«Habrá fuego y habrá sangre: habrá lágrimas y habrá luto; familias sin padre; hogares sin familia. Pero habrá también almas de héroes en cuerpos de mujeres: habrá en Cuba Lucrecias como en Roma; Carlotas como en Francia; Martas Washington como en los Estados Unidos; Policarpas[1] como en Colombia; habrá mil esposas como la de Joaquín de Agüero, que al estrecharlo entre sus brazos a la hora de partir para el combate, no le llora, sino le sonríe; no lo detiene con sus lágrimas, sino que lo anima con sus miradas de entusiasmo; no le pide que se quede, sino que vuelva, –como decían las espartanas –, o vencedor o muerto, por su patria y por su honor!»[2].
Miguel Teurbe Tolón
Los historiadores de todas las épocas han recogido los hechos de valor de héroes, conspiradores, generales, expedicionarios y soldados de las guerras de independencia de Cuba. Hemos levantado muchos monumentos a todos ellos y sus reliquias se encuentran hoy en museos y lugares históricos. Sus proezas aparecen en libros, enciclopedias, y discursos, y hasta se han producido películas recordando sus hazañas. Fueron los hombres los grandes luchadores que se merecían eso y mucho más. Pero la historia también la hicieron las valientes mujeres cubanas. Después de terminada la guerra de Independencia y como profetizando, el historiador camagüeyano, Francisco Arredondo y Miranda [3] escribía: «la historia más tarde rendirá tributos de admiración a nuestros héroes, dará a conocer sus nombres; y para estas abnegadas mujeres, seguramente el olvido».[4] Así precisamente sucedió y ha seguido sucediendo. La presencia de la mujer ha quedado inadvertida por nuestra historiografía; nuestras mujeres no han recibido el debido homenaje ni reconocimiento, y han quedado en la penumbra de la historia. Hoy vamos a recordarlas y a mostrar su valentía y sacrificios durante su peregrinar por el siglo XIX.
Tan temprano como 1810 la cubana ya se significa por su actuación en favor de la soberanía. Las mujeres empiezan a vestirse de azul y a lucir un lazo azul en el cabello como una forma de afirmar su cubanía. Llevar el cabello suelto en vez de recogido, como era la moda española, también simbolizaba su anhelo por la independencia. Nunca la mujer cubana había exteriorizado sus pensamientos ni había actuado independientemente. Eran las costumbres y las creencias arcaicas de entonces que no dejaban a la mujer ni estudiar, ni salir sola, ni testar, ni evolucionar igual que el hombre. Pero ahora llegaba el momento de protagonizar un nuevo capítulo en la historia del país, y las veremos destacarse en las primeras conspiraciones. Era el momento de probarle a la sociedad de que ellas podían actuar, pensar, y luchar por la libertad igual que el hombre. Así vemos a Candelaria Rosell, esposa de Joaquín Infante, involucrada en la Conspiración de 1810 que dirige su esposo. En la Conspiración de Aponte[5] está comprometida María de la Luz Sánchez; Carlota Mora en la de Domingo Goicuría[6], y Pepilla Arango y Manano, emparentada con Francisco de Arango y Parreño,[7] auxilia al poeta José María Heredia[8] quien es perseguido por los españoles por su implicación en la Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar. Pepilla le brinda protección a Heredia en el ingenio Los Molinos de la Marquesa cerca de Matanzas, que era propiedad de sus padres, y allí lo esconde y le salva la vida. Pero esto era solo el comienzo. Las mujeres cubanas se distinguirían por mucho más.
La lucha por la libertad contó con unos cuantos cerebros excepcionales como fueron los de Carlos Manuel de Céspedes, José Martí, Máximo Gómez, Calixto García, Ignacio Agramonte, Antonio Maceo, y otros. Pero también tuvo mujeres extraordinarias como María Cabrales, Bernarda Toro, Amalia Simoni, Concha Agramonte, Cristina Pérez, Luz Palomares y Magdalena Peñarredonda, por solo mencionar algunas. Estas mujeres se unieron a la insurrección junto a esposos, padres, novios y hermanos, y se fueron a la manigua redentora, y laboraron en las ciudades o lucharon desde el exilio. El peligro las acechaba, pero nada las detenía y estaban dispuestas a todo, inclusive a morir por su país.
