Para mí, luego de haber vivido algunos años, los hombres se clasifican en buenos y malos -sin que medie raza, credo o religión- lamentablemente como consideramos a los propios animales: feroces y mansos. Lo que nos identifica, iguala y hermana entre el género humano son nuestros propios defectos tan comunes en todos, pues las virtudes, a pesar nuestro, escasean.
Limitaciones, imperfecciones, egoísmos y ambiciones taran nuestros más nobles propósitos. Decía Goethe que como casi todos somos culpables, lo mejor es perdonar y olvidar. Solo unos pocos escogidos con probadas virtudes pueden salvar estos obstáculos que se anteponen para vivir en armonía unos con otros y que sin ser extraterrestres, pues también tienen sus defectos, con su actuación en la vida, suman en lugar de restar como solía decir mi padre. Son los llamados hombres de bien, los que componen el bando de los buenos. Estos hombres buenos y dignos siempre actuarán en consonancia con sus principios. Ellos no tienen un precio, pues servir desinteresadamente a los demás será su divisa. No importa bajo qué régimen social actúen ni en qué época, a qué religión o partido político pertenezcan, son hombres que actúan por la fuerza del amor a sus semejantes como quiso Jesucristo, quien no dudó en morir en la Cruz para ejemplo de los hombres.
Ahora que la corrupción irrumpe por doquier como monstruo de incontables cabezas, solo las personas honestas y honradas podrán salvar al país que se debate en medio de la profunda crisis económica. Solo podrán hacerlo los hombres de buena voluntad. Los políticos, los hombres públicos tienen que demostrar su vocación de servir, la que debe manifestarse en todos los ámbitos de su vida familiar, laboral, social, partidista o religiosa. Una persona interesada, ambiciosa o egoísta jamás podrá servir a sus electores o a los ciudadanos en general. Ninguna persona que no tenga en su haber una extensa hoja de servicios a favor de sus semejantes podrá jamás ser un verdadero político. Sus servicios prestados con amor y desinterés serán la garantía de una fructífera actuación pública y deberán ser requisito obligatorio para todo el que aspire a desempeñar un cargo público: demostrar tanto él y quienes lo proponen qué ha hecho por los demás de forma desinteresada. Hay que argumentar lo que se ha hecho para que no haya dudas de lo que se puede seguir haciendo, para que no haya cabida a la demagogia.
Ser político nunca debería depender solo de una decisión propia. Esos cargos solo corresponderían ser desempeñados por los que fueran propuestos por el pueblo como justo reconocimiento a su meritoria actuación a favor de los demás, en un ejercicio profundamente democrático sin mediar para ello historial político alguno, pues como alguien dijo: “haber servido mucho obliga a seguir sirviendo siempre”.
Siempre encontraremos hombres virtuosos en medio del lodazal de la vida. Se trata precisamente de hallarlos y comprometerlos, brindándoles todo nuestro apoyo y estímulo en esta gran obra de saneamiento social que tanto necesita y espera la comunidad y la humanidad en general. Sus nombres y sus vidas prestigiarían esta cruzada y el país demostraría que todavía es fecundo y capaz de renovarse, que aquí también hay políticos íntegros y cabales: los que necesitamos ahora, mañana y siempre.
En cuanto al sistema político habrá que ir conformando uno nuevo, poco a poco, sin premuras, pues ello no es obra de un día. Sistema que lleve en sí lo mejor de todos y deseche lo negativo: lo mejor del socialismo y del capitalismo. Este híbrido deberá contemplar las mejoras sociales necesarias que permitan disminuir la enorme brecha entre ricos y pobres, para que no haya familias sin vivienda, obreros sin trabajo, enfermos sin derecho gratuito a la salud, estudiantes sin enseñanza gratis ni personas sin pan, ni con salarios de miseria. Se trata de no hacer pobres de solemnidad a todos como hizo el socialismo real por el mundo, recordemos a Voltaire: “El pobre no es libre: en todas partes es un siervo”. Este sistema creó una nueva clase dominante a través del Estado, nomenclatura que suplantó a los antiguos patrones capitalistas y explotó y sumió en horrendas dictaduras policiacas al pueblo para lo que necesitó de un gulag ruso donde asesinaron a millones de seres humanos, de un Muro de Berlín o de una isla-prisión como Cuba para mantener cautivos a sus ciudadanos.
