Un llamado a la reflexión y a la propuesta

Foto tomada de Internet.
  • Si de voces y palabras tuviera el don del convencimiento,
  • para emitir significados naturales,
  • cooperativos, sencillos,
  • decirlos al oído o a viva voz a todos,
  •                  no solo cargados de buenas intenciones,
  • si no, asequibles, amorosos, comprensibles;
  • propositivas ideas y deseos que, ya verán,
  • son los de muchos y no tienen que ser unánimes.

 

Si pudiéramos convocar a todos, sin excepción a un encuentro dialógico, civilizado, de intercambio de ideas, de conocer sin prejuicios qué piensa y qué propone el otro, los otros; y preguntarnos si los otros tienen derecho, o no, a pensar distinto e incluso a cuestionarnos, sin que por ello tengamos que ser enemigos o adversarios.

La otredad es algo que en nuestros tiempos se desconoce, todos queremos decir quiénes somos, qué somos, cómo somos, qué queremos, cómo pensamos y cómo queremos hacer lo que queremos y deseamos, porque nos parece bueno. Eso sí, sin escuchar ni considerar al otro, a los otros, que tienen los mismos derechos que nosotros, a pensar, a proponer, a discernir. Eso sí, hay que hacerlo sin escándalos, ni epítetos hirientes, sin ofensas a nadie, decirlo con sinceridad a los gobernadores, gobernados, estadistas, funcionarios, dirigentes, directivos, a los artistas profesionales o aficionados, intelectuales, deportistas soldados, obreros, campesinos, personas de a pie, poderosos, creyentes, no creyentes, humildes, ricos y pobres.

Sé bien cómo sienten los corazones, porque el mío, el tuyo, el de todos, también forma parte de ellos, en lo cotidiano, y en el lugar donde compartimos juntos cielo y tierra, toda la vida que nos ha tocado, nuestra fe, nuestras costumbres, nuestra historia, nuestros padres y familias, los amores, los sueños y con esta propuesta de reflexión quisiera mejoráramos todos, y estar juntos en el pensamiento, en la acción, desde la diferencia… y trabajar para el bien de todos.

Me dirijo a los corazones de tantas gentes que sueñan, que aprecian llevarlo a cabo, por el valor de una tarea hermosa, digna: Aquella actitud de acercarnos con educación respeto, decencia civilizada y humildad, en pos del encuentro en la consecución de lo esencial de los humanos, sin igualitarismos contraproducentes, ni individualismos excluyentes, pero sí avanzar en el intento de ser más humanos y liberarnos de tantas ataduras que, además de frenarlo todo, deterioran la naturaleza humana de las personas.

Para ello les sugiero a los que sienten y viven la fe, también a los que aún no la sienten y viven: Háblenle a menudo a Dios, a Nuestro Padre, deseen intensamente que les ilumine en sus intenciones, en sus decisiones; sobre todo déjense guiar por Él, aprendan a escucharle… aprendan a actuar, a ser testigos fieles de esa fe que proclama el Evangelio, por el más preciado y hermoso respeto por la dignidad y el decoro de todas las personas.

A los que no sientan la fe por lo sobrenatural, pero que por ello no dejan de ser personas de fe, porque esas personas, todas las personas, que somos hijos del mismo Padre, el Creador, y por ende quiéranlo o no, niéguenlo o no, son nuestros hermanos, por amor y por naturaleza, porque por ello somos iguales, por ser hijos del mismo Padre. A esos hombres de buena voluntad como lo fue el apóstol San Pablo que antes perseguía a los cristianos y en esa persecución, cae de su caballo y una luz le iluminó, le hizo reflexionar sobre su carrera descabellada. Desde este suceso le llevó a alcanzar la conversión voluntaria y milagrosa al cristianismo y le condujo a ser paladín de su defensa y predicación. Aún si esto no ocurriera, todos tenemos un trascendente, un ideal, ese algo superior, una utopía, un sueño realizable que es también signo de fe, y puede ser la oportunidad de lograr sin proponérnoslo la conversión.

Es el intento de realizar la búsqueda de la verdad, alcanzar el camino en la vida, para emplearnos en el mejoramiento de la vida, sin proselitismos, chovinismos, ni triunfalismos. Sé, sabemos todos, que esta es tarea ardua, histórica del ser, de las personas de fe, de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Yo solo vengo a estas líneas a pronunciarme a favor de los humanos, de su dignidad, de la dignidad de las personas todas, esa dignidad que es y debe ser lo más respetado, preciado, hermoso, irrepetible y grandioso de todo lo creado, incluyendo con ello el derecho a la vida.