¿Qué era irse a la manigua? Ir a vivir al campo, que podía ser un paisaje montañoso, una llanura fértil o un lugar pantanoso e inhóspito. Estar en la manigua era vivir a la intemperie y en condiciones sumamente hostiles, a veces sin siquiera tener una hamaca o una estera donde recostarse; alimentándose de lo que se pudiera conseguir, o permaneciendo sin comer por varios días. Hubo semanas en las que las familias de los insurrectos se alimentaban con majás silvestres, o cocían las pieles encontradas en ranchos abandonados. Conseguir los alimentos era muy difícil, sobre todo por la carestía de carne vacuna en las zonas de combate. Por ello, los que estaban en los montes se veían obligados a comer cogollo de palmas, bledo, ceiba, majás o sacrificar sus propios caballos[9]. Cocinar también era un asunto complicado. En una ocasión los mambises de un campamento en Las Villas utilizaron cuatro campanas como ollas. El pan, la galleta, el azúcar, el café y la sal se volvieron alimentos casi inexistentes. En el campamento de Cambute, en una zona de la Sierra Maestra llegaron a comer ratones y lechuzas, y llegado el momento de la escasez, con una jutía comía una partida completa de insurrectos, como describió Ignacio Mora[10] en sus notas: «hemos comido de una sola hutía [jutía] 25 personas; es decir, que hemos bebido caldo y sin sal. ¡Bendito Dios![11]». El hambre y las necesidades no faltaban en la lucha diaria.
El general Federico Fernández Cavada[12] afirmaba en carta a un conocido que las mujeres mambisas vivían: «escondidas en lo más oscuro de los bosques sufriendo hambre, desnudez y enfermedades; expuestas a la cólera brutal de la soldadesca inhumana que las persigue sin tregua […]». Y añade Fernández Cavada – «con alguna razón se ha dicho que esta es la guerra de las mujeres».[13] Cuando Antonio Maceo decidió pasar la trocha[14] de Mariel a Majana, pidió un experto guía para el camino. Le enviaron a una intrépida mambisa pinareña, nada menos que a Adela Azcuy Labrador.[15] «¿Cómo me mandan a una mujer?», cuentan que dijo Maceo. «General, esta no es una mujer, ¡es una fiera!», le contestó uno de sus oficiales.[16] El coronel Miguel Banegas afirmó después: «no podía imaginarme una mujer tan valiente. […] sentí admiración por esta patriota que lo mismo combatía, que prodigaba sus servicios a los heridos, tanto cubanos como españoles, pues a este efecto su bondad no reconocía exclusiones»[17].
Nuestras mujeres aprendieron el constante sube y baja de las lomas, a pie o a caballo; tuvieron que vadear ríos; soportar los temporales y el viento; pasar calor agobiante o frío intenso en las montañas. Realizaron largas caminatas por caminos difíciles o por trillos que, por lo tupido de la maleza, tenían que abrirse paso con los machetes que muy pronto aprendieron a usar. Otras pasaban las noches de lluvia al descubierto protegiéndose quizás con una yagua, atacadas constantemente por mosquitos y jejenes. Estaba también el difícil reto de cuidar de los hijos pequeños, ¿qué les darían de comer?, ¿cómo explicarles lo que estaba pasando? Ellos no comprendían aquel sacrificio tan grande. En cuanto a las mujeres que tomaban la decisión de quedarse en las ciudades y poblados, tendrían que convertirse en cabeza de familia del día a la noche al marchar el esposo a la guerra, viéndose con la responsabilidad de cuidar y mantener a la prole, tomar decisiones, y siempre estar expuestas a torturas y violaciones sin tener al esposo cerca que las defendiera.
A todo este panorama se le añadía el perenne acoso de las tropas españolas, por lo que debían estar siempre alerta y en constante movimiento, teniendo que a veces hacer uso del fusil. Me parece ver a Isabel Vázquez Moreno, la esposa de Perucho Figueredo[18], corriendo por la manigua con uno de sus hijos de la mano, huyendo aterrorizada de los regimientos españoles. O a Candelaria Palma, la madre de Tomás Estrada Palma, quien ya muy mayor decide seguir a su hijo a la manigua y allí sufre la guerra. Pero un día es apresada por los españoles y obligada a caminar varias leguas y luego la dejan abandonada en la serranía. Fernando Figueredo Socarrás[19] nos ha dejado esta estampa dolorosa de Candelaria:
«La anciana vagó sin rumbo por los bosques manteniéndose con las frutas silvestres que encontraba al paso, hasta que extenuada por el hambre y la fatiga decidió no caminar más y esperar sus últimos momentos sentada en una roca. La casualidad hizo que un pasajero amigo la encontrase y la devolviese a su hijo. ¡Infeliz anciana! No tuvo fuerzas para resistir la emoción del encuentro y en los momentos de estrechar a su idolatrado Tomás en los brazos, murió con la misma santa tranquilidad con que había vivido».
