo partido doña Chavela y su esposo asturiano, Lorenzo García Pelayo. En su apogeo–las famosas “vacas gordas” de Menocal–Lorenzo García Pelayo, S.A., había controlado dos centrales, “Adelaida” y “Avance”, y setecientas caballerías de la mejor tierra de Cuba en el corazón de Matanzas. Los dos centrales distaban unos veinte kilómetros, y Lorenzo alardeaba de poder ir a caballo del uno al otro sin pisar tierra que no fuera suya.
Lorenzo había muerto en 1930 y, por su expresa última voluntad, había sido enterrado en el cementerio del Central Adelaida, su ingenio favorito. El ingenio había sido fomentado por un Edward Thompson de Philadelphia, Pennsylvania, allá por los 1830’s. Thompson era médico de profesión, y tanto él como su mujer e hijo estaban enterrados allí. Se decía que la señora de Thompson había sembrado el algarrobo del cementerio hacía casi un siglo. Lorenzo y Chavela lo habían dotado de una hermosa verja, una capilla y una fosa-osario adonde tenían derecho a enterramiento los empleados de la empresa por una cuota única de cinco pesos.
En 1936 el ingenio se perdió. Como casi todos los centrales cubanos, el Central Adelaida arrastraba una cuantiosa hipoteca. Los bajos precios del azúcar provocaron la mora, el banco comenzó las gestiones para tomar posesión por vía de apremio, y el ingenio se fue a volina. Los restos del fundador quedaron, como quien dice, en tierra de infieles.
El Día de Difuntos de 1956, mi abuela Virtudes y mi tía Angélica fueron al central a limpiar la tumba del prócer. Yo fui de pasajero en el asiento delantero del Packard azul de mi tío Adolfo, al lado de Valentín, el chofer. Al llegar al batey, las dos mujeres fueron inmediatamente a la oficina a pedir permiso para entrar al camposanto. Cerca de la puerta del edificio de la administración, Virtudes notó un par de planchas de mármol para que la gente se limpiara los pies.
“No lo puedo creer,” dijo con voz airada. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, le dió la orden a dos obreros que andaban por allí con sendas guatacas de voltear las planchas. Nadie osaba desobedecer a mi abuela cuando daba una orden, y los dos obreros prontamente le dieron la vuelta a las pesada placas de blanco mármol de Carrara encardinadas por la tierra colorada de Matanzas. Con una escoba removieron lo mejor posible la tierra apisonada contra la inscripción.
-“Ves, Angélica?” dijo Virtudes conteniendo la ira a duras penas. La lápida de la izquierda decía “Sacred to the memory of Edward T. Thompson, MD, of Philadelphia, Pennsylvania. Passed from this life at the Yngenio Adelaida the 13th of May, 1849, and his beloved wife, Sarah, of Hanover, New Hampshire, who died on the day of the Lord’s Epiphany, January 6, 1852.” La segunda lápida decía, “Ezra Thompson, born in Philadelphia, Pennsylvania, June 24, 1840, died in Matanzas, September 1, 1884.”
— Virtudes irrumpió en la administración del ingenio como una tromba. “¿Adonde está el administrador? Parece mentira tal barbarie. Parece mentira.”
–Virtudes, -dijo tía Angélica- “Estáte tranquila, acuérdate que esto ya no es nuestro.”
–“No me importa de quien sea. Esto es intolerable. El problema de Cuba es que se ha perdido el respeto a todas las jerarquías, a todas las instituciones. ¿Te imaginas, Angélica, lo que significa limpiarse las botas sucias en la lápida de los fundadores del ingenio? ¿Adonde va un país con esos valores?”
–Señora, -dijo un hombre en traje de campo que salió de una oficina,- “¿en qué puedo servirla? Yo soy el administrador, Segundo López. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
–Con Virtudes García Etchegaray. Y esta es mi hermana Angélica.
El hombre en traje de campo se ruborizó.
–Me acaban de decir que usted tiene un problema con las lápidas. En efecto, estamos vaciando el cementerio porque va a utilizarse parte del terreno para un taller mecánico. Le aseguro que las lápidas fueron puestas a la entrada por un error. Tiene usted mi palabra de que las pondremos en un lugar adecuado.
–¿Y la tumba de nuestro padre?
–Le aseguro que está a salvo. Nada sucederá allí.
Virtudes apenas abrió la boca en el viaje de regreso. Al llegar a Matanzas le dijo a Angélica: “Creo que no va a ser mamá, ni Lorencito, ni tú, ni yo, ni nadie sino papá quien estrene el mausoleo. Va a tocar traerlo.”
El día que fueron a recoger los restos de don Lorenzo amaneció esplendoroso. Adelante iban mi abuelo Luis y tío Adolfo en el Packard con Valentín al timón. Con ellos iba el padre Domingo para rezar el responso. Lorenzo Jr. seguía en la cuña Jaguar, y después la carroza de la Funeraria Torres, una maravilla barroca montada sobre un chassis La Salle de 1921, erizada de querubines, coronas y lambrequines de peltre, lista para recibir el ataúd del patriarca.