En especial son numerosas las personas, lo sé, ustedes lo saben, me refiero a esas personas que nunca se sienten ni piensan como personas de un color determinado, ni de un lugar geográfico, género, edad, filiación religiosa o política, de esas personas que, en su estado natural más profundo, en lo más íntimo de su comprensión emocional, son esencialmente humanas y universales. Esas que saben que la tendencia a los males que sufrimos hoy, aquí, y en el mundo, es provocada, en buena medida, porque otro grupo de personas, por su historia personal desde su infancia y crecimiento humano, han tenido que vérselas con una educación y un aprendizaje basados en el tener, en el poder y el saber, y muy poco o nada ha tenido que ver con el ser. Este ser, que viene de los sentimientos naturales, de los principios humanos, de la decencia, el respeto, el decoro, la dignidad, la responsabilidad; que viene del desarrollo y expresión de las sanas emociones, la apreciación y disfrute de lo bello, la reconciliación, la no exclusión, y la civilización de la convivencia. 

Otras personas viven con otras tendencias controversiales, cargadas de contravalores, de las que no han sido, aún, totalmente liberadas y de las que no son tampoco enteramente culpables pero han crecido en ambientes e influencias donde por alguna razón o desatención familiar, educacional, social y cultural, en ellas ha primado, el obtener objetos de valor material, o metas de carácter económico como formas de realización; o han creído y se conforman con solo con saber un poco, o con alcanzar un puesto o cargo donde puedan ejercer el poder, elementos todos que suelen convertirse en un detalle veleidoso, efímero y al mismo tiempo malicioso.

¿Qué ocurre a este grupo de personas que, por desgracia, no es pequeño? Pues que en el preciso acto de la obtención de ese valor material o de ese poder, pierden de inmediato el valor que aparentemente intentaban conquistar, porque la intención que les mueve los metaliza, porque la mayoría de la veces el afán por su tenencia les convierte los valores positivos y universales en contravalores deplorables que, a su vez, se vuelven contra ellos mismos y contra los demás. Ese mismo deterioro se reproduce en cadena, como por efecto dominó, en las conciencias de grupos de intereses creados que se van proyectando en las estructuras de pecado y estas conducen al irrespeto, la corrupción, la delincuencia, el descalabro, la apatía, la disfuncionalidad, el hedonismo del placer por el placer, la mediocridad o la escapada alienante.

Las personas que así se manifiestan en sus relaciones de familia, de amistad, de pareja, o simplemente en su vida profesional, laboral y social, dentro de las instituciones y desde dentro de las estructuras de los sistemas de las sociedades, las van permeando y las convierten desde arriba hacia abajo, en sistemas y estructuras disfuncionales.

En fin, las personas en que pienso cuando escribo e invito a reflexión, son aquellas que saben que la importancia mayor del ser humano, de la persona, de cualquier género es, en esencia, su calidad humana, su capacidad para ser y sentirse personas, por su decencia, su transparencia y limpieza, por su sensibilidad, su respeto, su sentido de responsabilidad, su equidad, su decoro. Todas estas son cualidades y virtudes, unidas al desarrollo y disfrute de sus emociones, donde se producen los estados de gracia que consiguen del disfrute del silencio, de la belleza, de la lectura inteligente, de la cultura, de la contemplación de la naturaleza, de la apreciación de las artes, a través del desarrollo del gusto estético, y crece y se expande en la armonía de la música, de las formas plásticas y visuales, en el ejercicio de las emociones y sus manifestaciones, en la convivencia; esos estados en que disfrutamos de las relaciones consigo mismos, con el entorno que les rodea, con los cercanos y los más lejanos, familiares, amigos, comunidades sociales y con Dios.

Por eso pienso que la creación de la persona humana, nos convierte en los entes más transcendentales e importantes de todo el orbe porque, en primer lugar, lo somos para nuestro Creador por la naturaleza que nos mueve, por nuestro destino y misión, nuestros proyectos, nuestros sueños y utopías, nuestras ansias de libertad y de justicia social, para que su disfrute sea duradero en abundancia, aquí en este lugar presente donde, peregrinos de esta Tierra, en esta Isla, intentamos vivir en un ambiente de paz y justicia real y duradera para todos sin excepción.