No pocos niños nacieron en los campamentos insurrectos, pero dar a luz en la manigua podía devenir en una verdadera tragedia. Las penurias de la vida insurrecta detuvieron el flujo de leche materna por lo que la subsistencia de los niños se convirtió en una desgracia. En Camagüey un mambí descubre una escena dolorosa: «[…] solamente hallamos en este [bohío] a una pobre patriota sumamente extenuada que tenía en una cama de cujes a un niño como de 3 o 4 años, convertido en un esqueleto con vida. Al preguntarle el general Díaz de Villegas que qué era lo que tenía el niño, ella le contestó: ‘se muere de necesidad; hace pocos días se me murió uno de año y medio […]’. Al aconsejarle que se presentara[20] colérica contestó: ‘¡no, jamás!’»[21]. La dignidad estaba por encima de todo. Ella se sacrificaba y sacrificaba a sus hijos antes que entregarse a los españoles.
¿Cuál no sería el dolor, la locura, el desespero de aquellas madres si morían sus hijos? A Bernarda Toro de Gómez, la esposa del general Máximo Gómez, se le mueren dos hijos pequeños, Margarita y Andrés. A Isabel Vélez Cabrera, la esposa del general Calixto García, se le presentan los dolores de parto el 13 de abril de 1869 en las llanuras del río Cauto. El hecho ha quedado relatado en las memorias de Carlos, un hijo de Calixto, que explica lo que sucedió cuando el oficial mambí, Antonio Mangual y dos soldados de su tropa pasaban por aquella zona. Dice Carlos en sus memorias:
«estaba en el monte en San Pedro de Cacocum nuestra familia, incluida mi abuela Lucía, y desde lejos con un delantal como bandera de señales, Lucía llamó a que viniera alguien a construir una cama de cujes y un colchón con una corona de hojas plátanos para mi madre Isabel Vélez que estaba con dolores de parto. Estos oficiales acudieron y realizaron el trabajo teniendo también que cortarle el ombligo al recién nacido», termina narrando Carlos.[22]
Otras muchas mambisas auxiliaron a los soldados que caían heridos o estaban enfermos. La intrépida capitana de sanidad, María de la Luz Noriega, a quien Maceo llamó «la reina de Cuba», curaba a los soldados junto a su esposo, el Dr. Francisco Hernández, hasta que un día los españoles los sorprendieron. «La fidelidad conyugal iluminó el alma heroica de Luz Noriega», escribe en sus memorias el general Enrique Loynaz del Castillo[23]. Dice Loynaz del Castillo:
«Podía huir; no había sido vista, pero prefirió inmolarse junto a su esposo. Llegó –ella tan altiva– a suplicar por la vida de él. Y al oír la orden feroz de machetearlo, se abrazó a él para juntos morir. Amarrada, viendo en su desesperación caer a machetazos al compañero de su vida, sollozó por vez primera en la guerra».
La historiadora habanera, María del Carmen Muzio, añade sobre la patriota: «de gran belleza, [Luz] lo mismo servía de enfermera en los hospitales de sangre junto a su esposo, que combatía, a caballo, con su rifle o su revólver. Participó en cruentas batallas: Paso Real de San Diego, Río de Auras, Moralitos y Hato de Jicarita»[24]. Pero tras la muerte del esposo, prisionera en Isla de Pinos, vive abrumada por todo lo ocurrido. Había muerto su amado esposo de forma trágica y a ella se le había muerto el alma, para más tarde morir su cuerpo al suicidarse en Matanzas, en agosto de 1901.
