Por Henry Constantín
Hace un tiempo, los cines de La Habana y Camagüey proyectaron la primera película cubana de zombis. Entre la risa y el asco que provoca el filme, tuve la sensación de que esa infinidad de criaturas, andantes pero muertas, en que se transforma nuestro país, no era un capricho deliberado del guionista.
Por Henry Constantín
“PROTESTO
De ninguna manera: aunque no es necesario advertirlo, el José Martí que va a trabajar en el teatro de la zarzuela no es nuestro compañero de redacción.
Ya había un José Martí poeta, catalán, más medidor de versos que inspirado, y muy amigo de Ramón de Campoamor. Hay otro pintor, valeisoletano a quien en la exposición madrileña de 1871 le premiaron un hermoso cuadro sobre el derecho de pernada. Otro hay alpargatero, orador de club en Valencia que perdió un brazo en una asonada republicana, y que es, según cuentan, la mismísima piel del demonio. Y todavía hay otro, loco en el Manicomio de Zaragoza, con quien el de aquí se está encontrando alguna que otra afinidad. Pero aún no había un José Martí actor.
Ventajas de tener nombres ilustres, derivados en línea recta de muy plebeyos escuderos.”
(Esta es una gacetilla publicada por José Martí, en la Revista Universal, en España, el 30 octubre de 1875.)
Lo más valioso de este texto es la opinión que Martí tiene de sí mismo: él no se encuentra afinidad con el José Martí poeta mediocre, ni con el José Martí pintor de tema retrógrado (recuérdese que el derecho de pernada, tema de aquel cuadro premiado, era esa divertida posibilidad que los señores feudales se concedían, a sí mismos, de yacer con las vasallas recién casadas, antes de que ellas lo hicieran con sus propios maridos). Mucho menos se asocia con el José Martí actor de zarzuelas que provoca la nota, ni con el José Martí republicano –al Apóstol nunca le hizo gracia la República Española, tan anticubana como la misma monarquía. Nuestro Martí “se está encontrando alguna que otra afinidad”, como dice él, con el “loco en el Manicomio”.
Hace un tiempo, los cines de La Habana y Camagüey proyectaron la primera película cubana de zombis. Entre la risa y el asco que provoca el filme, tuve la sensación de que esa infinidad de criaturas, andantes pero muertas, en que se transforma nuestro país, no era un capricho deliberado del guionista. Alejandro Brugués, el joven director, me lo confirmó, y lo cito: “El pueblo cubano parece zombi, sin vida, caminando y comiendo sin hacer nada por cambiar su realidad”. Por cierto, en el filme hasta un busto de Martí ha sido mordido por los zombis; y la imagen no me parece colocada allí por gusto.
Entonces, ¿por qué hablar de José Martí?
Porque si nuestros abuelos, y los abuelos de ellos, nuestros más audaces pensadores y la gente que fundó un país próspero, y relativamente libre, donde había una colonia miserable y tinta en sangre, si ellos nunca imaginaron que a los cien años pareceríamos una nación-zombi, una nación muerta, entonces hay que pensar qué nos falló, de qué nos olvidamos.
Y José Martí es un buen punto de partida, puesto que él puso cimientos espirituales que todavía hoy, al menos de palabra, consideramos válidos. ¿Y eran como para llegar a esto?
En Cuba, su nombre va de lo sagrado a lo cuestionadísimo. A unos, los aburre porque está en el discurso de los que aburren. A otros, más propensos al mandonismo, los desconcierta porque no fue el aprovechado revolucionario que quería independencia, solo para quitar un capitán general español y poner en su lugar otro bayamés, o dominicano, o medio gallego en el peor de los casos.
Hay quienes lo promueven como autor intelectual del Moncada -caso sublime de espiritismo armado en nuestra historia-; peor aún: hay quienes se toman esto a pecho y entonces detestan al Apóstol. Martí, admitámoslo por más que nos confunda, no tuvo fe en la lucha pacífica para liberar Cuba: nunca se dedicó al autonomismo en la época en que cientos de cubanos mendigaban, gota a gota, derechitos a la Madre Patria, y no fue una silenciosa marcha por la paz, desde Santiago hasta La Habana, lo que organizó, sino una guerra que derivaría, imprevisiblemente, en tres años de muerte, incendio, reconcentración, hambre y lo mismo que decía temer: ocupación norteamericana. Para colmo, en esa misma guerra murió él y su hijo quedó casi sordo. Por suerte, después fuimos medio libres –más que ahora, de todas formas.
Martí fue un demócrata radical hasta el punto de posponer la independencia en Cuba mientras les sospechó posibilidades dictatoriales a sus promotores. Adornó su constante militancia política con una capacidad comunicativa deslumbrante, y una responsabilidad personal sobre sus actos que lo hicieron desencadenar la guerra, donde otros solo habían logrado alzamientos suicidas, despilfarro de recursos, o palabrería.