Para alcanzar este ideal es necesario evitar caer en la anarquía, eludir las diarias batallas de enfrentamiento, como si fuéramos máquinas estratégicas o ejércitos de bandos enemigos. Se oye constantemente hablar de enemigos, adversarios, disidentes, de traidores y se les pone a las personas estigmas y etiquetas excluyentes, se les amenaza, se les colman de epítetos hirientes, todo esto entre hermanos de la misma sangre, de la misma tierra, del mismo cielo y de la misma historia compartida; entre compatriotas que compartimos las penurias, las esperanzas y las necesidades en todos los lugares y tiempos de la historia.

Pienso, además, que hay formas y procedimientos que nos han inventado “los poderes”, todos los poderes, los de cualquier lado, con apellidos o sin ellos, para intentar organizarnos socialmente, colectivamente y proyectarnos unitariamente en bloques, mediante promesas, intentos de dirigirnos y someternos, mediante consignismos inventados desde la demagogia y desde los populismos mesiánicos, para decirnos qué es bueno, qué es malo. Junto, por otro lado, de intentos continuos, pero fallidos, de reverdecer maniqueísmos superados, ubicaciones manipuladas en bandos ambidiestros en declarada controversia entre derechas e izquierdas, convirtiendo a ambas en grupos excluyentes.

Hemos luchado durante largo tiempo, en la historia pasada y presente, contra las desigualdades, para alcanzar igualdades con dignidad, no una igualdad con igualitarismos sino para aprender a convivir con las diferencias, y para eliminar las discriminaciones de clases, de razas, de géneros, de ideologías. Nos han tratado de poner a unos contra otros, u organizarnos como dos bandos, dos ejércitos en combate a muerte, pienso que la desigualdad que nos da la naturaleza, es una ley biológica inconmovible. Otra cosa es a partir de ella superarla, si fuera posible.

Todos los hombres y mujeres, independientemente de su color, religión o ideas políticas, su saber, su poder o las riquezas o pobrezas, en lo material y espiritual, somos iguales ante la ley de Dios y lo debemos ser también ante la ley de los humanos. Por eso no debemos, ni podemos ignorar en nosotros mismos y en los demás: la naturaleza real de nuestra dignidad humana. Así lo consagra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por todas las naciones del mundo, así lo propone la Doctrina Social de la Iglesia y su valioso y experimentado Magisterio.

También se nos presenta otro dilema a la luz de esta reflexión y que debemos resolver por nosotros mismos: la libertad de elección, de lograr acabar con las diferencias filosóficas e ideológicas que nos conminan a batallas, a combates dilatados en el tiempo, de “nosotros los buenos” contra “ustedes los supuestamente malos” calificándonos así entre nosotros. Esa concepción maniquea de arquetipos y prejuicios ya resultan formas ramplonas, decadentes y carentes de inteligencia que claramente se hacen para acabar con “los otros”. Estas estrategias y subterfugios son traídos de concepciones que van contra la dignidad de la persona humana como son: las nuevas religiones seculares en las que se convierten las ideologías, las llamadas vanguardias del post modernismo actual, los populismos de diverso signo y los fundamentalismos.

Por otra parte somos conminados, por tirios y troyanos, que nos invitan a alcanzar todas las “metas” para llegar a ser potencia en todo, nos enseñan a añorar ser potentados globales e imponer las decisiones por “mayoría” y “falsos consensos”. Ser los primeros lugares de lo que sea, en lo que sea, pero muchas veces alcanzados a través de subterfugios y estrategias sofisticadamente pensadas, con el apoyo de los Mass-media, para planificarnos y dictarnos: qué haremos, cuándo, cómo, dónde y para qué nos debemos comprometer incondicionalmente, con la “verdad” que nos fabrican, sin que nos percatemos de la trampa de intereses que eso supone y que no son nuevos, pero que ya no son puramente materiales, o económicos, son más bien, doctrinales, de liderazgos, de control político total y hegemónico en los comportamientos, en las ideas, un hegemonismo basado en el control civil y militar, arrastrando consigo hacia una total anulación de las individualidades y a la consecuente violación del sagrario de la conciencia humana, que es única, irrepetible e inviolable, pero hecha para convivir en el respeto y la fraternidad solidaria.