La capitana Rosa Castellanos Castellanos, conocida como La Bayamesa, era una negra luchadora y enfermera; lo había sido en las dos guerras. Tenía un hospital de sangre escondido en la sierra de Najasa a donde va Máximo Gómez a visitarla un día. «Yo he venido con mis ayudantes expresamente para conocerte», le dijo Gómez. Y luego añadió: “de nombre ya no hay quien no te conozca por tus nobles acciones y los grandes servicios que prestas a la patria». Como Rosa, hubo otras enfermeras destacadas: Dominga Moncada, Rosario Dubrocá quien dirige un hospital en Jagüey Grande; Ángela González Tort en Holguín, quien también fue abanderada y combatiente, y la farmacéutica Mercedes Sirvén Pérez-Puelles, que marcha a la manigua con todo el inventario de su farmacia y sus conocimientos de medicina por lo que es galardonada con el cargo de comandante, siendo la única mujer con ese cargo en el Ejército Libertador.
La mujer mambisa desempeñó otra labor importante que fue la de trabajar en los talleres en lo intricado de los bosques cubanos, empleando materias primas, como el árbol del algodón para hacer hilos con los que fabricar hamacas, sandalias y también sacos conocidos como jolongos, donde los soldados llevaban algo de comer. También utilizaban muchos tipos de hierbas para elaborar sombreros para los soldados. Y se confeccionaron cientos de banderas cubanas y muchas escarapelas[25] que colocaban los soldados en los sombreros de yarey. También las mujeres se prestaron como agente de inteligencia, haciendo el papel de espías en los pueblos. Entre ellas está Trinidad Lagomasino de Sancti Spíritus, que observaba el movimiento de las tropas españolas y luego llevaba los mensajes y la información de logística a la manigua. Hay una anécdota que muestra el valor de Caridad Agüero Betancourt quien fue en un viaje a Nuevitas para llevar correspondencia comprometedora. Llegó Caridad a pie a la estación del ferrocarril con una pesada maleta en sus manos. Subió al tren, y al llegar a Nuevitas se le realizó un minucioso registro, pero no le encontraron nada ya que la correspondencia que transportaba estaba escondida entre los barrotes huecos de la jaula de un perico que llevaba.
Hacía también espionaje Magdalena Peñarredonda[26] de Artemisa, que atravesaba la trocha del Mariel con mapas y documentos para el general Antonio Maceo para que este pudiera completar la marcha invasora. El material lo llevaba escondido debajo de su amplia falda y en maletines de doble fondo. Imaginémonos el peligro que corría Magdalena cada vez que realizaba este viaje y era registrada por los soldados. Otras guardaban municiones en latas vacías en las alacenas de sus casas, y escondían materiales de guerra y banderas cubanas debajo de las tablas que cubrían los pisos de sus hogares. Ese fue el caso de la cienfueguera Rita Suárez del Villar a quien es encontrada una bandera cubana durante un registro de su vivienda. «Por fin un día llegó el coronel Ramos Izquierdo», escribe la misma Rita en su diario[27]. Y continua el relato: «en la noche oscura, la voz del estirado oficial español resonó amenazadora, y señalaba hacia una bandera mambisa que asomaba en mi costurero: ‘¡en esa bandera te voy a envolver para arrastrarte por las calles de Cienfuegos, traidora!’, dijo Ramos Izquierdo»[28].
Pero el mayor sacrificio y símbolo de patriotismo era la muerte, porque «morir por la patria es vivir». Eso le sucede a Marina Manresa, nuestra primera mártir. Marina era una mujer esbelta y atractiva, de carácter fuerte e impetuoso. Su amante, Miguel Lara Acosta estaba implicado en un alzamiento del valle de Yumurí en 1850 para secundar los esfuerzos de la expedición de Narciso López. Marina se presentó un día ante cien conspiradores entre los que se encontraba su novio Miguel, a quien retándolo le dijo: «vengo a morir contigo; ¡no me prives de tan dulce muerte! El sepulcro de la patria es la gloria eterna»[29]. Pocos días después, Marina Manresa fallecía durante una emboscada. Otro ejemplo fue el de Aleyda Leyva Rodríguez. Conocida como «la Niña», en abril de 1895 brindó alojamiento a José Martí y a Máximo Gómez la primera noche que estos pasaron en Cuba. En la mañana del 12 de abril el Apóstol temió por la vida de Aleyda, pero esta le dijo: «Hágase de cuenta que soy su madre, y donde mueren los hijos muere la madre»[30].
