– He hecho de todo; no me alcanza la vida.
En su antebrazo hay un tigre de colores brillantes con la boca abierta. No parece rugir; más bien bosteza vagamente.
– Lo veía desde que era niño… – dice enseñándote el tatuaje. – Me perseguía porque sabía de mis miedos.
Es un muchacho común y corriente: gorra con el logo del Madrid, pullover gris, pesquera de mezclilla, chancletas…
Pero a un muchacho común y corriente no lo perseguiría una fiera salvaje.
Te da gracia cuando dice que por celos su ex-mujer hizo mierda un ánfora de porcelana francesa; realmente no es muy creíble que un muchacho común pueda diferenciar una bombona de Sèvres de cualquier florero.
– Me enamoré de esa mujer… Mira lo que fui capaz de darle.
Sobre la fiera salvaje, recordándote un particular instinto de dominación, el nombre de Milady de Winter.
– Caminé muchas veces esta ciudad acompañado solamente de la bestia rayada…
La bestia rayada ruge en su antebrazo, pero es como un quejido, un lamento…
Lo miras sudar, y descubres que su piel va perdiendo color, lo cual te impresiona bastante.
Sin pudor alguno comienza a desvestirse, e inmediatamente después, aliberarse de su propio pellejo. Desde los dedos hasta el codo la piel emerge íntegra, como desprenderse de largos guantes de goma dócil. El cuello eszafado lentamente y de inmediato la piel del pecho se abre en dos.
Lleva su tiempo el rostro; primero despega la piel que cubre la mandíbula, luego enrolla el resto hasta cúspide de la cabeza, dos tirones, otro, se va el pelo, ¡y un jalón final! Despegar lo demás no duró mucho.
Se te escapa una arqueada mientras el tipejo sigue concentrado en su “segregación”. Indiferente, pone los trozos de piel sobre una silla. Ha sangrado poco, nada de qué preocuparse. Por suerte, no presenciaste un verdadero episodio de horror: venas rotas, articulaciones al descubierto, huesos al aire…
Tienes delante al mismo sujeto, vestido esta vez con pantalón rojo, camisa de manguitas apretadas y chalina. Ese nuevo atuendo también pegado a la piel, como si fuese piel y no ropa; ¡jamás has visto cosa semejante! Hacerte el interesado y luego recoger el cordel de un tirón… No hay nadie que se resista a esa táctica. Miras sus brazos y extrañas el bostezo del tigre: ha cerrado la boca e intenta esconderse en un jardín de orquídeas.
Los demás parecen no ver nada; están enfrascados en sus Declaraciones Juradas e ignoran que ahí mismo, en medio de la Oficina Tributaria y sin recato, un muchacho al que se le aparece siempre un tigre, se acaba de arrancar lapiel como si fuera una envoltura, como virarse al revés.
– Vacié los bolsillos de muchas viejas alimañas en ese tiempo. Querían diversión, ¡yo se las daba! Querían carne, ¡se la daba! Y ellos engordaban mi billetera. Así solía lucir…
No ves complejo de culpas en esta segunda apariencia que le dura poco.
Antes de que comiences a familiarizarte con ella, empieza todo otra vez.
Primero los pellejos de los brazos. Luego el rostro, el pecho, el torso, las piernas.
El aspecto actual de “pinguerito sin remordimiento” desaparece y queda sustituido por un joven de pelo largo y revuelto, jeans gastadísimos, t-shirt con la foto de un grupo de caras pintadas, manillas con calaveras, aretes, pinchos por doquier…
– No me lo vas a creer, pero únicamente con diez pesos y las ganas de oír rock and roll, viajé la isla tras cada concierto de mis bandas preferidas.
Te sorprende que haya sido friki.
Al mismo tiempo narralos disparates que tuvo que hacer para adquirir alcohol, cigarros, pastillas y fanzines. En esa época, se agudizaron las visitaciones de la fiera salvaje…
El tigre aparece nuevamente.
Se ve muy pequeño e inofensivo entre las manos de un demonio.
Tú sigues soldada en el asiento, asombradísima, y los demás metidos en sus propios asuntos mientras el chico-camaleón te cuenta su vida.
– Antes fui trans; me decían “Lengua-de-fuego”.
A un lado las ropas oscuras y la piel llena de atavíos punzantes, todo el mismo embrollo.
Temes que se desgarre algo; no obstante,ya sabesque el tipo tiene práctica.
Algunas gotas de sangre caen en las losas… quizás fue tu imaginación.
Bajo el rostro recién arrancado se deja ver otro, maquillado desmesuradamente.
El cabello flamea y los brazos, demasiado blancos, brillan sin rastro de tinta.
Esta cuarta apariencia es definitivamente hermosa.
Sin embargo, reafirma una amargura rara y no logras encajar en esta historia a la tal Milady de Winter.
Las lentejuelas del vestido te hacen parpadear…
– ¡No imaginas la cantidad de “padres de familia” que iban a mis shows!
La piel travestida demora apenas unos segundos en despegarse de su cuerpo, hasta que también queda doblada sobre el montón. Y luego, la sorpresa de otra confidencia. – Mi niñez fue un infierno…
El tipo ha empequeñecido mucho.
En esa expresión infantil descubres sed. Y hambre.
Lo ves golpear rítmicamente la silla de al lado con la punta de su zapatico roto.
– El Braco tenía un chevrolet verde… Lo veía en todas partes, como al tigre. Finalmente me dejé llevar; fue a los doce.
La actitud sumisa, el short de nylon y la humilde camisetamueven tu compasión.
– Estaba lleno de vergüenza y de miedos… una familia que no servía para nada, mis amigos de infancia cada vez más hombrecitos, el tigre persiguiéndome… Viví en la mierda del Braco cinco años y a mis padres les dio lo mismo… ¡Aquí concluye la historia de mi vida!
Comprendes que justo en ese punto había comenzado todo en realidad. La envoltura de niño desvalido te resulta muy frágil.
Le dices que con ese aspecto no se puede llegar a ninguna parte.
Se lo dices suavemente, como un consejo.
– No te preocupes; a diario uso la piel con que conociste. Momo, un placer.
Y te tendió la mano sonriendo de oreja a oreja.
Alguien te llama al interior de una oficina.
Lleva tiempo hacer los papeles nuevos, firmarlo todo, notificar lo que has ganado como escritora en un pueblo del interior…
La imagen del montón de pieles sobre la silla como si fuera ropa doblada vuelve a tu cabeza.
Mientras cuchichean entre sí las económicas, buscando aprobación o intentando acuñar los papeles golpeando con el sello de madera una almohadilla que ya no tiene tinta, corres a la puerta y miras hacia dónde estabas minutos antes.
Hay dos señoras sentadas en esas sillas, hablando como si nada.
Desde la puerta de la calle el tigre te enseña los colmillos, y un muchacho con gorra del Madrid, pullover gris, pesquera, chancletas… un muchacho común y corriente, al que de seguro no le alcanza la vida para tanto, dedica para ti una expresión de complicidad antes de irse.
Anisley Miraz Lladosa (Trinidad, 1981)
Graduada en Diseño Gráfico en la Academia de Artes Plásticas
“Óscar Fernández Morera” de Trinidad.
Ganadora de premios y menciones en varios eventos literarios
como la Bienal de Jarahueca (2000), Literatura Infantil “Mercedes Matamoros” (2002), Premio de la Ciudad Fernandina de Jagua (2003), Gran Premio Vitral de Poesía (2003) y Premio Poesía Vitral (compartido) (2004).
Reside en Trinidad.