Narrativa – Amor Imposible

Por Eduardo Martínez Rodríguez. E-Maro.
Había pasado tantas veces por allí, tantas veces había fijado la mirada en la ecuestre estatua de bronce. Tantas veces había admirado la Diosa Palas Atenea como si estuviera aún en su templo en la antigua Atenas majestuosamente sentada. Había escrutado todos los detalles mas no había visto nada. A veces sucede que miramos al bosque y no vemos los pinos.
Generalmente los domingos compro la prensa de la Ciudad y me entretengo mucho con su lectura. Uno de los de mayor tradición es el Juventud Rebelde, pero este ya se había agotado, por lo cual adquirí el Tribuna de La Habana de menor tirada. Me fui hasta la parada del ómnibus leyendo mientras avanzaba a punto de tropezar con cuanto paseante me encontraba. La ruta 404 siempre se demora mucho y tuve el suficiente tiempo para leer la primera página. Llegó el transporte y me senté. En una de las páginas interiores, no recuerdo cuál, me fijé en la fecha: 6 de julio de 1986. Fue este un dato que no se me va a olvidar jamás por la fuerza con la cual se me grabó en la mente y en los ojos cuando comencé a leer un reportaje acerca de la restauración del memorial al General Máximo Gómez Báez sentado sobre su caballo mirando al norte en la rotonda de acceso al túnel bajo la entrada de la bahía.
Por desgracia, en este momento el periódico tiene muy buena impresión y digo por desgracia porque la reproducción de las fotos tiene tal nitidez que en ellas podía apreciarse hasta el más mínimo detalle. En el trabajo periodístico se describían los detalles escogidos por no recuerdo cuál escultor italiano, pues no pasé más allá de las primeras líneas. En una de las primeras fotos aparecían cuatro caballos salidos del mármol banco del pedestal de la estatua saltando hacia el espacio, encabritados, como en un intento inútil de arrastrar a toda la estructura.
Sobre ellos hay tres mujeres, no en actitud de montar, sino en posiciones un poco difíciles de comprender; pero yo apenas me fijé en dos de ellas, ni en los caballos, ni en la Diosa o la muchedumbre de mármol y bronce que sostiene al mausoleo de la patria con sus catorce columnas dóricas, en cuya cima monta el General su corcel. Apenas todo aquello fue un destello en mis ojos. ¿Quién confirió a algunos artistas el poder de infundir vida a objetos inanimados?
Los minutos que siguieron los pasé observando una sola foto, admirando un pequeño detalle que llamó poderosamente mi atención: la tercera mujer, la tercera beldad de bronce, la tercera escultural figura en medio de los caballos.
La guagua cruzó el túnel bajo la bahía y creo que debo decir que me bajé en la próxima parada regresé directo y un poco preocupado caminando hasta el memorial al General. Le di la vuelta. La luz que venía del norte bañaba la estatua del hombre en el rostro y lentamente bajé la mirada buscando el esculpido cuerpo de la bellísima mujer.
Allí estaba, desnuda y dorada como si se hubiera aplicado crema bronceadora para que los rayos del sol no le hicieran daño. Graciosa y elegante se reclinaba sobre los cuatro caballos en una posición muy desenvuelta que brindaba a la vista, grandioso regalo, todos sus encantos de mujer. El noble animal suspendiendo momentáneamente el desenfreno, vuelca su cabeza hacia atrás en un gesto dulcemente cortés de escuchar al oído cuanto la joven ha de decirle.
Incomprensible visión de fuerte dinamismo en contraste con la lánguida estaticidad de la muchacha. Sus ojos parecen disfrutar de lo perplejo de mi expresión y una sonrisa maliciosa altera mis sentidos. El último obrero que la había barnizado debió haber sentido algo parecido a mis emociones, pues incluso en la parte del pubis, el vello se destacaba más oscuro con inusitada fuerza.
¿Cuánto tiempo estuve allí admirando a aquella mujer? ¿Cuánto tiempo estuve allí observando furtivamente a los lados para que nadie viniera a recriminarme estar fisgoneando donde no debía? ¿Cuántas veces tuve miedo de que aquella mujer se despertara? No lo sé.
Lo único que me preocupa es que cada vez dedico más tiempo a contemplar la estatua. Cada día salgo del trabajo ansioso a conversar sin palabras no ya con el bronce inanimado, sino con mi amante quien nunca dice nada y todo lo acepta, hasta las caricias y las lágrimas por un amor imposible.
Escrito el 9-7-86.
Eduardo Martínez Rodríguez.
(Villa Clara, 1957) Escritor.
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