Pero por encima de todo, hay que hablar de Martí porque hoy, para qué negarlo, Cuba es una nación sin fe en sí misma. Y cuando digo Cuba, no hablo de “la tierra que pisan nuestras plantas”. Hablo de las personas nacidas en este país, no importa dónde vivan, ni qué piensen de su propio país de origen, porque la isla sin fe se ha ido, como su gente, hasta muy lejos.
Y quienes por naturaleza deberían renovar la fe –como hicieron aquí en otros tiempos-, los jóvenes, son los primeros que se marchan con lo que les queda de ella a cualquier parte, convencidos de que aquí no les espera más nada, y sin ánimo para crear un entorno mejor; otro río igual de grave, lleno de artistas, de intelectuales, de comunicadores y de activistas cívicos, marcha también y deja al resto del país con menos cerebro, menos voz, menos brazos con los que reconstruirse.
Se vuelve difícil construir fe en los demás: muchos suponen que todos los que les rodean, y más aún, los que intentan desyerbar el camino, son gente desconfiable o peligrosa. Entonces, optan por quedarse quietos.
Se pierde la fe en Dios: lo importante es cuidarnos nosotros mismos, no hacer el bien –que casi siempre lleva valor o desprendimiento-, ni cometer la tontería de ser solidarios, ni arriesgarnos en defensa de nadie –porque peligraría nuestra felicidad terrena-, ni caer en la ingenuidad de ser públicamente honestos: Aunque Dios está en cada uno de esos actos -no solo en iglesias y procesiones- es más correcto aconsejar “cuídate de acercarte al perseguido” que “acércate a él, y ayúdalo”. Lo que importa es el simple bienestar individual, no la cristiana atención a lo que sufre el otro.
Se pierde la fe en la política –o sea, no hay fe en el comportamiento cívico. Esa actividad –que nos evitó ser provincia española o estrella de la Star Spangled, y contribuyó a una de las existencias nacionales más prósperas de la primera mitad del siglo XX- muchos cubanos la identifican con defectos que en realidad padece la generalidad de la nación. Por cierto, José Martí fue, en mucho, hombre político –o sea, ciudadano- a un extremo tal que sus otras profesiones y talentos quedaron rezagados, y sin embargo aparentamos respetarlo con la misma convicción con que evitamos nuestra propia participación en la vida civil. ¿En qué quedamos?
En realidad, triste es admitirlo, en lo que más nos parecemos a él es en la propensión al exilio. Aunque el de él fue forzado.
Peor aún, muchos cubanos han perdido la fe en su capacidad de cambiar este fragmento de mundo en el que nacimos. Cuando terminó la Guerra Grande, José Martí vio a su isla semiarrasada, a sus héroes de la manigua rindiéndose y escapando o enterrados, a la emigración penetrada por el espionaje español y por la precavida policía norteamericana, a los independentistas convertidos en molestias a las que poquísimos gobiernos concedían magro apoyo, a sus coterráneos resignándose a dar vivas a una España victoriosa… Un cuadro desastroso, realmente. Pero el suspiro de desaliento que un país entero pronuncia hoy -¿trece, catorce millones de personas?- ese estribillo fácil de aprender, y más fácil de vivir, esos “no se puede hacer nada”, “¿qué va a hacer uno solo?”, “que lo haga otro”, por suerte, nunca salieron de Martí.
Los humanos, a veces y lamentablemente, asimilamos la fe por la convicción de quienes la pregonan, y el riesgo en que se colocan a sí mismos con tal de probar sus ideas. Hay quienes creen en Sócrates porque tomó veneno, en Cristo porque se dejó matar en la cruz, en Giordano Bruno porque ardió, en el Padre Olallo porque se acercó a la lepra y la viruela más que a la catedral y al coro, en Chibás porque se dio un balazo, y en el Che porque siguió en sus guerrillas en vez de quedarse a nadar en las piscinas confiscadas. En Martí creemos hasta el infinito por la misma razón, y la ruta que obliga a salir de la quietud está ahí. Después de todo, él no perdió la esperanza de convertir una ruina encadenada en un país próspero. Eso, si es que queremos vivir en tal país.
Perdónenme por decirles el final de la película de zombis cubanos –y que me perdone Brugués, el director, que me pidió que no lo publicara-: el protagonista se queda, para intentar cambiarlo todo. Evidentemente, también tiene cierta afinidad con un loco en un manicomio de Zaragoza, cuando locura es creer en los demás, y en sí mismo. Tiene fe, y los demás la recuperan. Después, ya veremos.
Henry Constantín Ferreiro
Periodista, escritor y fotógrafo.
Expulsado de los estudios de Periodismo en dos ocasiones, ambas por problemas políticos.
Único representante de Cuba en el II Concurso Hispanoamericano de Ortografía Bogotá‘2001.
Graduado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso.
Colaborador de la revista Convivencia.
Textos suyos han sido publicados en medios de prensa cubanos, incluso oficiales.
Hace el weblog Reportes de viaje (www.vocescubanas.comReportes de viaje).
Dirige la revista La Rosa Blanca. email: henryconstantin@yahoo.es.
Reside en Camagüey.