El sentido de pertenencia es primordial para que la sociedad avance y se desarrolle: lo que es de todos no es de nadie. Necesariamente deberá haber dueños para que con su dedicación y desvelo vayan adelante las empresas creando riquezas y empleo. El viejo refrán de que “el ojo del amo engorda al caballo” siempre tendrá su indiscutible vigencia en los asuntos económicos. Sobran los ejemplos del fracaso económico del socialismo como sistema por todo el mundo. Fue un sueño utópico por un mundo mejor pero que consideraba al hombre como un ser perfecto sin ambiciones, vicios ni defectos, que perdería su amor al dinero y al consumismo, donde todos seríamos iguales.
El socialismo también fue pasto de la corrupción y sirvió para enriquecer a sus dirigentes partidistas, sus mandos militares y a los jefes de la Seguridad del Estado. Las purgas y procesos penales fueron una constante y siguen imparables en los pocos países donde aún se aferran a esa fracasada doctrina que hace posible a un gobernante ostentar por décadas el poder absoluto y omnímodo, sin prensa libre, partidos de oposición, ni libre expresión de los ciudadanos.
El rostro despiadado, inhumano y brutal del capitalismo -como muchas veces se muestra- deberá transformarse en otro más humano, amable y bondadoso que abra sus brazos a los sectores más desfavorecidos de la sociedad y sea refugio seguro de todos los que sufren y sienten las mayores necesidades. Las inmensas fortunas que crecen cada día más, tendrán que asumir la responsabilidad de compartir este mundo con los pobres y estarán en la obligación de aliviar mucho del dolor que sufren esos olvidados. Destinarán fondos que posibiliten la creación de bancos de alimentos, de calzado, vestuario y medicamentos, así como a la creación de empleo. Ningún rico deberá estar excluido de esta obligación: ni empresarios, artistas, deportistas, ni aristócratas. Es inmoral e inhumano que esas fortunas no tengan un límite, mientras otros seres humanos pasan hambre y frío: una ley deberá ocuparse de establecer esos límites y de todo su alcance, pues un país no puede permitir que mientras millones de sus ciudadanos están privados de lo más elemental y no tienen ni un mísero empleo, unos pocos ganen millones de euros por las ganancias de sus negocios, por retratarse haciendo publicidad o por jugar partidos de futbol. Mal va un país que permita estas terribles desigualdades, es una vergüenza y puede ser peligrosa raíz para producirse conmociones sociales de incalculables proporciones.
Los retos que la vida nos impone son gigantescos e ineludibles, son cruciales para el futuro de nuestra nación que pronto será un país con una población envejecida y necesitará como nunca la pujanza de los más jóvenes para desarrollar la economía, jóvenes que ahora crecen en medio de la corrupción, el desempleo y la crisis. El éxito y el fracaso son caras de una misma moneda. Todos tenemos que luchar por alcanzar el éxito en esta campaña contra los políticos corruptos, la avaricia de los ricos y la formación de un nuevo sistema social que reúna lo mejor del capitalismo y del socialismo y deseche todo lo negativo que ha lastrado a esos sistemas para sufrimiento del género humano. El culto a la libertad será la primera e imprescindible obligación que este nuevo sistema garantice a sus ciudadanos, sin libertinaje, sin excesos, pues como alertara Simón Bolívar: “No aspiremos a lo imposible, no sea que por elevarnos sobre la región de la libertad, descendamos a la región de la tiranía”.