Mientras tanto, en las ciudades y a escondidas las poetas y escritoras componían y recitaban sus poemas patrióticos en hogares y tertulias. Estos poemas circulaban luego entre las tropas que los leían, se los aprendían y los recitaban. La nación, el honor, la gloria, el deber, la libertad y la esperanza por la patria eran los temas que aparecían repetidamente. Expresaban sentimientos de dolor y pérdida; orfandad y miseria. Daban voz a las madres, esposas y niñas que morían de hambre, quedaban viudas o estaban desamparadas. En sus estrofas emergían temas como la soledad de la viudez; la muerte de los hijos, la valentía de los soldados y la redención de la patria. Úrsula Céspedes, Sofía Estévez, Martina Pierra, Rosa Kruger, Mercedes Matamoros y otras más nos han dejado una amplia muestra de estos versos que recuerdan aquellos años de lucha. Todas ellas se jugaban la vida si se encontraba a la autora de aquellas cuartillas. También se hizo teatro mambí, y entre las obras se encuentra “Dos cuadros de la insurrección cubana” por Francisco Víctor y Valdés escrita en Charleston, Carolina del Sur, Estados Unidos, y está dedicada a la “Junta de Señoras de Nueva York”. Carolina, la protagonista de la obra, es una joven cubana que decide partir para la guerra, y afirma que llevará la bandera en el combate. Ella nos dice:
Yo llevaré la bandera
de nuestra querida Cuba
porque libre y feliz suba
a la celestial esfera.
Ya que nuestra aurora asoma
las armas empuñaremos
y en valor imitaremos
las heroínas de Roma.
Con eso dirá la historia
que ya las damas cubanas
han sido otras espartanas
y se han cubierto de gloria.
Muchas patriotas tuvieron que exiliarse o fueron deportadas. Pero eso no impidió que siguieran laborando por Cuba desde su exilio. Resistieron ante las carencias, las penurias y el dolor de la patria ausente. Apoyaron a sus maridos y trabajaron a la par que ellos fuera del hogar para ganarse un sustento y aportar a la economía familiar. Al mismo tiempo colaboraron con los preparativos de las luchas independentistas, pero sin dejar a un lado su responsabilidad de preservar la unión familiar, inculcándole a la nueva generación que se criaba o que nacía en el extranjero, su identificación con los valores culturales y patrióticos.
En las ciudades y países donde fueron a residir, las mujeres fundaron clubes revolucionarios cuyo fin fue el de apoyar y costear la guerra realizando actividades sociales, culturales y patrióticas. Entre estos clubes se distinguieron el Hijas de la Libertad de Cayo Hueso, las Hermanas de María Maceo en Costa Rica, la Liga de las Hijas de Cuba en Nueva York, que dirigía la patriota matancera Emilia Casanova, y el club Discípulas de Martí de Tampa. Los 53 clubes establecidos por mujeres en aquellos años llegaron a tener una membresía de 1,500 socias. Rompían así las cubanas los moldes preestablecidos en los que la mujer no podía actuar por sí sola. Ahora las mujeres, desde los clubes, lanzaban sus propios programas, ejercían el voto, organizaban actividades, y disponían de la política a seguir. Al finalizar la guerra las cubanas llegaron a representar el 37 por ciento de los delegados al Partido Revolucionario Cubano.[31]
La participación de las mujeres en las guerras se convirtió en símbolo del sacrificio y del heroísmo cubano. Los hombres estimaban que el sufrimiento de la mujer había sido mayor que el suyo porque ellas no estaban acostumbradas a la guerra de guerrillas, ni a los sufrimientos que debían afrontar lejos del hogar. Alto precio pagó la mujer en la guerra y muchas lágrimas marcaron su paso por ella.
En todos aquellos años de conflicto, la mujer cubana decidió diferir una vida de felicidad y aspiraciones asociadas con la familia y el hogar y comenzar otra de entrega y sacrificio. «Las cubanas apoyaron a sus hombres; fueron a la manigua, a los círculos revolucionarios y al exilio», dice el semanario El Expedicionario de Tampa, Florida en 1897. Y continúa diciendo, «cocinaron y les lavaron las ropas a los soldados; los amaron, dieron a luz a sus hijos y lucharon por una Cuba Libre. La madre cubana es el alma de la revolución de Cuba[32], porque desde el momento que ella pone a dormir a sus hijos en la cuna y luego les enseña siempre a odiar la esclavitud y la tiranía, ellos aprenden a amar la libertad y a luchar para obtenerla. ¡Sean todas bendecidas!»[33] termina diciendo el artículo.