Cuando lo descrito anteriormente ocurre en cualquier sociedad, comienzan las personas a manifestar comportamientos erráticos, dobleces en la moral, surgen las posturas apáticas, enajenadas y alienantes a causa del daño antropológico producido en las conciencias de las personas, o por lo que yo llamaría, el genocidio de las conciencias. Fenómeno que también se podría designar con este otro vocablo que se inventó un hermano mío en la fe: “la esquizofrenogenosis” producida en las personas por la violación de sus conciencias.      

Sean la justicia y la paz nuestros mejores deseos: la justicia que tiene en cuenta a las víctimas y a los victimarios, que incluye el perdón y la reconciliación, el respeto a la dignidad de las personas en cualquier estadio de su vida. Y a una paz que no se circunscriba a la ausencia de guerras, porque la violencia de cualquier naturaleza rompe siempre con el verdadero concepto de paz. Cualquier violación de los derechos de las personas entra en pugna con la paz, porque entra en pugna con las conciencias y con la justicia, sea esta violación de palabra por la ofensa; o de obra por la exclusión o discriminación; o por omisión y exclusión, que es la mayor y peor de las pobrezas y miserias humanas de este siglo.

Recordemos y reflexionemos, con alma y corazón, lo que apuntó el Padre de la cultura cubana, nuestro ilustre y querido Siervo de Dios, (al que Nuestro Apóstol José Martí llamó “santo cubano”) el venerable sacerdote católico, Félix Varela y Morales, que escribió desde el exilio en Cartas a Elpidio, dirigida a la juventud cubana: “No hay Patria sin virtud, ni virtud con impiedad”.

Nuestro Apóstol José Martí expresó también:

“Libertad, es el derecho que todo hombre honrado tiene a hablar y pensar sin hipocresías, el hombre que no habla y piensa sin hipocresías, no es un hombre honrado” y expresaba también “Libertad, los que te tienen no te conocen, los que no te tienen; no deben hablar de ti, si no, conquistarte”. Y sobre este valor dijo también Apóstol: “la llama del Perú, cuando el indio le pone demasiada carga encima, se echa, y no se levanta hasta que el indio no le libera de toda la carga. El elefante, cuando vive en cautiverio no quiere tener hijos”. Por eso decía nuestro Martí: “…hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para vivir dichosas.”

Tratemos de mejorar y salvar a nuestra Patria para que sea verdaderamente más grande, y mejorar este mundo que es nuestra Patria grande, para que aprecie los resultados que se obtienen con la siembra y cosecha de la piedad y la virtud; con los frutos de los valores de la convivencia civilizada.

Que la reconciliación dialógica en el respeto de nuestro actuar en la vida podamos proclamar sin temor alguno la Palabra de Amor del que clama en el desierto, anunciando la Voz del Señor del Cosmos y de la Historia: Jesucristo.

No callemos nuestras ideas, ni deseos. Sepamos sí, mantener el respeto al que podemos ser jugados a la luz de la verdad ante todos los hombres y mujeres del mundo; y sobre todo, ante Nuestro Padre, verdadero Redentor y liberador de la humanidad. No tengamos miedo, porque Jesús dijo:

“Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”. En verdad lo somos, fuimos creados como personas libres de espíritu y de cuerpo, libres para decir y proclamar la Verdad.

Todos tenemos la palabra, ejerzámosla, para que mucho antes de que se vaya acercando el final de la vida de cada uno, no hayamos dejado de pensar, decir y hacer lo que desde temprano nos habría correspondido, para que no sigamos siendo cómplices de la mentira, del mal y de la opresión y no nos quede remordimiento alguno por no haber aportado el pequeño grano de mostaza que hará siempre crecer, en cualquier parte, la levadura de la justicia, la verdad y el amor para todos. Ojalá que esta siembra de fe y virtud en nuestro corazón, tan pequeña como un grano de mostaza, nos haga crecer ante nosotros mismos y ante el mundo, para el bien de todos.

Dios quiera que lo hagamos antes de que sea demasiado tarde.

 

 


  • Humberto J. Bomnín Javier (Pinar del Río, 1944).
  • Licenciado en Español y Literatura.
  • Fue Director de la revista Vitral de 2011-2012.
  • Catequista y miembro de la Pastoral de Educación de la Diócesis de Pinar del Río.

 

 

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