Si nos preguntamos qué condiciones podrían hacer viable una situación social de convivencia pacífica y de cooperación leal y perdurable en una sociedad formada por grupos ideológicos heterogéneos y en gran medida rivales, la respuesta obvia es que tal convivencia solo es posible si todos los grupos aceptan de buen grado ciertos valores y principios. El más obvio de ellos es el reconocimiento de que los otros grupos tienen derecho a existir y a mantener sus propias creencias mientras las encuentren convincentes. Llamemos a esta primera condición el principio de respeto cívico. Si no hay un compromiso serio con este principio, es imposible que los grupos rivales lleguen a tener un mínimo de confianza en los otros. Porque sabrán que, a la menor oportunidad, cualquiera de los otros tratará de eliminar a los demás, y de ese modo la convivencia fracasaría en una suerte de guerra civil total.
Una segunda condición necesaria para la convivencia en una sociedad plural sería el establecimiento de un marco de libertades cívicas para todos. Porque, dada la existencia de grupos ideológicos rivales, cada uno de ellos reclama para sí la libertad necesaria para mantener sus creencias y valores propios, y también para tratar de extender esas creencias a nuevos prosélitos que pudieran sentirse inclinados a abandonar sus antiguas creencias para adherirse a las del grupo. Como esta libertad la reclaman todos y cada uno de los grupos rivales, el resultado es la aceptación de común acuerdo de un conjunto de libertades civiles y políticas que incluyen, por ejemplo, la libertad de conciencia, de pensamiento y de culto religioso, la libertad de expresión y de prensa, la libertad de movimientos y de residencia, la libertad de asociación y las garantías procesales, etc.
Una tercera condición que se precisa para mantener una convivencia pluralista es cierto grado de igualdad cívica. No se trata de un igualitarismo rígido por el cual todo el mundo tuviera que vestir de uniforme, cobrar lo mismo en todos los empleos y consumir exactamente los mismos productos. Se trata más bien de hacer posible que todas las personas y grupos puedan gozar de las libertades básicas anteriormente aludidas. La igualdad básica que se necesita es la igualdad de libertades reales. Para ello es preciso, ante todo, la igualdad ante la ley, para que nadie pueda abusar impunemente de su libertad a costa de la libertad de los demás.
Al mismo tiempo, se necesita también una cierta igualdad de oportunidades, para garantizar que cualquier persona pueda tener la posibilidad de realizar los proyectos y alcanzar los puestos que su capacidad y su esfuerzo le permitan. Y para ello es necesario que la sociedad disponga los medios de infraestructuras, de medidas educativas, de políticas sanitarias, etc. que sean pertinentes en cada caso
De lo contrario, las libertades mencionadas anteriormente serán papel mojado, puesto que las diferencias en el punto de partida de cada cual (unos con facilidades económicas familiares y otros sin ellas), tenderán a mantenerse y a agrandarse. Si la igualdad de oportunidades no se toma suficientemente en serio, el resultado será que muchos ciudadanos se sentirán marginados y excluidos, con el consiguiente deterioro de las libertades y de la convivencia en general.
En cuarto lugar, la convivencia entre grupos diferentes no sería posible sin cultivar el valor de la solidaridad cívica universalista. La solidaridad va más allá de la mera cooperación, porque esta normalmente es una interacción en la que cada uno coopera con otros sabiendo que los demás van a cooperar con él, para finalmente obtener un beneficio mutuo. En cambio, la solidaridad es una suerte de altruismo a fondo perdido. La actitud solidaria es ayuda gratis, sin esperar nada a cambio. Y ha de ser universalista, esto es, abierta a todos sin discriminaciones arbitrarias. Pues de lo contrario se convierte en corporativismo excluyente. La solidaridad cívica universalista se muestra necesaria para que la igualdad, la libertad responsable y el respeto a los que nos hemos referido anteriormente se puedan realizar sin exclusiones.
En quinto y último lugar, la convivencia pacífica entre los grupos diferentes exige diálogo cívico, exige el compromiso de resolver los conflictos a través del diálogo, y no por medio de la violencia. La violencia desata una espiral de resentimientos y venganzas que destruye la convivencia. Y, puesto que los conflictos de intereses y los malentendidos son inevitables en la vida cotidiana, el diálogo se convierte en el instrumento idóneo para llevar a cabo el proceso de restauración de la convivencia pacífica. Para ello, el diálogo ha de ser abierto a todos los afectados por el conflicto en cuestión, o por las decisiones que se vayan a tomar. Y en el transcurso del mismo se deberían respetar las reglas de juego del diálogo serio, de modo que todos los dialogantes tuviesen las mismas oportunidades de exponer su punto de vista.
En resumen, una convivencia que merezca ese nombre no puede existir si no se toman en serio, como mínimo, los valores propios de la ética cívica básica: la libertad responsable, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y la actitud de diálogo. Esos valores básicos forman en conjunto una peculiar idea del valor justicia. La justicia social puede entenderse como el valor resultante del compromiso con esos otros valores más básicos, de manera que la sociedad será más o menos justa en la medida en que no descuide ninguno de tales valores sino que los refuerce en la práctica cotidiana.
- Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
- Licenciado en Microbiología.
- Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
- Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
- Responsable de Ediciones Convivencia.
- Reside en Pinar del Río
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