Las mujeres amaron el deber más que las comodidades; a la patria más que al hogar, y algunas incluso más que a su familia. Desearon la gloria de la manigua más que las joyas y los trajes de seda. Intrépidas y heroicas se pusieron el machete al cinto y se lanzaron a la lucha. No pidieron nada para ellas, pero lo dieron todo. Así lo demostró Manana Toro, esposa de Máximo Gómez, cuando Estrada Palma la quiere ayudar económicamente en nombre del Partido Revolucionario Cubano, pues vive en la pobreza junto a sus hijos. Bernarda Toro se opone a cualquier ayuda que el gobierno de la República en Armas le ofrece para ayudarla a sobrellevar las estrecheces. Le escribe Manana a Estrada Palma: «las que hemos dado todo a la patria: padre, esposo, hijos, apenas si tenemos tiempo para ocuparnos de las necesidades naturales de la existencia»[34]. En aquella pobre casucha de madera y techo de zinc donde vivía la familia de Gómez en Montecristi; en aquel templo de la Patria donde se pasaba hambre, nadie se quejaba porque el sacrificio era todo por Cuba.
Al terminar la guerra nuestras mujeres no exigieron que se las recordara habiendo hecho tanto por contribuir a la libertad de su país. A solo unas pocas se les levantaron monumentos, y muy pocos libros recogen sus proezas y sus desvelos. Pero hoy las hemos honrado: sus sufrimientos y renuncias; sus luchas y ofrendas a la Patria, ya no caen en el olvido. Ya tienen rostro e identidad. Son las heroínas, con mayúscula, de nuestra historia, pues no fue poco su sacrificio y su entrega a Cuba y su libertad durante aquellas difíciles décadas del siglo XIX.
Bibliografía
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Muzio, María del Carmen, «Dos mambisas de Vuelta Abajo», revista Vitral, La Habana, 2022, https://revistavitral.com/dos-mambisas-de-vuelta-abajo/
Parga, Beatriz: «La Capitana Azcuy, ejemplo de coraje», El Nuevo Herald, 20 de mayo de 1992.
Soneira, Teresa Fernández: Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, vol. II, Ediciones Universal, Miami, 2018.
Referencias
[1] El autor hace alusión aquí a las guerreras Lucrecia, de la antigua Roma; Carlota Corday, de la Revolución Francesa, y a Policarpa Salavarrieta del movimiento independentista de Colombia.
[2]«A las cubanas», discurso pronunciado por Miguel Teurbe Tolón, poeta y escritor (Matanzas 1820-1857) y diseñador del escudo y la bandera de Cuba en 1849. Ver Rodrigo Lazo: Filibustero, Writing to Cuba, University of North Carolina Press, Chapel Hill, North Carolina, 2005, p. 126.
[3] Francisco Arredondo y Miranda (Cuba, 1837-1917) coronel del Ejército Libertador. Integró el núcleo original de patriotas alzados en Camagüey. No aceptó el Pacto del Zanjón y se mantuvo conspirando en el extranjero hasta la independencia.
[4] Francisco Arredondo y Miranda: Recuerdos de las guerras de Cuba (Diario de Campaña 1868-1871), Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1962, pp. 110-111.
[5] La conspiración de Aponte fue un movimiento abolicionista dirigido por José Antonio Aponte y Ulabarra, ocurrido en La Habana, entre 1811 y 1812, en la que los líderes fueron ejecutados.
[6] Domingo Goicuría, (La Habana, junio de 1805 – mayo de 1870), militar e ingeniero envuelto en diversas conspiraciones.
[7] Francisco de Arango y Parreño (La Habana, 1765 – marzo, 1837) político y hacendado.
[8] José María Heredia (Santiago de Cuba, 1803- Ciudad de México, 1839) poeta, abogado, escritor.
[9] Alberto Jesús Quirantes Hernández, «¿Qué comían nuestros mambises en la Guerra de los Diez Años?», en https://www.cubahora.cu/blogs/cocina-de-cuba/que-se-comia-por-nuestros-mambises-en-la-guerra-de-los-10-anos-de-cuba.
[10] Ignacio Mora, Camagüey (1829-1875), hacendado, revolucionario, esposo de Ana Betancourt.