La cercanía de Adelaida se hizo patente por el fuerte olor a mostos en el aire—el central estaba en plena zafra. El cementerio estaba poco menos que abandonado junto a su antiguo algarrobo. Las lápidas de los Thompson no aparecían por ninguna parte. Dos bóvedas vacías denunciaban la presencia de las viejas sepulturas. El cuadro era de una total desolación.
La bóveda de don Lorenzo parecía estar intacta aunque las hierbas que la rodeaban llegaban hasta la cintura. Cuatro forzudos negros habían chapeado el entorno del mausoleo y movido la tapa. En el fondo de la bóveda estaba el féretro del patriarca, al parecer en bastante buenas condiciones. Uno de los enterradores bajó a la oquedad armado de una faja que insertó en las barras de metal al costado del féretro. Una a una, se insertaron tres fajas más hasta que cada miembro de la cuadrilla estaba en posesión de una faja calzada al hombro y enroscada en el antebrazo. “Uno, dos, tres, jalen!” se oyó una voz. Los molleros se hincharon que parecía que iban a explotar, y nada pasó. Se repitió la maniobra: “Jalen!” y nada.
Un tercer intento y el féretro cedió. Se oyó un chasquido como de algo que se parte. Los operarios por poco se caen al aflojarse súbitamente las fajas. “Se quebró por debajo,” dijo uno de los cuatro, asomándose a la fosa. “Vamos despacito,” dijo otro, y comenzaron de nuevo a halar parejo. Poco a poco, la tapa del féretro asomó a la superficie. “Está desfondado,” dijo el capataz de la cuadrilla, “no en balde pesaba tan poco.” Con cuidado, depositaron el herrumbroso cascarón sobre la tierra colorada.
Abuelo Luis, Adolfo y Lorenzo Jr. se asomaron a la bóveda. En la penumbra del fondo alcanzaban a divisarse huesos y trozos de tela de lo que había sido la mortaja de don Lorenzo. “Me acuerdo del traje de paño gris con que lo enterramos,” dijo Lorenzo Jr. “Ahí está.” Abuelo no pudo contenerse y comenzó a reírse. “El Viejo siempre los tuvo bien puestos. No quería irse de aquí y ya no sabe como decírnoslo. Es una pena tener que llevarte, Lorenzo. Perdónanos.”
El padre Domingo se acercó al borde de la bóveda. Sacó de un pequeño maletín un roquete de encaje, una pequeña estola color violeta, y una botellita llena de agua bendita. Se puso el roquete y la estola e hizo la señal de la cruz. In nomine Patris, et Filius, et Spiritus Sancti… Todos se santiguaron menos Abuelo, que entonces era poco menos que ateo. Uno de los negros extendió la mano y el padre, instintivamente, se la roció con el agua. El hombre se llevó la mano respetuosamente a la cabeza. El párroco de Pueblo Nuevo tomó la botellita y roció con el agua bendita el interior de la bóveda, rezumante de humedad. Libera me, Domine, de morte aeterna in die illa tremenda quando Coeli movendi sunt et terra dum veneris iudicare saeclum per ignem…
Hubo que esperar tres horas más hasta que llegara de Matanzas una caja de osario de plomo. Caía la noche cuando se acabaron de acomodar en la caja los restos de Lorenzo García Pelayo. “Mucho cuidado y ojo a los huesos,” dijo el viejo Mabiala. “Por aquí trabajan muertos y don Lorenzo es un muerto muy fuerte.”
En derredor del cementerio se había congregado un gentío entre curioso y reverente. Unos cuantos llevaban velas encendidas. Las nuevas de que don Lorenzo quería quedarse en Adelaida habían cundido por el batey, y el que más y el que menos tenía su cuento del viejo patrón. “Era muy bravo,” dijo Jacinto, un curtido machetero que lo había conocido bien, “pero fue el mejor de los gallegos que vinieron a Cuba.”
Estaba ya oscuro cuando la comitiva fúnebre salió para Matanzas. Abuelo mandó detener el carro en el entronque de ferrocarril y miró hacia atrás. El ingenio estaba todo iluminado, y el ruido de los trapiches se escuchaba aún, apagado por la distancia. Abuelo bajó la ventanilla y respiró profundamente el aire embalsamado por los mostos. “Vamos,” le dijo a Valentín después de unos minutos. Despacio, el carro atravesó las líneas férreas, una a una. Los mostos y el rumor de los trapiches quedaron atrás.
La caja conteniendo los restos áridos de Lorenzo García Pelayo fue depositada en el mausoleo de mármol gris jaspeado el 19 de diciembre de 1957. Dos semanas después moría doña Chavela. Murió repentinamente, al levantarse de la mesa después de almorzar.
Según el testimonio de algunos que dijeron haberlo visto, don Lorenzo se había aparecido en Adelaida varias veces en su traje de paño gris, siempre al caer la noche, debajo del algarrobo, hasta que lo talaron allá por 1970, durante la zafra de los Diez Millones.
Dr. Miguel A. Bretos
Historiador y Curador. Vive en Quebec, Canadá