[11] Antonio Pirala y Criado: Anales de la guerra de Cuba, Ed. Felipe González Rojas, Madrid, 1895-1898, t, II, p. 433.
[12] Luchó con el Ejército de la Unión y participó en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Regresó a Cuba. Como jefe del Estado Mayor y General del Ejército Libertador, es delatado, hecho prisionero y fusilado el 1 de julio de 1871 en Nuevitas.
[13] Mary Ruiz de Zárate: El general Candela, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 220.
[14] Trocha: línea militar fortificada durante las guerras de independencia de Cuba para impedir el paso de las fuerzas insurgentes a la parte occidental de la Isla.
[15] Capitana Adela Azcuy Labrador, (Viñales, 1861- La Habana, 1914). Combatiente y enfermera.
[16] Beatriz Parga: «La Capitana Azcuy, ejemplo de coraje», El Nuevo Herald, 20 de mayo de 1992, p. 10d.
[17] Ibídem, p. 18d.
[18] Pedro Felipe Figueredo (Bayamo, 1818- Santiago de Cuba, 1870), poeta, músico y patriota cubano. Compositor del Himno Nacional de Cuba. Fusilado en 1870 por conspirar contra España.
[19] Fernando Figueredo Socarrás, patriota cubano que participó en las guerras de independencia. Fue subdelegado del Partido Revolucionario Cubano y Agente de la República de Cuba. Amigo entrañable de Martí, ocupó en la República varios cargos.
[20] Presentarse quería decir entregarse al enemigo.
[21] Francisco de Arredondo y Miranda: Recuerdos de las guerras de Cuba, 1868-1871, La Habana, 1962, p. 111.
[22] José Abreu Cardet: “Los pequeños insurrectos: niños, familia y guerra en Cuba (1868-1878)”, Caribbean Studies, vol. 40, no. 1, enero-junio 2012, pp 99-120.
[23] Enrique Loynaz del Castillo: Memorias de la Guerra, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1989, p. 470.
[24] María del Carmen Muzio, «Dos mambisas de Vuelta Abajo», revista Vitral, La Habana, 2022, https://revistavitral.com/dos-mambisas-de-vuelta-abajo/
[25] Escarapela: Adorno compuesto de cintas de colores fruncidas o formando lazadas alrededor de un punto, componiendo un círculo o rosetón que mostraba la bandera cubana o el escudo, y que colocaban los mambises en el ala del sombrero.
[26] Magdalena Peñarredonda (1846-1937), patriota, periodista y activista política, delegada del Partido Revolucionario Cubano en Pinar del Río, cumple misiones difíciles. Se le considera la «Patriota Insigne».
[27] Vicente Cubillas Jr.: «Rita Suarez del Villar», Bohemia, mayo 1952, pp. 12-21 y 114-115.
[28] Teresa Fernández Soneira: Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, vol. II, Ediciones Universal, Miami, 2018 pp. 431-432.
[29] Enrique Collazo: Cuba heroica, Imprenta La Mercantil de Suárez, Solana y Cía., La Habana, 1912, p. 76.
[30] Teresa Fernández Soneira, Ibídem, p. 355.
[31] Paul Estrade: «Los clubes femeninos del Partido Revolucionario Cubano», Anuario del Centro de Estudios Martianos No. 10, La Habana, 1987, pp. 175-201.
[32] El énfasis es de la autora.
[33]Esteban Borrero Echeverría: «La madre cubana ante la Revolución», El Expedicionario, Tampa, Florida, 2 enero, 1897, p. 5.
[34] Carta de Manana Toro a Tomás Estada Palma, Montecristi, República Dominicana, julio de 1896, en Ena Curnow: Manana, detrás del generalísimo, Ediciones Universal, Miami, 1995.
Teresa Fernández Soneira (La Habana, 1947).
Investigadora e historiadora.
Estudió en los colegios del Apostolado de La Habana (Vedado) y en Madrid, España.
Licenciada en humanidades por Barry University (Miami, Florida).
Fue columnista de La Voz Católica, de la Arquidiócesis de Miami, y editora de Maris Stella, de las ex-alumnas del colegio Apostolado.
Tiene publicados varios libros de temática cubana, entre ellos “Cuba: Historia de la Educación Católica 1582-1961”, y “Mujeres de la patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba” (2 vols. 2014 y 2018).
Reside en Miami, Florida.